Desde la matinée

 

Cumplí la orden y me arrodillé. Luego sentí el caño del revólver en el medio de la frente. Luis repetía las palabras y el tono que escuchábamos en las películas de la matinée del cine de barrio. Nuestros héroes y villanos de entonces eran los mismos. En las vacaciones de invierno convertíamos en golosinas las monedas que nuestros padres nos daban y las disfrutábamos sentados en nuestras butacas, hipnotizados por la pantalla.

Nos hicimos amigos por la proximidad de nuestras casas, separadas apenas por unas pocas cuadras. El barrio tenía tres tipos de viviendas. Las más antiguas de principio de siglo y en una de esas, la casa edificada por mis abuelos, vivía yo; las de estilo inglés, construidas por el ferrocarril para sus empleados y los chalets de tejas a dos aguas donde vivía Luis con su familia. Íbamos a escuelas diferentes en el turno mañana y después de almorzar y hacer la tarea para las clases del día siguiente nos encontrábamos en el campito donde acordábamos el juego y sus reglas o el destino. Los lugares preferidos para nuestras excursiones eran dos: el río y las vías abandonadas del tren. Nuestros padres prohibían la caminata por los durmientes porque decían que esos lugares eran los elegidos por los malvivientes y algo horrible nos podía pasar.

Durante un par de años nuestros encuentros fueron diarios. Cada tanto compartíamos la merienda en su casa o en la mía. Aunque a veces sucedía que nuestros padres nos pasaban a buscar para cumplir con el baño previo a la cena, mis padres y los de Luis no se trataban. Mi padre tenía un taller de electricidad en nuestra casa y reparaba los artefactos descompuestos del vecindario. El padre de Luis era mecánico en una empresa y viajaba mucho por todo el país. El único período del año en que no nos veíamos era en vacaciones de verano. Nosotros viajábamos a Trenque Lauquen a ver a mi abuela y él y sus hermanos veraneaban en la costa.

Una tarde me contó que a su padre lo trasladaban a Bahía Blanca. No era esta la primera vez que se mudaban. Luis nació en Comodoro Rivadavia y la familia se había trasladado varias veces con cada destino nuevo de su padre. Recuerdo que estaba triste porque decía que de todos los lugares donde estuvo su casa y su escuela de aquellos días fueron las mejores. Un par de meses más tarde nos dimos un abrazo y prometimos escribirnos, cosa que jamás sucedió.

El primer año de la partida de Luis fue muy duro. Lo extrañaba mucho. Mis compañeros de escuela compartían conmigo otro tipo de juegos. La mayoría contaba entre sus pasatiempos con juegos de mesa. No tenían el espíritu temerario de Luis para romper con las prohibiciones de nuestros padres y las salidas en bicicleta tenían límites geográficos bien establecidos que cumplían sin chistar. Una tarde, ante la negativa del grupo de acompañarme a las vías abandonadas del tren me fui solo. La excursión por los durmientes duró hasta que me topé con una comadreja. Recuerdo que la anécdota no pude contársela a nadie hasta mucho tiempo después. El miedo cobraba entonces otro significado.

El ingreso a la secundaria volvió a cambiar mi círculo de amistades. Fui a un colegio público de la zona porque mis padres no podían afrontar la cuota de uno privado y allí dejé de ver a los que conmigo hicieron la escuela primaria. Luis y nuestras aventuras eran un capítulo del pasado. Las actividades cambiaron mi ritmo de vida y lo único que se mantuvo inalterable fue mi amor por el cine, aunque ya no iba a ver películas de cowboys o gangsters y trataba de entrar a aquellas que eran prohibidas para mi edad.

Mi compañero de banco en segundo año me invitó a participar de las reuniones del centro de estudiantes donde conocí a Laura mi primer gran amor. Un par de años mayor que yo, me encandilaron su elocuencia para expresar lo que pensaba, su sonrisa ancha y su manera de mirar. Yo no entendía mucho de qué se trataba todo eso. Un poco porque era nuevo y en mi casa no se hablaba de política y otro poco porque mi atención en los gestos de Laura me distraían de cualquier otra cuestión. Los integrantes de la reunión pedían la palabra y expresaban su punto de vista pero yo no podía evitar mirarla y ella se dio cuenta. Al finalizar la reunión se me acercó y me preguntó qué año estaba cursando. Me avergonzó decirle segundo del turno mañana. Ella me preguntó si era el delegado de mi división y yo me había enterado de la existencia de ese título esa misma noche.

Las reuniones del centro de estudiantes pasaron a formar parte de la lista de prohibiciones como unos años antes fueron prohibidas las caminatas por las vías del tren. Para poder asistir tuve que mentir cada vez que se organizaba una y mis padres, por algunos cambios en mi comportamiento, creyeron que mis salidas tenían una estrecha relación con mis primeros escarceos amorosos y eso, en definitiva, era parte de la verdad. Disimular que ya fumaba, porque Laura también lo hacía con soltura y elegancia, fue más difícil. En el camino de regreso a casa masticaba varios caramelos de eucalipto o de menta para quitarme el olor a tabaco. Mis padres eran fumadores pero siempre sermoneaban sobre las consecuencias del tabaco y no querían que yo tomase un vicio que ellos no pudieron dejar.

La militancia resultó tan apasionante como el romance con Laura. Con un grupo de compañeros asistíamos a un barrio carenciado donde dábamos clases de apoyo a niños con bajas calificaciones escolares, trabajábamos en las reformas del barrio, armábamos con los más chicos clases de dibujo, música, danza y teatro. A esa altura mis padres se habían resignado con mis decisiones pero en las reuniones familiares no faltaba la discusión por meterme en asuntos que tarde temprano me traerían problemas.

Dos días después del golpe de estado detuvieron en sus casas a varios compañeros. Para no comprometer a mi familia dos compañeros y yo nos fuimos por unos días a una casa del conurbano que un tío de alguien del grupo tenía desocupada desde hacía meses. Los que fueron detenidos no aparecían presos en ninguna comisaría ni cuartel militar. El grupo que logró dispersarse antes de la redada quedó desconectado entre sí. Sabía que Laura había sido apresada. Cada tanto llamábamos a alguien para tener noticias desde un teléfono público. Una noche en que charlábamos compartiendo mate en la cocina se produjo un silencio que nos obligó a callarnos. Ya conocíamos los ruidos de la noche y daba la sensación que fuera de la casa el mundo se había detenido. Fueron unos minutos en los que nadie habló hasta que el estruendo de la puerta de entrada al ser derribada, los gritos, los reflectores patrullando las paredes de la vivienda nos envolvieron en un espiral de pánico.

