Cumplí la orden y me
arrodillé. Luego sentí el caño del revólver en el medio de la frente. Luis
repetía las palabras y el tono que escuchábamos en las películas de la matinée
del cine de barrio. Nuestros héroes y villanos de entonces eran los mismos. En
las vacaciones de invierno convertíamos en golosinas las monedas que nuestros
padres nos daban y las disfrutábamos sentados en nuestras butacas, hipnotizados
por la pantalla.
Nos hicimos amigos por
la proximidad de nuestras casas, separadas apenas por unas pocas cuadras. El
barrio tenía tres tipos de viviendas. Las más antiguas de principio de siglo y
en una de esas, la casa edificada por mis abuelos, vivía yo; las de estilo
inglés, construidas por el ferrocarril para sus empleados y los chalets de
tejas a dos aguas donde vivía Luis con su familia. Íbamos a escuelas diferentes
en el turno mañana y después de almorzar y hacer la tarea para las clases del
día siguiente nos encontrábamos en el campito donde acordábamos el juego y sus
reglas o el destino. Los lugares preferidos para nuestras excursiones eran dos:
el río y las vías abandonadas del tren. Nuestros padres prohibían la caminata
por los durmientes porque decían que esos lugares eran los elegidos por los
malvivientes y algo horrible nos podía pasar.
Durante un par de años
nuestros encuentros fueron diarios. Cada tanto compartíamos la merienda en su
casa o en la mía. Aunque a veces sucedía que nuestros padres nos pasaban a
buscar para cumplir con el baño previo a la cena, mis padres y los de Luis no
se trataban. Mi padre tenía un taller de electricidad en nuestra casa y
reparaba los artefactos descompuestos del vecindario. El padre de Luis era
mecánico en una empresa y viajaba mucho por todo el país. El único período del
año en que no nos veíamos era en vacaciones de verano. Nosotros viajábamos a
Trenque Lauquen a ver a mi abuela y él y sus hermanos veraneaban en la costa.
Una tarde me contó que
a su padre lo trasladaban a Bahía Blanca. No era esta la primera vez que se
mudaban. Luis nació en Comodoro Rivadavia y la familia se había trasladado
varias veces con cada destino nuevo de su padre. Recuerdo que estaba triste
porque decía que de todos los lugares donde estuvo su casa y su escuela de
aquellos días fueron las mejores. Un par de meses más tarde nos dimos un abrazo
y prometimos escribirnos, cosa que jamás sucedió.
El primer año de la
partida de Luis fue muy duro. Lo extrañaba mucho. Mis compañeros de escuela
compartían conmigo otro tipo de juegos. La mayoría contaba entre sus
pasatiempos con juegos de mesa. No tenían el espíritu temerario de Luis para
romper con las prohibiciones de nuestros padres y las salidas en bicicleta
tenían límites geográficos bien establecidos que cumplían sin chistar. Una
tarde, ante la negativa del grupo de acompañarme a las vías abandonadas del
tren me fui solo. La excursión por los durmientes duró hasta que me topé con
una comadreja. Recuerdo que la anécdota no pude contársela a nadie hasta mucho
tiempo después. El miedo cobraba entonces otro significado.
El ingreso a la
secundaria volvió a cambiar mi círculo de amistades. Fui a un colegio público
de la zona porque mis padres no podían afrontar la cuota de uno privado y allí
dejé de ver a los que conmigo hicieron la escuela primaria. Luis y nuestras
aventuras eran un capítulo del pasado. Las actividades cambiaron mi ritmo de
vida y lo único que se mantuvo inalterable fue mi amor por el cine, aunque ya
no iba a ver películas de cowboys o gangsters y trataba de entrar a aquellas
que eran prohibidas para mi edad.
