Mis primeras espadas

 


Conocí a Pipo Benticuaga en uno de mis viajes a Mendoza. Pipo, con 64 años, había escalado el Aconcagua, proeza destinada a unos pocos. Se presentó en una reunión meses más tarde en Buenos Aires acompañado por una mujer y un hombre y al estrechar las manos dijo: “Le presento a mis dos primeras espadas” La definición la atesoré entre las notables. Pensé en la antigua guardia pretoriana que formaba alrededor del emperador un círculo inexpugnable.

Quizás la memoria me haga cometer una injusticia pero yo también tengo mi propia guardia pretoriana. Facebook dice que mis amigos alcanzan las tres cifras. Eso es falso. Mis primeras espadas son más de dos pero nunca superaría los diez la lista que componen los incondicionales.

Hace unos días, antes de cometer un disparate creyendo que mis leyes personales son aplicables a todos, consulté a mis dos espadas: Mónica, una hermana de la vida quien heredó la intuición de los Tehuelches y Fabián, que conoce mi mapa personal mejor que yo.

Para mi sorpresa (ellos están separados por más de mil trescientos kilómetros y no tienen contacto entre sí) ambos, con palabras parecidas, dieron la misma respuesta e hicieron idéntica lectura. Me dejaron en paz con mi conciencia, libre de deudas y compromisos autoimpuestos. No hay leyes más rigurosas que las propias.

Dicen algunos que estamos atravesando tiempos de conexión cósmica. Puede ser. No por casualidad se revelan ante nosotros hechos que parecían invisibles. Lo cierto, lo comprobable científicamente hablando es que hice dos buenas elecciones hace unos años. Mientras escribo recuerdo que estrechamos vínculos los tres en fechas muy cercanas.

La paciente

 

Me besó en dos ocasiones y se fue.

No era la hora.

La vi bailar, seducir, conversar

y dejar de a pie a los incautos.

La leí en los libros sagrados,

le tuve miedo.

Fingí estar distraído,

en otra cosa

y llegó como un souvenir,

maquillada en una llamada nocturna,

de las que no esperamos.

La vi hacer oídos sordos a las súplicas,

a la desesperación y al llanto,

hacerse desear, esconderse,

andar de ronda por pasillos y esquinas,

a veces redentora como una meretriz,

otras filosa y cruel como una daga.

Una noche no distinguí si sonreía por bondad

o como señal de victoria.

Llega como siempre puntual,

apaga las luces y se tiende en la cama,

te escucha repasar con melancolía

y siempre tiene la última palabra.

El personaje rebelde

 

Ilustración: Darío Parissi

Tomás Loiácono se despertó a las 6.35AM con el estridente sonido de la alarma de su despertador. El arrebato de furia lo impulsó a darle un puñetazo que también terminó con la vida útil del velador y el control remoto del televisor. La explosión de ira la había desatado el escritor de la novela en la que Tomás Loiácono es protagonista y que en el relato deba levantarse a esa hora pese a que en el capítulo anterior estuvo en una fiesta y se agarró una tranca para cuatro que le hace estallar la cabeza como si dentro estuviesen desfilando las murgas de carnaval. Tomás mira al techo y muestra su dedo mayor pensando que el escritor lo estará observando desde arriba pero luego de pensarlo unos segundos apunta a varios lugares de la habitación.

Bebe un café para despabilarse y poder a salir a cumplir las funciones del personaje en una oficina de inmobiliaria de mala muerte y mientras se afeitaba se hace un corte leve en la mejilla que no había sido pensado por el autor y lo obliga a éste a desviar la narración para que veamos a Loiácono revisando el botiquín. Este furioso acto de rebeldía por la vida que está obligado a llevar lo hace pensar en devolverle al autor los madrugones y otras incomodidades con pequeños gestos que le compliquen el trabajo creativo cada tanto.