Nos subieron encapuchados a un camión. Nos sentaron en dos filas en la caja y con nosotros subieron tres soldados como custodia. Por el movimiento que notamos a nuestro alrededor movilizaron tropa como para una redada en la que esperaba capturar más gente. Luego de hacer un trecho por ruta sentimos el olor a tierra y a campo. Cada uno de nosotros, sin decirnos nada, recordó la charla que un militante veterano nos había dado sobre el accionar de militares y paramilitares. No pude distinguir cuál de mis compañeros lloraba. El camión se detuvo, escuchamos abrir la puerta de atrás y un grito para que bajáramos. Ni bien apoyamos los pies en el suelo recibimos varios culatazos de fusil y unas patadas cuando nos tenían tendidos en el piso. Nos tomaron de los brazos y nos llevaron a un lugar cerrado donde nos hicieron sentar en el suelo. Desde otro lugar cercano se escuchaban gritos de dolor.

La luz se encendió y un pelotón de soldados se llevó a la rastra a mis compañeros. Me quedé solo. Sentí que alguien se había parado delante de mí. Por la parte inferior de la capucha pude ver que a mis pies los rodeaban dos borceguíes. Noté que el hombre flexionaba las rodillas para agacharse y apreté los dientes para recibir el golpe. El hombre me dijo casi susurrando: ¿en qué te metiste, Daniel? Los justicieros solo existen en el cine. Era Luis.

Pido disculpas

Pido disculpas a los presentes. 

Un cambio en la configuración de Blogger ha hecho que muchos comentarios aquí vertidos sobre mis publicaciones hayan quedado en una carpeta donde aparecieron como "Pendientes de moderación". Jamás puse reparos, ni filtros a las devoluciones de los lectores.

Hoy me puse a tildarlas como no Spam.

No se si voy a poder responder a todas. Son muchas.

Como dice un amigo: "Muy agradecido"


La última gambeta

 


Me hiciste llorar por segunda vez, Diego. La primera fue con aquella obra de arte del segundo gol a los ingleses.

Siempre a la izquierda, en el campo y en la vida.

Archiven la camiseta diez, cuélguenla que ya se la puso Dios.

Siempre para adelante, siempre buscando el arco rival, siempre de frente.

Te han quebrado, te golpearon de todas partes y nunca te pudieron parar. Te plantaste frente al Papa, frente a la FIFA y a cualquier mandamás de turno que ni en sueños disfrutó de tu talento.

Ahora van a germinar las anécdotas.

Ahora escribirán caras extrañas sus sentidas necrológicas, cuando te pegaron más que a cualquier otro. Ese negro cabeza que siempre dice lo que piensa y lo que siente. Ese rebelde que se hace un tatuaje de Fidel y otro del Che. Ese villero.

Gambeteabas siempre. Siempre.

Si yo fuera Maradona, viviría como él dijo Manu Chao en el film de Kusturica.

No quiero ver las noticias en la tele. No quiero ver sobrevolar a los buitres.

Paraste una guerra para verte jugar. Ningún Papa logró eso jamás.

Mil millones de personas saltaron con aquel gol en México. El pibe de Villa Fiorito les pintaba la cara a los piratas.

Me quiero quedar en la intimidad de mi tristeza.

Si hay un consuelo para este dolor es tener la certeza de que te vi, que no me lo contaron. No fue como cuando mi viejo me hablaba del Charro Moreno o de Ermindo Onega. Yo te vi apilar rivales.

Gracias por todo. Por lo que hiciste adentro y fuera de una cancha.

Buen viaje querido Diego.

 

 

 


Las buenas familias y la propiedad privada

 


Adolfo Bullrich

Un tal Martínez de Hoz, y esto de la Hoz fue como una señal premonitoria, en su carácter (porque carácter le sobraba) de presidente de la Rural, financió el extermino de los pueblos originarios de nuestro sur patagónico.
Se dividieron en 5 dueños 2 millones y medio de hectáreas ganadas con el sudor de la frente de los soldados y la sangre de tehuelches, patagones, mapuches y otras comunidades.
Rauch, un prusiano especialista en exterminio vino a ejercer su profesionalismo en nombre de unos pandilleros saqueadores que no se movieron de Buenos Aires a la espera de la llegada de la encomienda de prisioneros que los servirían como personal doméstico.
El que hizo justicia en todo este asunto fue Arbolito, jefe indio, cortándole la cabeza a Rauch y quitándole de manera radical sus ideas.
Rauch tiene un pueblo con su nombre y a Arbolito lo nombramos solo en Navidad o en la city con el cambio de moneda.
Los Bullrich hicieron el papel de inmobiliaria en esta obra argentina pero no fue necesario hacer guardia para mostrarle las propiedades a los usurpadores.
En toda América hicieron lo mismo con la suficiente habilidad para engañarte con su nobleza y señorío y hacerte levantar la voz por ellos que son gente muy educada y no grita aunque a veces les descerrajan un balazo en el marote a sus esposas en la intimidad de sus countries, cuando creen que peligra alguno de sus derechos, porque para derechos no hay como ellos.
Extrañamente, personas de rasgos aindiados suelen sacar sus banderas para decir Todos somos el campo aunque lo correcto sería expresar We are the country, pero el inglés no se ha divulgado convenientemente en las escuelas argentinas.
Qué chévere o qué Etchevehere, según sea el caso.

El Santo

Fue un estudioso de la Biblia, recitaba de memoria salmos y párrafos completos del libro de Eclesiastés, analizaba y reafirmaba las encíclicas, idolatraba a los santos.

Cuando rezaba entraba en trance y algunos creyeron que era el más fiel intérprete de la voz de Dios.

Lloró desconsolado con la lectura de la Pasión de Cristo.

Los ratos libres, los pocos momentos del día en que disminuía su fervor religioso, los dedicaba a construir máquinas, muebles y objetos que ponía en consideración para su uso al Santo Oficio.



La historia y yo

 Desde 1990 mis espectáculos tuvieron algún fragmento dedicado a la historia nacional. Es una obsesión que nació desde la lectura de otra perspectiva a la que me enseñaron e inculcaron en la escuela.

Sigo en la misma línea y aunque ahora no hay espectáculos, no pierdo mi sintonía.



Que lo disfruten.

Después de la batalla

Lo encontré tendido en el barro boca abajo. El fusil debajo de su cuerpo y a su alrededor los rastros de una batalla cruel. Había mantenido hasta entonces la esperanza de contarlo entre los prisioneros y estaba en la lista de negociación con el General enemigo.

