El parroquiano ilustre

 


Llegaba a primera hora y ocupaba siempre la misma mesa, cerca de la ventana, para observar la calle cada tanto y aprovechar la luz natural para escribir. Si el eventual responsable de abrir el bar se demoraba esperaba en la puerta con su pipa en la mano. En aquellos años no estaba prohibido fumar en el interior del bar y sucedía de vez en cuando que alguien se quejaba por el olor del humo azul oscuro que se posaba como una nube sobre los que desayunaban. Si le hacíamos una observación por el reclamo salía a la calle a apagar la pipa y arrojaba las cenizas al lado del cordón de la vereda. Se ponía de pie haciendo un gesto de pedir disculpas con la palma de la mano extendida y cuando regresaba volvía a la escritura hasta mediodía. Sus únicos recreos eran un par de visitas a los sanitarios. Era muy amable y siempre dejaba propina. Vestía ropa oscura y en el invierno boina o una gorra inglesa de corderoy. Las arrugas en el rostro eran pronunciadas y el bigote espeso tenía manchas de color ocre por el tabaco. Cuando calculábamos su edad con los otros mozos los pálpitos oscilaban entre los sesenta y setenta años. Se quitaba el abrigo antes de sentarse y lo colocaba doblado en la silla de al lado. Pedía siempre un café cortado con un chorro de leche en vaso de vidrio y una medialuna de grasa. A media mañana repetía el pedido y agregaba una jarra de agua. Del bolsillo de su camisa extraía siempre una estilográfica y con ella escribía en un block cuadriculado.

Descubrí quien era un domingo hojeando el diario y encontré, para mi sorpresa, su foto en una nota exclusiva en la que hablaba de su último libro. El título decía:  Carlos Céspedes, entre líneas. Llamé a los otros mozos para mostrarles la publicación y subrayar mi acierto: sesenta y cinco años tenía entonces. En la nota comentaba su última novela que describía los conflictos de una familia de clase media. Descubrir su oficio y su fama fue el primer cambio en todos nosotros. Sabíamos algo que el resto de los parroquianos ignoraba. El ambiente empezó a cambiar con su llegada. Había dejado de ser uno de los clientes de la mañana para pasar a ocupar el lugar de los notables.

Aunque nuestro bar se caracterizaba por tener un grupo de estudiantes universitarios atendiendo las mesas el que más literatura devoraba era yo y no tardé en ir en busca de sus libros. En la librería donde compraba habitualmente pregunté por él y su obra. El librero me recomendó una de sus primeras novelas, uno de sus primeros premios y muy vendida. Cuando se publicó encendió una polémica porque la trama tenía muchos componentes de la trágica historia de una familia de alta alcurnia. La leí en pocos días. Me atrapó el estilo narrativo y el carácter de los personajes. Yo lo veía escribir todos los días con una carrera ya hecha sobre las espaldas. En esos días pensaba si siendo de sus primeras obras no tendría componentes autobiográficos.

Esa novela fue la primera que subrayé y llené de marcas y comentarios personales. Tomando el dato de un crimen investigué en los periódicos de esos días y encontré notas de la época sin que se resolviera si el móvil había sido pasional. La novela ponía a la luz pormenores que escaparon al radar de la investigación policial. No tenía pruebas pero intuía que Carlos Céspedes recibió una información de personas cercanas a la víctima que completaron los datos de las horas en blanco que hubo entre su desaparición y el hallazgo del cuerpo apuñalado con saña. Me pasé varios días elaborando una estrategia para abordarlo sin que se incomodara. No podía correr el riesgo de molestarlo y que se viese obligado a cambiar de bar. Mientras tanto fui en busca de su segundo libro que me deslumbró aún más que el primero con un estilo de prosa totalmente diferente donde hacía un repaso de lo que no contaban las fotos en la vida de un embajador en Chile.

Toda la estrategia que había elaborado para iniciar con él una conversación se cayó como un castillo de naipes. Le serví el cortado como siempre y le pregunté directamente si Elena, uno de los personajes que me habían fascinado por su inteligencia y sensibilidad, había dejado a propósito, para que alguien la encontrase, la carta que cambia el rumbo de la historia. Levantó la vista y me observó unos segundos. Luego sonrió. Me dio una explicación sobre las situaciones en que el inconsciente nos traiciona con olvidos o distracciones que producen accidentes fatales o daños irremediables. Dejó apoyada en el block la estilográfica y me contó una historia personal sobre sus tiempos como recluta en el ejército cuando al final de una guardia, en el momento de comprobar el armamento, un soldado le voló la cabeza a otro con un disparo de fusil. Después de veinticuatro horas de guardia el cansancio le jugó una mala pasada en los movimientos mecánicos y de ese error nunca volvería. Me contó que lo vio años después y era una sombra de aquel muchacho que había conocido. Habían pasado muchos años y ese fusil no dejaba de dispararse todos los días de su vida.