Mi compañero de banco
en segundo año me invitó a participar de las reuniones del centro de
estudiantes donde conocí a Laura mi primer gran amor. Un par de años mayor que
yo, me encandilaron su elocuencia para expresar lo que pensaba, su sonrisa ancha
y su manera de mirar. Yo no entendía mucho de qué se trataba todo eso. Un poco
porque era nuevo y en mi casa no se hablaba de política y otro poco porque mi
atención en los gestos de Laura me distraían de cualquier otra cuestión. Los
integrantes de la reunión pedían la palabra y expresaban su punto de vista pero
yo no podía evitar mirarla y ella se dio cuenta. Al finalizar la reunión se me
acercó y me preguntó qué año estaba cursando. Me avergonzó decirle segundo del
turno mañana. Ella me preguntó si era el delegado de mi división y yo me había
enterado de la existencia de ese título esa misma noche.
Las reuniones del
centro de estudiantes pasaron a formar parte de la lista de prohibiciones como
unos años antes fueron prohibidas las caminatas por las vías del tren. Para
poder asistir tuve que mentir cada vez que se organizaba una y mis padres, por
algunos cambios en mi comportamiento, creyeron que mis salidas tenían una
estrecha relación con mis primeros escarceos amorosos y eso, en definitiva, era
parte de la verdad. Disimular que ya fumaba, porque Laura también lo hacía con
soltura y elegancia, fue más difícil. En el camino de regreso a casa masticaba
varios caramelos de eucalipto o de menta para quitarme el olor a tabaco. Mis
padres eran fumadores pero siempre sermoneaban sobre las consecuencias del
tabaco y no querían que yo tomase un vicio que ellos no pudieron dejar.
La militancia resultó
tan apasionante como el romance con Laura. Con un grupo de compañeros
asistíamos a un barrio carenciado donde dábamos clases de apoyo a niños con
bajas calificaciones escolares, trabajábamos en las reformas del barrio,
armábamos con los más chicos clases de dibujo, música, danza y teatro. A esa
altura mis padres se habían resignado con mis decisiones pero en las reuniones
familiares no faltaba la discusión por meterme en asuntos que tarde temprano me
traerían problemas.
Dos días después del
golpe de estado detuvieron en sus casas a varios compañeros. Para no
comprometer a mi familia dos compañeros y yo nos fuimos por unos días a una
casa del conurbano que un tío de alguien del grupo tenía desocupada desde hacía
meses. Los que fueron detenidos no aparecían presos en ninguna comisaría ni
cuartel militar. El grupo que logró dispersarse antes de la redada quedó
desconectado entre sí. Sabía que Laura había sido apresada. Cada tanto
llamábamos a alguien para tener noticias desde un teléfono público. Una noche
en que charlábamos compartiendo mate en la cocina se produjo un silencio que
nos obligó a callarnos. Ya conocíamos los ruidos de la noche y daba la
sensación que fuera de la casa el mundo se había detenido. Fueron unos minutos
en los que nadie habló hasta que el estruendo de la puerta de entrada al ser
derribada, los gritos, los reflectores patrullando las paredes de la vivienda
nos envolvieron en un espiral de pánico.
Nos subieron
encapuchados a un camión. Nos sentaron en dos filas en la caja y con nosotros
subieron tres soldados como custodia. Por el movimiento que notamos a nuestro
alrededor movilizaron tropa como para una redada en la que esperaba capturar
más gente. Luego de hacer un trecho por ruta sentimos el olor a tierra y a
campo. Cada uno de nosotros, sin decirnos nada, recordó la charla que un
militante veterano nos había dado sobre el accionar de militares y paramilitares.
No pude distinguir cuál de mis compañeros lloraba. El camión se detuvo,
escuchamos abrir la puerta de atrás y un grito para que bajáramos. Ni bien
apoyamos los pies en el suelo recibimos varios culatazos de fusil y unas
patadas cuando nos tenían tendidos en el piso. Nos tomaron de los brazos y nos
llevaron a un lugar cerrado donde nos hicieron sentar en el suelo. Desde otro
lugar cercano se escuchaban gritos de dolor.
La luz se encendió y un pelotón de soldados se llevó a la rastra a mis compañeros. Me quedé solo. Sentí que alguien se había parado delante de mí. Por la parte inferior de la capucha pude ver que a mis pies los rodeaban dos borceguíes. Noté que el hombre flexionaba las rodillas para agacharse y apreté los dientes para recibir el golpe. El hombre me dijo casi susurrando: ¿en qué te metiste, Daniel? Los justicieros solo existen en el cine. Era Luis.