De todo el batallón de infantería era mi soldado predilecto. Había demostrado su valor en muchas batallas y tanto su vigor como su disposición para el combate lo habían hecho merecedor de medallas que jamás le concedieron.

Recuerdo especialmente aquella emboscada que sufrimos a media tarde en una región selvática. Una vegetación enmarañada y el factor sorpresa del enemigo nos conducía a una derrota segura. Él solo se abrió paso entre los árboles y destruyó un nido de ametralladoras con una granada lanzada con precisión. Ese acto heroico nos permitió rodear el batallón, disminuir su poder de fuego y asegurar una rendición incondicional. La tropa estimaba su valor y su alto espíritu de camaradería.

Se acercó a nosotros el jeep que precede a la llegada del General. Seguramente disimulará la sonrisa que inspira su victoria. Estrechará mi mano y dirá las frases de rigor. Luego pasará lo de siempre a esta hora. Se escuchará el grito de mi madre llamándonos para la merienda y tendremos que guardar los soldaditos ya limpios en su caja.

Puñalada

 


Caminó hasta el arroyo, limpió el cuchillo en el agua y vio como el fino hilo de sangre se mezclaba con la corriente mansamente. Se arremangó la camisa y observó el corte en el antebrazo. Recordó a Pereira que perdió el izquierdo con una gangrena. Enfundó el facón en la vaina que el cinto sujetaba en la espalda y caminó hasta su caballo, ajustó el apero, tomó la brida y montó para emprender el regreso. Con trote lento tomó el camino que lo llevaba al pueblo. Una bandada de codornices emprendía el vuelo anunciando que el día sería de provecho.

Levantó la vista al sol para calcular si en el tiempo que le llevaba llegar al pueblo encontraría a Arismendi en su despacho. Una polvareda lo envolvió en un remolino. Taconeó al caballo para apurar la marcha. Era temprano pero tuvo el deseo de beber un trago de caña en lo del vasco. Fue allí donde conoció a Arismendi la tarde en que con un pelotón de milicos entró en la pulpería reclutando soldados para los fortines. Sus días de bracero o arriero temporal habían terminado. Sabía que Arismendi aprovechaba el enrolamiento obligatorio para sacarse de encima a los pendencieros que entorpecían con duelos criollos y escándalos su función de juez. Fue uno de los señalados pero al dar el paso al frente le preguntó al mandatario si los casados con hijos podían cumplir otro trabajo. El juez lo invitó a salir de la pulpería con un movimiento de cabeza. En la calle, y alejados del pelotón reclutado se pusieron de acuerdo.

Aprendió el nuevo oficio como ladero del Pardo Luna. Adiestró la vista para detectar seguidores y enemigos en los mitines políticos que Arismendi organizaba y algunos desafíos a cuchillo en el comité forjaron su fama de guapo. El Pardo Luna fue su maestro y su guía. La forma de manejar el poncho enrollado en el brazo izquierdo y el lance de la puñalada del derecho le dieron el mote de “el tigre”. Recuerda siempre la noche en que Luna le mostró su puñal y las marcas que en él había hecho por cada hombre despachado al otro mundo. Allí comenzó a hacer lo mismo en la empuñadura del suyo.

Junto al Pardo Luna empadronaron gente para los comicios, empiojaron las campañas políticas de los otros candidatos y persiguieron adversarios de fuste. Los dos eran uno solo y no se distinguía quién era la sombra de quien. Fueron muchas las ocasiones en las que pelearon espalda contra espalda y todos decían que por la forma de jugarse a muerte habían sellado algún pacto de sangre.

Un silencio espeso impregnaba el ambiente cuando ellos se paraban en la puerta de cualquier sitio donde hubiese una reunión. Ese movimiento silencioso hacía pensar en que tendrían que organizar un nuevo entierro en el pueblo.

El corte en el brazo era un dolor punzante e intermitente. Lo tomó por sorpresa la reacción instintiva y refleja que tuvo el finado tendido boca abajo agonizante. Todo trabajo debe ser limpio y sin huellas decía el Pardo y cada una de sus frases fueron forjando en él un estilo de matón limpio. Todas las leyes no están escritas pero a todas hay que respetarlas para que ese mismo respeto lo beban los demás como a la caña. Más de diez años llevamos juntos pero bastó un minuto para que nos conociéramos y saber con quién estábamos.

Pasó por la puerta de su casa y dudó en apearse para echarse un poco de caña sobre la herida. Aquí mismo se reunieron muchas veces. En su casa matearon y a solas, con pocas palabras, planearon la ejecución de las directivas del comité. El Pardo llevaba la paga de Arismendi y luego de contarla la dividían en partes iguales. Sus hijos aprendieron a quererlo como al tío que no habían tenido. Su mujer fue esquiva al principio pero luego comprendió que eran socios y nunca hizo preguntas, ni siquiera sobre las marcas en el facón.

Meses atrás, en lo del vasco, un comentario ponzoñoso de un malevo de la tropa enemiga lo hirió en el pecho. Se dice que comparten algo más que el trabajo y que el hijo menor se parece más al Pardo. Unos minutos más tarde nueve parroquianos rodeaban el cuerpo del injuriador tendido en la calle. Volvió a su casa insatisfecho, aún sediento de venganza y en el patio, a la sombra de la granada, mate en mano recién cebado lo esperaba el Pardo. Escupa el veneno, no se atragante. Nadie habla mejor que el cuchillo cuando sobran las palabras.

La brisa cálida en el rostro aumentó la sed de una caña y el dolor en el brazo. Recordó aquellas leyes que había aprendido para templar la hombría. Cuando obrar con prudencia y cuando provocar el duelo a cuchillo. Siempre de frente y leal, siempre dispuesto. Imaginó al Pardo Luna repasando lo que había acabado de hacer y corrigiendo los errores. Supo que había roto una ley apuñalándolo mientras dormía.

Un poco de historia



La foto corresponde a un recital de canciones no humorísticas, proyecto que tenía pendiente desde cierta noche en el teatro El Bululú cuando un grupo de colegas, reunidos por el tradicional brindis de fin de año, escucharon desconcertados canciones que no hacían reír.

Pero mi historia con el Bar El Taller no comienza allí.

Lo descubrimos una noche con Willy Landin a poco tiempo de haber inaugurado. Nos fascinó de entrada y preguntamos si podíamos reservar una fecha para hacer un show. Con Willy presentamos “Alquimia”, un espectáculo con sketches y números de clown. Willy me había anotado en el primer curso de clown que brindó Cristina Moreira en la Escuela de mimo Escobar y Lerchundi. Recién egresados ambos, probamos suerte. Hicimos tres o cuatro funciones y nos encantamos con el lugar.

