En tiempos en que los
guardias de las ciudades amuralladas impedían el ingreso de los mendigos para
evitar el posible contagio de alguna peste incubada en otras comarcas, llamó la
atención de los vigilantes apostados en la entrada uno en particular a quien
rodeaba una manada de perros mejor alimentados que él, sumisos y obedientes a
cada uno de sus imperceptibles gestos.
Eran siete los
pordioseros sentados a la espera de un alma caritativa que les entregara una
moneda o un mendrugo. Sus barbas, el polvo de los caminos, la vida a la
intemperie les conferían la apariencia de pertenecer a la misma familia pero el
que tenía a los perros sentados a su alrededor ostentaba los ademanes y la
delicadeza de los nobles.
El guardia al mando del
pelotón observó que con un gesto amable el menesteroso rechazaba la limosna que
le ofrecía un gentil. Entonces decidió acercarse e interrogar al forastero.
-¿Cuál es tu nombre pordiosero? -preguntó el guardia de
forarrogante.
- Francisco -respondió sonriendo el interrogado.
-¿Y de dónde eres?
- De Asís.