Jamás le pregunté sobre lo que escribía en el bar en aquellos días. Sabía, porque lo había leído en varios reportajes que la tarea es íntima y sagrada, que nadie puede interferir el artesanal dominio del oficio. Había notado que no siempre escribía sobre borrador. Muchas veces corregía el material impreso que traía desde su casa. Tachaba o hacía anotaciones en los márgenes. Yo observaba cada movimiento al detalle. Quería confirmar que aquello que imaginaba al verlo trabajar ensimismado era cierto. En otras ocasiones tomaba un libro como referencia. Mi fanatismo era público y ninguno de mis compañeros se acercaban para servirlo cuando llegaba al bar. Lamento no haber pensado en una bitácora de nuestras pequeñas conversaciones sobre su labor literaria y sus personajes. Soñaba con que algún día me entrevistasen a mí para saber de Céspedes, que el bar ganaría fama porque allí escribió gran parte de su última producción.

Subrayaba palabras o encerraba entre corchetes algunos párrafos. Una mañana lo vi observar una fotografía con una lupa y cada tanto tomar nota. Intuí que perfeccionaba la descripción de una escena. Yo aprovechaba las mañanas de poco público para seguir sus movimientos desde la barra. Una enorme sensación de placer estallaba en su rostro cuando escribía febrilmente de un tirón y luego dejaba la pluma para releer tomando distancia con el papel como los miopes. Se me ocurrió pensar que en esos momentos se parecía a los pintores y le resultaba imprescindible alejarse de la obra para verla mejor.

Durante unos meses mantuvimos conversaciones breves y no todas ellas con la literatura como eje central. Quería saber cómo pensaba sobre otros asuntos como la política, temas candentes de la época como el aborto pero mis comentarios eran piedras lanzadas a un pozo de agua profundo. Podía percibir el impacto de la recepción pero sus devoluciones eran tibias, cerradas y cortas. A veces podía asentir con un pronóstico personal sobre el clima pero en temas más complejos o que requiriesen cierta exposición de su parte mantenía una distancia prudente e inequívoca. Abría sus apuntes, preparaba sus anteojos y su pluma, un prólogo de acciones que determinaban de manera elegante y diplomática el fin de la conversación.

Una mañana pedí que me cubriesen con el pretexto de cumplir con un compromiso personal y lo seguí. Quería saber dónde vivía para observar si su producción literaria continuaba en su hogar. Me enteré más tarde que lo que yo creí que era su vivienda era su estudio y que allí escribía hasta alrededor de las seis cuando daba por terminada la jornada y se dirigía a su casa ubicada a unas pocas cuadras del bar. Esto me llevó a pensar en que comenzaba la jornada desayunando en el bar y luego continuaba en su estudio Imaginé que fuera del oficio llevaba una vida como cualquiera de nosotros.

Pese a mis habituales comentarios sobre los personajes o las situaciones de sus obras jamás le expresé mi profunda admiración aunque estoy seguro que la había notado. Mi devoción por la lectura y cada hallazgo en sus líneas, cada decisión tomada por sus personajes tenían una significación especial para mí en calidad de lector y espectador. De alguna manera su producción en el bar me involucraba. Yo era testigo del trabajo de laboratorio, de la alquimia en que las ideas toman forma física en el papel, de esa metamorfosis que me tenía como observador privilegiado. Una respuesta descortés a una pregunta mía me hizo pensar en tener más cuidado. Sin querer, como consecuencia del trato diario, había pasado el límite que impone la confianza.

Un día dejó de venir y no volvimos a verlo. Al principio pensamos que pasaba por una gripe o que agendó una presentación de un nuevo libro en el Interior del país. Los días fueron pasando y temimos lo peor. Fui hasta su estudio y lo encontré cerrado. En los diarios no encontramos ninguna noticia. Desapareció sin dejar rastro. Recorrí algunos bares cercanos sin éxito. Con el tiempo me fui acostumbrando a la falta de las charlas de la mañana. Una vez nos sorprendimos todos por el aroma a tabaco de pipa que sobrevoló el ambiente. Pensamos que había regresado sin que nos diéramos cuenta.

Dos años más tarde, en una visita a la librería el dueño me dijo que me estaba esperando, que tenía un ejemplar reservado especialmente para mí. Mientras buscaba en los anaqueles anticipó que me sorprendería. Céspedes había vuelto a publicar y a sorprender a críticos y lectores con un libro donde incursionaba por primera vez en el género del humor. El librero me contó que lo había leído y que le pareció desopilante. Lo encontró en los estantes superiores, separado del resto porque sabía que vendría por él cuando me enterase y la primera edición se había agotado. Vino hacia mí sonriente, orgulloso de confiarme una obra única del escritor que admiraba. Tenía una cubierta amarilla, la foto de un bar en el centro y con letras negras el título rezaba “Conversaciones matinales con un insufrible”

Final de Esa es otra historia

Si, queda cortada pero es un registro inequívoco de una bella función.

Cada una tiene su particularidad. Esta la registramos aquí además de la memoria.