Luego fui con otro dúo. Esta vez con Fernando Brucco. Presentamos “¿Porqué nosotros?, un espectáculo de sketches, monólogos y canciones. Hubo en ése espectáculo dos perlas: un diálogo de Dios con Adán y media mañana en una oficina con empleados públicos.

Fernando se fue a trabajar en una obra de teatro y me quedé solo. Acepté el desafío de presentar un unipersonal que sería dirigido por quien entonces era mi esposa: Mariluz Mandracho.

Tenía 15 minutos de monólogos de los espectáculos anteriores y una canción, nada más. Un espectáculo en El Taller tenía que durar más o menos una hora. Escribía, desechaba, tiraba. Nada me convencía y el desafío seguía en pie con fecha de vencimiento. Tomé aire y fui a ver a Eugenio Ramírez, uno de los dueños de El Taller, quien en la misma agenda que utilizaba como arquitecto organizaba las fechas de los shows (bandas, humoristas, actores, actrices, grupos). Yo especulaba con las experiencias anteriores y que la toma de fechas siempre había más o menos un mes entre el pedido y el show. Eugenio Ramírez, un tipo con el que terminé siendo amigo, abrió la agenda, hizo una pausa y dijo: “Tengo libre dentro de dos sábados”. Yo tenía quince minutos y una canción. En meses no había podido completar los cuarenta y cinco restantes y ahora me fijaban un plazo de dos semanas.

-La tomo -dije disimulando el temblor de las piernas y el derramamiento del café. Eugenio cerró la agenda. Volví a casa y a partir de ahí todo lo que escribí me gustó.

El sábado 25 de octubre de 1986 estrené en el mítico bar El Taller Solo Molo. La tarde del estreno colgaba mi afiche en las ventanas de la entrada. Un afiche hecho con recortes de historietas, letras de diario y fotocopias. No decía humor en ninguna parte. Tenía 25 años, barba y todo el pelo. No se si en alguna parte sobrevivieron fotos de aquellos días. La función salió muy bien. En las fechas que siguieron fui haciendo ajustes, quitando rutinas y poniendo nuevas, pero esa fue la primera versión de Solo Molo.

Empezó un camino en ése lugar, hoy transformado y casi irreconocible. Conocí allí al Bollini Club, un grupo de humor maravilloso. Fui invitado a trabajar con ellos y esto significaba para mí lo mismo que para un músico de rock al que inviten a tocar los Rolling Stones, Pink Floyd o The Who. Vi trabajar a gente increíble: “Los Melli”, “Los Kelonios”, “Los ganzúa”, Pompeyo Audivert. Mantengo la amistad y la camaradería con Nacho Rossetti (Bollini Club, Los Kelonios), Mirta Israel (Chicatova en Los Kelonios). Allí conocí a Gustavo Lidijover cuando era encargado, hoy psicólogo con experiencia en barra de bar que seguramente es la mejor escuela para la escucha atenta, a Adrián Frasso, un pibe, hoy integrante de la banda Maldito Moskito.

Sucedieron en años de trabajo allí miles de anécdotas que deberían ser publicadas alguna vez.

El primer escalón al escenario en un unipersonal comenzó con un desafío con fecha de vencimiento. Todo comenzó con el palpitar del corazón cuando Eugenio Ramírez cerró su agenda para un show de una hora en dos semanas y yo tenía quince minutos.

Mi gratitud eterna a Eugenio Ramírez y al bar.

La obra maldita

 

En una sala de teatro estilo italiano, un hombre alto y delgado, con una cabellera tupida y canosa observaba desde un costado del escenario el ingreso de la gente y su elección en las butacas de la platea. El director esperó a que el numeroso elenco, convocado hacía unos días, se acomodara en los asientos, invitó a los técnicos, maquilladores y asistentes a que se unieran a ellos con un ademán sencillo de su mano y alzando el brazo le indicó a su asistente que encendiera la luz del escenario. Con otra señal ordenó que se distribuyera libros entre los convocados, recorrió con la vista toda la platea y con un tono pausado expuso al auditorio el porqué de su convocatoria.

Con voz firme, direccionada a la última fila, dijo que los había convocado porque tras un exhaustivo análisis con sus asistentes, habían hecho una selección de actores y actrices para una obra singular. Recorrió el auditorio con la vista y les dijo que tenían ante ellos una pieza de teatro magnífica del año mil ochocientos veintitrés sobre cuyo autor poco sabían porque no existía registro de otras obras de su autoría ni antes ni después. Bajó la vista al piso del escenario y caminando lentamente, resaltando cada vocablo dijo que existía una teoría del mundo teatral que afirmaba que luego de esta obra decidió abandonar la dramaturgia. La obra se titulaba “El sitio” y sus nueve proyectos de estreno fracasaron. Se la consideró una obra maldita y quedó archivada hasta hace unos meses cuando, por una casualidad, el director se enteró de su existencia. Volvió a levantar la vista y observándolos les dijo que para la compañía aquí reunida era un desafío montarla. Enfatizó que no creía en las maldiciones que sellaban la suerte de ciertas obras y que esto era una gran prueba que debían sortear todos para poder demostrarle al mundo entero cómo una estúpida superstición puede privarnos, como lo hacen algunas religiones, de una obra de intenso dramatismo, de profundo mensaje humano y de alto contenido espiritual.

Se acercó a una pequeña mesa colocada al costado del escenario, tomó un vaso de agua, bebió un sorbo, hizo una breve pausa y les anticipó que llevar a cabo ese proyecto requería, como podrían apreciar cuando la leyeran, del trabajo de muchos actores y actrices, iluminadores, asistentes y vestuaristas. Contó que la había leído tantas veces que estaba en condiciones de interpretar cualquiera de sus personajes en escena, agregando como curiosidad que en cada lectura había descubierto nuevas significaciones a su contenido.

Caminó hasta el centro del proscenio y le dijo a un auditorio silencioso y expectante que los productores con los que se había reunido estaban dispuestos a cubrir los costos de producción y ensayos que según sus  estimaciones les llevarían un año de trabajo duro. Volvió a observar la platea para comprobar que seguían con atención su relato para decirles que estos productores estaban tan convencidos como él de ponerla en marcha y que para el director era un proyecto tan ambicioso como apasionante.