Sale de su casa y se va al bar asignado en la trama con una sonrisa socarrona poco común en él que siempre se lo ve hosco, hostil, irritable y otros adjetivos que el autor aún no nos ha develado. Entra al bar y cuando se acerca el mozo como todos los días y sobre todo en los capítulos tres y seis, le entrega una nota escrita con una letra tan diminuta que el autor no alcanza a leer que contiene el pedido con el que ha cambiado el menú de siempre. Se escucha claramente la tecla de retroceso volver sobre el renglón anterior y borrarlo. El autor, mientras tanto, también se enfurece y duda si matar a Tomás Loiácono en un fatal accidente, luego se calma y sigue con la idea de que mantenga el papel protagónico de su novela.

Tomás Loiácono disfrutó la primera medialuna y el café con leche leyendo el diario, visiblemente molesto porque debía simular leer hojas que estaban en blanco ya que el escritor no era tan perfeccionista y no se ocupó de congraciarse  con él detallando el triunfo de equipo de fútbol preferido. Esto volvió a inquietar a Loiácono, que sabiendo que en dos párrafos estaría sentado frente a una computadora, utilizó la segunda medialuna para introducirla en la taza con café con leche y salpicar a los que ocupaban las mesas más cercanas. La escena terminó con su expulsión del bar a los empujones.

Loiácono no pudo torcer el destino que tenía reservado para él las siguientes líneas del autor porque éste había conseguido escribir más rápido que las decisiones que Loiácono podía tomar. Así es que lo vemos sentado frente a una computadora imputando pago de expensas, alquileres, gastos de consorcio mientras piensa en Susana, el amor de su vida y la película que podían ir a ver el miércoles a la noche. Durante unos pocos minutos ingresó a Facebook para emocionarse con una foto de Susana junto al peluche que él le había regalado hacía unos días. Colocó un corazón en la publicación y entró en alerta. El humo del cigarrillo que acostumbraba a fumar su creador se filtraba en el ambiente de la oficina. Como un recluso que sabe que cuenta con diez minutos para perpetrar su fuga, Tomás Loiácono se levanta de la silla como si hubiese sido impulsado por un resorte y mientras el autor observa el cielo desde el balcón de su casa comenzó a tomar entrevistas para propiedades con citas a las que no se presentaría aprovechando esos intervalos para encontrarse con Susana a escondidas del autor de la novela, pidió un adelanto de diez reservas en concepto de gastos administrativos dejando como beneficiario su CBU bancario y tomó las llaves del departamento amueblado más caro de Barrio norte para invitar a su novia cuando salieran del cine y pasar la noche juntos. Sabía que este plan debía llevarse a cabo en los horarios de descanso del escritor y antes de volver a su rol agendó los mejores departamentos en venta donde viviría por unos días.

Cuando el escritor volvió a su trabajo Tomás Loiácono estaba como lo había dejado antes de salir a fumar al balcón, sentado frente a la computadora con una expresión tan angelical y conmovedora que inspiró al escritor a tomar unos apuntes donde desarrollaría escenas que dieran cuenta a los lectores del enorme corazón y bondad de su personaje. Pensó que ésa mezcla de amor y odio que estaba experimentando era una señal inequívoca de que la novela tomaba un cauce definitivo.

Loiácono, mientras tanto, dudaba sobre la existencia de su creador, que todas aquellos pequeños infortunios no eran decisiones de ningún ser superior, que no estaban escritos previamente en ningún destino reservado ni se encontraban bajo el influjo de los astros. El Tomás Loiácono estudiante de un colegio salesiano descripto en el tercer capítulo nada tiene que ver con éste que leemos ahora, tramando una serie de mentiras y estafas para pasar una vida a cuerpo de rey, rodeado de lujos y lejos del futuro que lo conduce a una vida similar a la de cualquier buen vecino. Tomás Loiácono prefiere ser un criminal famoso y buscado por Interpol antes que un padre ejemplar, el yerno que todos quieren tener o el presidente de la Sociedad de socorros mutuos.

