Ilustración: Darío Parissi
Tomás
Loiácono se despertó a las 6.35AM con el estridente sonido de la alarma de su
despertador. El arrebato de furia lo impulsó a darle un puñetazo que también
terminó con la vida útil del velador y el control remoto del televisor. La
explosión de ira la había desatado el escritor de la novela en la que Tomás
Loiácono es protagonista y que en el relato deba levantarse a esa hora pese a
que en el capítulo anterior estuvo en una fiesta y se agarró una tranca para
cuatro que le hace estallar la cabeza como si dentro estuviesen desfilando las
murgas de carnaval. Tomás mira al techo y muestra su dedo mayor pensando que el
escritor lo estará observando desde arriba pero luego de pensarlo unos segundos
apunta a varios lugares de la habitación.
Bebe un
café para despabilarse y poder a salir a cumplir las funciones del personaje en
una oficina de inmobiliaria de mala muerte y mientras se afeitaba se hace un
corte leve en la mejilla que no había sido pensado por el autor y lo obliga a
éste a desviar la narración para que veamos a Loiácono revisando el botiquín.
Este furioso acto de rebeldía por la vida que está obligado a llevar lo hace
pensar en devolverle al autor los madrugones y otras incomodidades con pequeños
gestos que le compliquen el trabajo creativo cada tanto.
Sale de su
casa y se va al bar asignado en la trama con una sonrisa socarrona poco común
en él que siempre se lo ve hosco, hostil, irritable y otros adjetivos que el
autor aún no nos ha develado. Entra al bar y cuando se acerca el mozo como
todos los días y sobre todo en los capítulos tres y seis, le entrega una nota
escrita con una letra tan diminuta que el autor no alcanza a leer que contiene
el pedido con el que ha cambiado el menú de siempre. Se escucha claramente la
tecla de retroceso volver sobre el renglón anterior y borrarlo. El autor,
mientras tanto, también se enfurece y duda si matar a Tomás Loiácono en un
fatal accidente, luego se calma y sigue con la idea de que mantenga el papel
protagónico de su novela.
Tomás Loiácono
disfrutó la primera medialuna y el café con leche leyendo el diario,
visiblemente molesto porque debía simular leer hojas que estaban en blanco ya
que el escritor no era tan perfeccionista y no se ocupó de congraciarse
con él detallando el triunfo de equipo de fútbol preferido. Esto volvió a
inquietar a Loiácono, que sabiendo que en dos párrafos estaría sentado frente a
una computadora, utilizó la segunda medialuna para introducirla en la taza con
café con leche y salpicar a los que ocupaban las mesas más cercanas. La escena
terminó con su expulsión del bar a los empujones.
Loiácono no
pudo torcer el destino que tenía reservado para él las siguientes líneas del
autor porque éste había conseguido escribir más rápido que las decisiones que
Loiácono podía tomar. Así es que lo vemos sentado frente a una computadora
imputando pago de expensas, alquileres, gastos de consorcio mientras piensa en
Susana, el amor de su vida y la película que podían ir a ver el miércoles a la
noche. Durante unos pocos minutos ingresó a Facebook para emocionarse con una
foto de Susana junto al peluche que él le había regalado hacía unos días.
Colocó un corazón en la publicación y entró en alerta. El humo del cigarrillo
que acostumbraba a fumar su creador se filtraba en el ambiente de la oficina.
Como un recluso que sabe que cuenta con diez minutos para perpetrar su fuga,
Tomás Loiácono se levanta de la silla como si hubiese sido impulsado por un
resorte y mientras el autor observa el cielo desde el balcón de su casa comenzó
a tomar entrevistas para propiedades con citas a las que no se presentaría
aprovechando esos intervalos para encontrarse con Susana a escondidas del autor
de la novela, pidió un adelanto de diez reservas en concepto de gastos
administrativos dejando como beneficiario su CBU bancario y tomó las llaves del
departamento amueblado más caro de Barrio norte para invitar a su novia cuando
salieran del cine y pasar la noche juntos. Sabía que este plan debía llevarse a
cabo en los horarios de descanso del escritor y antes de volver a su rol agendó
los mejores departamentos en venta donde viviría por unos días.