Tomó un papel que le acercó un asistente y leyó que el primer estreno frustrado de El sitio data de mil ochocientos veintinueve y fue cancelado por la muerte del director en un accidente. En los ocho posteriores hubo distintos episodios registrados según mis investigaciones: desde el incendio de la sala donde se estrenaría hasta la muerte de integrantes de sus elencos. Hizo un silencio breve para remarcar que el ambiente teatral es muy receptivo a las supersticiones, a las cábalas y muchas veces practicaban ciertos ritos desconociendo su origen. Deteniéndose con la mirada en algunos integrantes del elenco dijo que Los que nunca habían trabajado con él debían saber que si bien él vivía el oficio como su única religión no se dejaba influenciar por cuestiones relacionadas a la fortuna, que no juzgaba a quienes creyeran en las maldiciones, en los fantasmas y en prácticas esotéricas. Hizo un silencio pronunciado y aclarándose la garganta dijo que todo aquel que luego de leerla y conocer los antecedentes de la obra decidiera no participar o tenga dudas o hasta cierto miedo, podía decírselo en los próximos ensayos, enfatizando que él no creía que El sitio atrajera las desgracias, fueran a  morir todos o algunos en misteriosas circunstancias o provoquen con la puesta en marcha de los ensayos algún tipo de daño sobre terceros o participantes indirectos del proyecto.

Hizo un ademán con su mano derecha como si señalase el libro que habían entregado a los actores diciendo que su argumento, como toda obra clásica, era simple. Transcurría en una aldea medioeval donde se produce una epidemia devastadora. La aldea es aislada y obligada a una cuarentena para evitar que la enfermedad se propague por todo el territorio. Los religiosos hacen una lectura de la situación en base a sus creencias, los estudiosos, los médicos y quienes no se dejan influir por relatos bíblicos otras distintas según la raíz de sus conocimientos. Cada familia vive de manera particular el contagio de sus integrantes. Los más ricos montan un cerco rodeando sus propiedades y se ven obligados a delinquir de manera organizada para hacerse de los alimentos necesarios. La epidemia se propaga de prisa y sin pausa provocando el terror entre los habitantes de la aldea pero sus daños pueden ser menores si los compararan con las irracionales decisiones que toma cada uno de los lugareños.

Esbozó la primera sonrisa del encuentro y les dijo que les entregaba el libro para que lo leyeran y volviesen a reunirse el próximo martes a la misma hora en la misma sala. Dijo que quería que vinieran a la reunión con una decisión tomada sobre su participación y evacúen en ella todas las dudas que puedan surgir sobre su lectura. Adelantó que en la próxima reunión iba a asignar los roles que asumiría cada uno de los presentes. Los invitó a pensar y a entender que sería un año en el cual sus esfuerzos estarían dedicados a la obra de manera exclusiva y que no tenía dudas de que montarla fijaría un antes y un después en sus vidas.

Estimó y compartió el pensamiento en que la parecía lógico que todos sus amigos y familiares les preguntasen en qué estaban trabajando. Les pidió que fuesen los más reservados posible del proyecto que encararían en breve, que no comentaran sobre su argumento, que no mencionasen el título de la obra. Les sugirió que describiesen datos generales que pudieran ser comunes a cualquier pieza teatral. Adelantó que programarían tres ensayos semanales intensos, de seis horas de duración. Les aseguró que contarían con todo lo necesario y que habría para todos un antes y un después desde su estreno y que no tenía dudas de que darían un paso importante en sus carreras profesionales.

Los miró a todos en silencio y luego los impulsó con entusiasmo diciendo que estaba dispuesto a desafiar la superstición con este elenco, que tendrían un año duro de trabajo y en breve vendrían las semanas de fiestas de fin de año. Según su percepción diciembre era un mes inusual para comenzar a ensayar pero creía que en el 2019, cuando la estrenasen, el mundo entero hablaría de este trabajo.

Variaciones en blanco y negro

 

A mi hija Ayelén, que encendió la chispa

Ya soy mayor y cada mudanza me deja postrado. Cuando me alzan o me bajan de algún vehículo, o cuando me llevan por las escaleras tengo el alma en vilo porque suceda algún tropiezo y en cada escalón se escucha como me crujen los huesos. Por lo general me dejan unos días en el comedor como a los viejos que sacan a la vereda para sentarlos en la entrada de la casa, llaman a un especialista que me ajuste un poco el esqueleto y enseguida me hacen trabajar a cualquier hora.

Pasaron tantos años que ya no recuerdo donde nací pero de joven viví con un polaco escapado del gueto de Varsovia. Su dolor era tan grande que cuando conversábamos el ambiente de la casa adquiría un tono sepia. Lo veía llorar mirando unos retratos ovalados con fotos en blanco y negro. Siempre hice el intento de brindarle consuelo con mi mejor timbre de voz pero no pasaba un rato de ir al encuentro de Chopin que sentía caer sobre mí las primeras lágrimas.

Una tarde llegó de la fábrica con una mano vendada y cuando vino a visitarlo su sobrino le habló de mí. El joven me miró como si fuera un mueble. Al polaco empezó a sepultarlo la tristeza que, como el polvo de la casa, lo fue tapando sin que se diera cuenta. Después de aquella tarde en que no alcancé a contar la cantidad de velas que había en el comedor, pero eran muchas más que las personas que vinieron a despedirse, me llevaron a vivir al galponcito del fondo de una casa en Villa Lynch donde me quedé disfónico de tanto silencio. Escuché que estorbaba, que me estaban buscando un lugar y por la puerta entornada del galpón pude ver los billetes que contaba con cuidado un señor que nunca había visto pero cuya voz me resultaba familiar.

Tuve mejores días en la nueva casa y no me quejo. Una niña rubia, inquieta, locuaz y muy amable conmigo se sentaba todas las tardes con la paciencia, la dedicación y el amor que yo necesitaba desde hacía muchos años. La niña creció en un abrir y cerrar de ojos y los padres consideraron que era hora de buscar para ella otro futuro. Había progresado mucho y escuchaba el entusiasmo de su familia cuando regresaban de un concierto. Carmencita, así recuerdo que la llamaban, se despidió de mí con una inmensa ternura y un par de lágrimas. Intentó persuadir a sus padres para que pudiera quedarme. El gesto de su padre fue elocuente, directo y claro como su personalidad.

Anduve por varios sitios y con distinta suerte hasta que llegué a interesarle a un flaco desgarbado, desaliñado y muy fumador que tenía tanto talento como violencia contenida en su interior y tuve largas trasnochadas en que pasé las de Caín en su viejo altillo. Vi un desfile de mujeres y en casi todas yo fui un socio natural para la conquista definitiva. No sé cómo sobreviví a tanto humo de cigarrillo y tanto alcohol en las madrugadas. Se quejaron los vecinos por el ruido y aunque los argumentos que expuso en mi defensa fueron buenos tuvo que cambiar de socio por un joven eléctrico con apellido japonés que como todo japonés hacía menos ruido que los grillos y cuando nos quedábamos solos no me dirigía la palabra. Supongo que por cuestiones de idioma.