Tomás Loiácono es uno cuando actúa el papel asignado en la obra literaria y otro cuando el autor duerme. Los personajes que circunstancialmente lo rodean no sospechan que están cerca de un hombre decidido a ser marginal, abyecto y desalmado.

Susana, su novia, sí percibe con sorpresa una mudanza en los hábitos y en la personalidad de su amado. La desconciertan los arrebatos al besarla, una desenfrenada lujuria en los momentos de intimidad, ciertos impulsos a llevarla a sitios que por su premura parecieran prohibidos para ellos, como si estuviesen escondiéndose de alguien o de algo, el abrupto cambio en su lenguaje amoroso desde aquellos días en que la invitaba caballerosamente a hacer el amor a estos de hoy donde la exhorta a garchar como loco sin sombrero.

El escritor, por su parte, consulta a colegas porque siente que ha perdido el timón y teme que la novela naufrague. Percibe una lucha interna, una tensión desmedida con los personajes y el incontenible deseo de guardar la novela en un cajón. Sus amigos escritores lo alientan a seguir escribiendo argumentando que toda obra literaria de largo aliento pasa por sus turbulencias, sus encrucijadas y laberintos, que tiene una vida propia y que los autores deben reconocer los deseos y las voces de sus personajes. Mientras tanto padece pesadillas donde el personaje se presenta en sus sueños amenazando con matarlo. Su vida familiar se vuelve un infierno y no existe lugar donde esté en calma y en paz consigo mismo. Escucha voces que le sugieren posibles caminos en su historia que no es la que había pensado, se plantea las motivaciones que alientan su vida al levantarse cada día.

Seis meses más tarde la novela llegó a su fin. Tomás Loiácono cerró su historia en el último capítulo dejando en la imaginación de los lectores como prosiguió su vida a partir del punto final que todos conocimos.

La novela fue presentada a un concurso literario internacional donde obtuvo el primer premio. Varias editoriales se disputaron su publicación y la crítica fue tan elogiosa como despiadada. Algunos especialistas alabaron sus saltos cronológicos, sus cambios de tono y en la sintaxis incluso, en el tramo final de la historia, la absoluta carencia de signos de puntuación que confunden al lector entre un soliloquio, un poema épico y un edicto policial.

La esposa del autor y sus hijas abandonaron la casa antes del final de la novela cansadas de escucharlo discutir a los gritos con un personaje invisible que solía sorprenderlo en cualquier momento del día en la cocina, en el baño o dentro de un placard.

Mi nueva amiga: Clarice

Me la presentó un amigo, Juan, que un día tomó la responsabilidad de recordar por nosotros aquellas cosas que justifican la existencia de la humanidad en este planeta.

Mi hija me dijo que la había tratado y me impulsó a un encuentro en “La hora de la estrella”

Me costó encontrar su voz. Hablaba como uno de sus personajes hallado como un tesoro en una feria de Río de Janeiro. Luego cada encuentro con Clarice fue mágico y ansiaba la llegada de ese momento nocturno donde estábamos solos en mi cuarto.

Ahora volví a buscarla con las crónicas que los sábados publicó durante seis años en el Jornal do Brasil.







Pienso en ellos

 


Un día faltaron a clases y no regresaron. Sus nombres integraron una lista que confeccionó a máquina un miserable.

Pienso en las horas previas a sus muertes, en las escenas de dolor y las de tormento.

La placa está a escasos metros de un lugar que se llamó Escuela Mecánica de la Armada y que se utilizó para el exterminio sistemático de personas, sin diferencias con aquellos campos de concentración nazis de la segunda guerra. Puede que sus últimas horas hayan transcurrido en ese lugar, a pocos metros de donde tomaron clases.

Esa placa no estará en las postales argentinas y también nos representan.

Pienso en ellos.