Cuando el
escritor volvió a su trabajo Tomás Loiácono estaba como lo había dejado antes
de salir a fumar al balcón, sentado frente a la computadora con una expresión
tan angelical y conmovedora que inspiró al escritor a tomar unos apuntes donde
desarrollaría escenas que dieran cuenta a los lectores del enorme corazón y
bondad de su personaje. Pensó que ésa mezcla de amor y odio que estaba
experimentando era una señal inequívoca de que la novela tomaba un cauce
definitivo.
Loiácono,
mientras tanto, dudaba sobre la existencia de su creador, que todas aquellos
pequeños infortunios no eran decisiones de ningún ser superior, que no estaban
escritos previamente en ningún destino reservado ni se encontraban bajo el
influjo de los astros. El Tomás Loiácono estudiante de un colegio salesiano
descripto en el tercer capítulo nada tiene que ver con éste que leemos ahora,
tramando una serie de mentiras y estafas para pasar una vida a cuerpo de rey,
rodeado de lujos y lejos del futuro que lo conduce a una vida similar a la de
cualquier buen vecino. Tomás Loiácono prefiere ser un criminal famoso y buscado
por Interpol antes que un padre ejemplar, el yerno que todos quieren tener o el
presidente de la Sociedad de socorros mutuos.
Tomás
Loiácono es uno cuando actúa el papel asignado en la obra literaria y otro
cuando el autor duerme. Los personajes que circunstancialmente lo rodean no
sospechan que están cerca de un hombre decidido a ser marginal, abyecto y
desalmado.
Susana, su
novia, sí percibe con sorpresa una mudanza en los hábitos y en la personalidad
de su amado. La desconciertan los arrebatos al besarla, una desenfrenada
lujuria en los momentos de intimidad, ciertos impulsos a llevarla a sitios que
por su premura parecieran prohibidos para ellos, como si estuviesen
escondiéndose de alguien o de algo, el abrupto cambio en su lenguaje amoroso
desde aquellos días en que la invitaba caballerosamente a hacer el amor a estos
de hoy donde la exhorta a garchar como loco sin sombrero.
El
escritor, por su parte, consulta a colegas porque siente que ha perdido el
timón y teme que la novela naufrague. Percibe una lucha interna, una tensión
desmedida con los personajes y el incontenible deseo de guardar la novela en un
cajón. Sus amigos escritores lo alientan a seguir escribiendo argumentando que
toda obra literaria de largo aliento pasa por sus turbulencias, sus
encrucijadas y laberintos, que tiene una vida propia y que los autores deben
reconocer los deseos y las voces de sus personajes. Mientras tanto padece
pesadillas donde el personaje se presenta en sus sueños amenazando con matarlo.
Su vida familiar se vuelve un infierno y no existe lugar donde esté en calma y
en paz consigo mismo. Escucha voces que le sugieren posibles caminos en su historia
que no es la que había pensado, se plantea las motivaciones que alientan su
vida al levantarse cada día.
Seis meses
más tarde la novela llegó a su fin. Tomás Loiácono cerró su historia en el
último capítulo dejando en la imaginación de los lectores como prosiguió su
vida a partir del punto final que todos conocimos.
La novela
fue presentada a un concurso literario internacional donde obtuvo el primer
premio. Varias editoriales se disputaron su publicación y la crítica fue tan
elogiosa como despiadada. Algunos especialistas alabaron sus saltos
cronológicos, sus cambios de tono y en la sintaxis incluso, en el tramo final
de la historia, la absoluta carencia de signos de puntuación que confunden al
lector entre un soliloquio, un poema épico y un edicto policial.
La esposa
del autor y sus hijas abandonaron la casa antes del final de la novela cansadas
de escucharlo discutir a los gritos con un personaje invisible que solía
sorprenderlo en cualquier momento del día en la cocina, en el baño o dentro de
un placard.