Estuve en San Telmo un par de años en un bar que regenteaban dos muchachos amigos desde la escuela secundaria y pocas veces hice migas con gente culta, sensible, que me obligase a explotar mi mejor versión, a desarrollar mi potencial, a dar matices melancólicos con mis graves.

Ahora estoy en un ambiente acogedor, familiar diría yo, rodeado de discos, libros, plantas bien cuidadas, luego de dos años, siete meses y diecisiete días sumido en las sombras y una humedad reumática. Vivo con una pareja joven y ambos son músicos. Mañana vienen a verme según pude escuchar cuando conversaban en la cena. Un piso por escalera. Los dos grandotes que me cargaron me trataron con mucho cuidado. Eran profesionales. Imagino al que vendrá a verme. Me mirará con detenimiento, calculará mi edad, abrirá mi boca para observarme y notará que para subirme un semitono anularon el sonido de una de mis ochenta y cinco teclas. Mañana mismo estaré sonando nuevamente, poniéndome a punto, regresando a mi anhelado destino de piano vertical.

Mi bestia adorable

 

Un 13 de agosto de 1977 la trajo mi tía Clara como regalo de cumpleaños para mi madre. Mi tía sabía que yo escribía y con este regalo atizaba las brasas de un fuego que no se apagaría.

Hice el curso de dactilógrafo en Academias Pitman y me recibí con 48 palabras por minuto.

Con ella comencé el camino.

La saco de la funda cada tanto y la trato con el mismo amor que le tuve a primera vista. No quiero que sienta que la tecnología digital la pasó a cuarteles de invierno. Viajó conmigo en su valija muchas veces. Cruzó el río a Uruguay para que terminara de escribir Disparates de la historia argentina en un veraneo familiar en Las Toscas.

Esta tarde comencé  con ella el borrador de un nuevo cuento como tantas veces en mi adolescencia.

Hace unos días mi hija me dijo esta frase hermosa: “Fue la banda sonora de mi infancia”. Casi lloro. Un homenaje.


Libre de virus. www.avast.com

Noventa y seis

 

En un abrir y cerrar de ojos,

en un suspiro,

en el último renglón y en la primera curva peligrosa.

Un orfanato del que nunca emigran

versos, palabras, estrofas y canciones

que quizás un día de lluvia se olviden.

No tendrá una cinta azul como mortaja,

esas con las que archivamos cuadernos escolares

para dejarlos en una caja

luego devorada por el fuego que alivia las mudanzas.

Noventa y seis hojas de vida certifica su partida

y pocos saben del vértigo que produce abrirlo en blanco,

el sinuoso camino de las S en sus andariveles equidistantes

y el pulso mágico de los primeros trazos.

Es casi un inventario, un fiel balance,

un censo de inexplicables sensaciones.

En el año dos mil dos abrí su puerta

y llegué hasta aquí con mil tropiezos,

secretas confesiones reveladas,

insomnios, buenos días y promesas,

conjuros detallando alguna infamia

y la certeza de que hoy llevas mi carga.

Resiste el anaquel tu extraño peso,

el mismo que cargué hasta hoy en mi alma.


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La carta quemada

 

Recordó el reflejo del brillo de la tinta sobre el papel, el flujo constante de la pluma deslizándose y aquella lágrima que cayó sobre la hoja y deformó la palabra hijos como una señal involuntaria del destino. Desplegó la hoja para poder leerla en voz alta preguntándose a sí misma si iba a poder contener el llanto en algunos párrafos que al escribirlos lo habían provocado. 

Había creído con religioso fervor en el consejo de una amiga cuando le contó sobre el poder sanador de una carta y lo mucho que la había ayudado a superar y cerrar las dolorosas cicatrices de la vida. Siguió al pie de la letra las indicaciones haciendo un pormenorizado inventario de aquellas tristezas nunca confesadas. 

Con nadie había hablado del descubrimiento temprano, siendo una niña, de los hematomas en el cuerpo de su madre, del horrible olor que exhalaba a veces su padre y la furia que lo enceguecía cuando ella se negaba a acercarse y abrazarlo como él deseaba. 

Con voz temblorosa recorrió cada párrafo como le había sido indicado. Siempre había creído que solo Dios era capaz de perdonar. En un par de renglones viajó al momento de aquel dolor intenso y la sangre tibia corriendo entre las piernas. La imagen que no termina de borrarse, pese al esfuerzo, de aquel consultorio médico clandestino, su amiga que la esperaba en un pasillo y a la que nunca, después de aquella tarde, volvió a ver.

La caligrafía minuciosa unía con un hilo invisible momentos aislados a la realidad actual de las palabras. La cola de la letra a en cursiva sobre el final de un vocablo era el anzuelo que arrastraba a la superficie del presente alguna imagen del fondo del olvido.

Fue conmovedor escribir esos recuerdos y volver a experimentar las sensaciones de cada momento. El ahogo por una opresión en la garganta cuando peleó con su hermano mayor por la herencia de la casa familiar. Su arrepentimiento a tantas cosas dichas y a tantas escuchadas, y entre ellas, haber señalado a su cuñada como instigadora en un pleito que dividiría las aguas para siempre. 

El último párrafo fue para el día en que llevó a su padre a un asilo para ancianos, el saludo final de la primera despedida y de todas las que le seguirían cada domingo durante años. 

Había terminado de leer la carta en voz alta. La mano temblorosa acercó el fuego del encendedor al vértice de papel. La pequeña llama no tardó en comenzar a devorar la superficie y las palabras. Un humo azul se elevó al cielo y sintió que junto con él viajaba todo el peso que en su alma estuvo cargando durante años. Suspiró aliviada.


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Pesadilla


Corre la fiebre con la misma prisa que el mal

y la gente espera que toque a su puerta.

Espera también la voz y la mano señalando el rumbo.

Lula es el padre de Brasil

que despertará a su hijo de una pesadilla a medianoche.

Todas las calles pronuncian su nombre,

cada rescatado de la miseria lleva sus iniciales.

La fe ha dejado de mover montañas

y solo en las manos de Lula

no se escurren los sueños ni las esperanzas de los brasileros.

A la hora señalada,

ésa que marca el destino inexorable,

andará como una ráfaga de viento

la ilusión que conduce al futuro.

Se han cansado de darnos señales y amenazas,

ya probaron germinando la injusticia,

sembrando el odio,

acallando voces,

encarcelando líderes.

Todo condujo a esta triste certeza,

a esta niebla que agobia,

a esta sensación de ahogo.

Encarcelaron a Lula antes y luego a Brasil.

Duele que una turba de canallas,

una pandilla de cipayos,

un club de delincuentes

estén haciendo noche en nuestra casa.

Despertaremos juntos para andar,

abriremos las ventanas y el corazón.

Más que la muerte puede el olvido

y nosotros no olvidamos.

El cartero enamorado



Cuando ya me había convencido de que mis días serían todos iguales, que hasta mi jubilación repetiría sistemáticamente en mi trabajo cientos de movimientos mecánicos por día, apareció una señal inesperada. Estaba organizando el reparto de correspondencia para el barrio de Bacacherí, cuando en la pila de sobres encontré uno de color rosa que se diferenciaba de todo el resto de color blanco y de idéntico formato. Los sobres que reparto a diario corresponden a resúmenes de tarjetas de crédito, facturas de servicios y suscripciones. Éste era especial y el nombre de la destinataria estaba escrito de puño y letra.

Respeté como siempre el itinerario mientras observaba de la pila de cartas que tenía en el bolso cuánto me faltaba para llegar a la casa que el sobre de color rosa indicaba. Estaba seguro de que mi destino podía cambiar a partir de aquella entrega, que aquel sobre era una señal. Era una casa sencilla de un barrio que se caracteriza por la construcción de viviendas muy parecidas entre sí, como si hubiesen sido construidas con el mismo molde. Podía haberla dejado en el buzón y seguir con la distribución del resto pero toqué el timbre. Salió a mi encuentro una hermosa mujer de pelo negro y preciosa figura. Me saludó amablemente y ni bien leyó su nombre en el sobre sonrió de una forma encantadora. Sabía quién era el remitente y la sorpresa mezclada con alegría atizó su esplendor. Me despidió sonriendo y yo seguí mi trabajo sin poder quitarme la imagen de esa mujer de la cabeza.

Mi corazón dio un vuelco un mes más tarde cuando volví a encontrar en la pila de cartas de mi zona otro sobre que se distinguía del resto por su color violeta. Era para el mismo destino y remitente de Argentina. Llegué a su casa a media mañana y a diferencia de la entrega anterior, en ésta vino sonriendo desde el pasillo a mi encuentro. No pude decir otra cosa que el saludo, estaba bloqueado por un estado parecido al del vértigo. Me fui tan confundido que a dos cuadras de la casa me di cuenta de que caminaba en sentido contrario a donde debía dirigirme.

Durante el día imaginé la historia que encerraba esa correspondencia. Estuve tan distraído en el recorrido como en el regreso a casa cuando me pasé dos paradas de la que tenía que bajarme del autobús. A partir de entonces revisaba cada partida de cartas rápidamente esperando encontrar el sobre distinguido. Y cada día en que el sobre singular, con distintos colores en cada remisión, aparecía en la pila mi jornada era diferente, aunque seguí yendo sin poder decirle nunca que estaba totalmente enamorado de ella. Tuve la vergonzosa idea de cometer un delito y arriesgarme a que me despidieran. Pensé en abrir el próximo sobre que llegase a la sucursal del correo para leer qué palabras eran aquellas que la habían cautivado y que tanto esperaba, que decía aquel hombre, qué pensaba, porqué escribía desde tan lejos y no estaba viviendo con ella. Pasé varias noches acostado boca arriba, con las manos en la nuca, mirando el techo de mi cuarto, imaginando situaciones que no sucederían en el más hermoso de mis sueños. Me levantaba con la esperanza de tener en mis manos la posibilidad de volver a verla.

El día en que me enfermé le pregunté a quien me había relevado en la distribución de cartas si había entregado un sobre de color en aquella casa de Bacacherí. Para su sorpresa le di un abrazo cuando me respondió que no. En ese instante me di cuenta de que mis compañeros notaban algo extraño en mi comportamiento, que me observaban sutilmente, y especialmente, en aquellos días que aparecía el sobre mágico. Estaba siendo evidente a los ojos de todo el mundo que algo me estaba pasando.

En los dos meses siguientes no hubo cartas especiales y cuando tuve que entregar en la casa de aquella hermosa mujer los sobres que contenían facturas de servicios o tarjetas de crédito no encontré a nadie para recibirlas. El césped del jardín estaba muy crecido y los perros no ladraron cuando toqué timbre y batí palmas. A simple vista parecía que ya nadie vivía allí, que la casa había sido abandonada. Mi vida volvió a aquella odiosa rutina de los tiempos anteriores al día que encontré el primer sobre de color. El mundo se volvió gris y una tras otras las mañanas fueron iguales. Pedí el cambio de zona por motivos personales. Inventé que después del ataque de un perro en ese barrio recorrer esas cuadras me provocaban un temor tan fuerte que no podía cumplir con mi trabajo. No me otorgaron el traslado o no me creyeron. Mantuve el ruteo diario evitando mirar para la casa cuando entregaba cartas en la misma cuadra. La falta de sobres fue la confirmación de que ya no era necesario escribirse, que seguramente estarían viviendo juntos en otro lugar con el remitente.

Finalmente me cambiaron de zona. Deben haber notado el cambio de ánimo, una tristeza profunda que se hacía evidente y terminaron creyendo la historia del perro que me había atacado. Repartía correspondencia en la zona comercial. El cambio me hizo bien, modificó notablemente mi rutina diaria, la vida social de los negocios tenía otro ritmo y terminé haciendo amigos. A las pocas semanas de trabajar allí comencé a olvidar, aunque hubo días en que observaba de reojo la distribución de sobres esperando ver alguno de color. Eso nunca sucedió.

Meses después tuve que cubrir, por un accidente doméstico, a un compañero que entregaba correspondencia en la zona que yo había dejado. Un sobre con membrete bancario tenía como destinataria a la misma mujer por la que casi pierdo la cabeza. La vi desde lejos trabajando en el jardín, arrodillada sobre un cantero de flores color lila. Tenía un sombrero de paja y pantalones cortos. El corazón parecía que me iba a saltar del pecho. Cuando crucé la calle me sonrió y exclamó algo entusiasmada para el interior de la casa. No pude evitar acelerar el paso al ritmo del corazón. Se abrió la puerta y una mujer salió al jardín para abrazarse a ella mientras me miraban acercarme. Se dieron un beso dulce y profundo. Luego la mujer que yo conocía le dijo a su compañera algo así como que aquí llegaba el responsable de traer las buenas noticias.

Pasaporte



Miraba correr el paisaje ante sus ojos por la ventanilla del tren aferrando contra su pecho la mochila donde llevaba el pasaporte. Recordó los medioevales puentes europeos, la nieve en el desierto de Siberia, la tempestad en el Cabo de Hornos y las estrellas de Bagdad.
Había temido a las espadas de los pueblos bárbaros tanto como a los ojos despiadados de aquel policía en un barrio de Medellín observándolo y escudriñando sus documentos. Pensó en el temple de los espías cuando pasan por escenas similares y sus documentos de identificación son falsos.
Su abuelo materno lo había iniciado como eterno peregrino. Lo último que compartieron juntos fue un vaso de ginebra. Aquella noche el viejo se echó a dormir y jamás despertó. Quiso creer que aquel viaje de su abuelo no sería el último sino el comienzo de otro.
Pensó en sus pequeñas y grandes fugas: cuando quiso desertar del ejército para evitar ser enviado a la guerra y cuando pudo huir del pozo de zorro en las noches con la luz de una linterna hasta que se quedó sin baterías. Aquello era como rezar pidiendo al misericordioso la salvación, que la bomba caiga lejos, que el alto el fuego durase más que una Nochebuena.
Sus ojos irradiaban tristeza y cansancio.
El tren seguía su marcha y él de vez en cuando palpaba en la mochila que el pasaporte siguiera allí, su comprobación en ese pequeño gesto lo tranquilizaba.
Alguna vez, hace muchos años, pensó en cuál sería la diferencia entre un pasaporte y un salvoconducto. Recordó que había escuchado la palabra en los diálogos de una película de guerra y que misteriosamente, pocos días después, se topó con ella en una novela. A partir de allí tuvo otra dimensión para él.
Miró a su alrededor. La mayoría de la gente dormía. Una adolescente a pocos asientos de distancia tenía colocados unos auriculares enormes. Sintió el frío del Tibet en la espalda y se colocó un buzo liviano que había separado por si se presentaba una situación como ésta.
El sordo ruido de las ruedas del tren sobre los rieles lo transportó a la escena del adiós en un puente de Hamburgo y en las primeras lágrimas derramadas por amor, tan distintas a aquellas otras del hospital cuando las gasas se pegaban con la sangre seca de las heridas y había que cambiarlas. Ya no llegaban cartas. Por entonces lo habían dado por muerto.
Antes de que el sueño lo venciera y como un sereno ritual nocturno volvió a abrir su gastado pasaporte. Rusia era infinita bajo la nieve. Entonces se internó en los pasillos que lo conducían a Crimen y castigo.

Chau hermano, andá tranquilo

Me pediste ésta y otras fotos con los amigos. Te la mandé esta madrugada. Ésta es de Gesell, del 84, cuando la muerte estaba tan lejos como el horizonte en el mar, aunque en ésa misma playa ya nos pasó un aviso a todos de que con ella no se jode.

Algo venías tramando.

Estuviste llamando a amigos con los que no hablabas desde hace años, como el negro Ariel, como a japo que vive en Bariloche. Eso me dijo hoy llorando tu mujer.
Me contó que fue el corazón, justo el órgano que más usaste, porque tenías un corazón enorme, Chelo.

Ahora se me dio por llorar. Qué le vamos a hacer. Espero que no se me nuble tanto la vista como para poder escribirte.

Sos mi hermano, boludo, me decías. Y yo tan lerdo para entender.

Nos conocimos a los tres o cuatro años. Vivimos en la misma cuadra, compartimos la misma cancha de fútbol, la misma escuela, el mismo colegio y durante el primer año fuiste mi compañero de banco. Vos llevaste a la secundaria mi sobrenombre, Molo, que nadie conocía y del que pensé que iba a liberarme.

Tiraste la toalla con los libros y te pusiste a laburar. Ahí descubrimos los burros que fueron tus maestros y profesores cuando te hicieron creer que el burro eras vos, tan duro de entendederas. Entonces la hicimos simple, como lo hacen los hermanos. Todas las noches venías con tu cuaderno a practicar cuentas a mi casa. Y empezamos a leer juntos porque vos leías de corrido sin entender. Empezamos con Bradbury, Crónicas marcianas, cuentos cortos y vos te los llevabas a tu casa y me lo contabas al día siguiente. Después de ahí no paraste más. Leías siempre y siempre me sorprendías con tus lecturas y lo que habías aprendido. Si tengo que poner un ejemplo de superación personal, en primer lugar estás vos, Chelo. Qué lo parió.

Años después me llamaste para recordarme esos días y todo lo que habían representado. Y me hiciste llorar como ahora.

Una vez jugué el papel de Judas y te traicioné. Vos no te vengaste. Yo lo hubiera hecho, pero vos no te vengaste porque eras mucho mejor que yo.

Estabas feliz y orgulloso de la familia que formaste. Estabas orgulloso de Blanca, tu mujer, de Antonella, tu hija. Me acuerdo de la fiesta de 15 que le preparaste. Me acuerdo de la casa que levantaron con esfuerzo, de tu huerta, de tu jardín.

Siempre le tuviste miedo a los perros. En el último tiempo trajiste a tu casa uno y me contabas que viendo al perro vos aprendías más que él de vos. Qué síntesis perfecta para demostrar qué calidad de tipo eras.

Volví a llorar. Disculpame.

En la adolescencia estabas tanto tiempo en mi casa que mi viejo te dijo que iba a hablar con el tuyo para adoptarte. Te queríamos todos en casa como a un hermano más.

Tengo tantas anécdotas con las cuales reírme a carcajadas y ahora, carajo, no me acuerdo de ninguna.

Hoy a la madrugada te mandé la foto. No tuvimos tiempo de comentarla. Tengo otras donde estamos en porte marcial en el comedor de la casa de mis viejos, es de mi primer franco del servicio militar. En las del asado de tu casa yo las tomé todas y no tenemos una juntos.

Hay un borrador de una idea que se llama Me jacto de mis amistades. Es así. Yo aprendí tanto de los amigos como vos.

No te puedo prometer que no vaya a seguir llorando. Somos de la generación que decía que no era de hombres. Una de esas mierdas que nos inyectaron, como decías vos.

Llamé a varios. Mario no me pudo atender en su momento y me devolvió la llamada llorando. Hablaste con él ayer. Gustavo recordó la claridad de conceptos políticos, tan cercanos y auténticos como vos. 

La cuarentena no nos deja despedirnos pero yo no me despido un carajo porque tengo presente las tardes en el río, los partidos en la canchita, las guerras de agua en carnaval y la certeza de que fuiste mi amigo-hermano.

Te voy a extrañar, boludo.

Donde estés.