Vacaciones agrestes


Los viajes familiares inspiran una carga emotiva especial. Uno puede condimentarla mejor con una frase a dos horas de salir el barco que habrá de transportarlo y tiene el vicio de la puntualidad. La frase podría ser: “No encuentro los documentos de nuestros hijos ni la libreta de casamiento.” Uno agrega a la emoción inicial el pánico, la angustia, la desolación, la resignación, el odio a las leyes aduaneras, el odio a la burocratización, deseos de asesinar.

Supongamos que no conocemos bien el lugar donde pasaremos quince días de relax absoluto: “es muy tranquilo” dijo alguien que pasó una noche hace 17 años para las fiestas y después de ayudar a consumir un líquido parecido al vino que había en una damajuana. “Ideal para el descanso” dijo otro por la referencia de sus suegros que pasaron sus últimos años ahí huyendo de los geriátricos. "Son 500 dólares los quince días” dijo el dueño agregando “le hago un precio especial” que reparando en la guiñada de ojo ya sabemos lo que significa.

Hacia allí partimos transportando todo lo necesario para vivir en un flete incluyendo un teléfono celular, un televisor y un aparato para medir la presión arterial.

Salimos de la ruta y nos metimos en un paraje de sinuosas calles de tierra, atiborradas de pinos altísimos, lo suficientemente altos y atiborrados como para hacernos pensar que la única especie animal viviente serían los pájaros.

El flete, luego de unos barquinazos y saltos que provocarían envidia a Daktari, se detuvo en una calle sin salida. El dueño de la casa que íbamos a alquilar nos veía maniobrar en el desconcierto con una sonrisa en los labios que supongo anticipaba la cercanía de los dólares que aún estaban en nuestra billetera.
- Dicen que los indios fueron exterminados –comentó el dueño del flete con cierto halo de suspenso sobre las dudas que le presentaban los lobos y otras fieras carniceras de mayor porte, mientras se apuraba a bajar los bártulos con una agilidad hasta entonces desconocida.

Contó los billetes por el viaje subido a la camioneta con el motor en marcha y acelerando. Me preocupó verlo irse sin preguntar cuál era el camino para volver a la ruta y emitiendo un lacónico “15 días pasan rápido” antes de emprender una loca carrera.

Sabíamos que las viviendas eran pequeñas. Un living-comedor-cocina-dormitorio con dos camas, un baño y otro dormitorio con cama matrimonial. Lo que no sabíamos era que todo se estrechaba más por la ausencia de puertas, un elemento que debería ser el ABC de todo arquitecto. Para la facultad de arquitectura de Uruguay las puertas no eran importantes. Es más, tratan de suprimirlas porque entorpecen las construcciones.

Nuestra llegada transcurrió sin mayores novedades que la ausencia temporal de agua. El agua era de pozo, filtrada por las raíces de los pinos que le conferían un olor, que al salir a pasear luego de ducharnos, era inevitable que los pájaros nos siguieran.

Mi hija y mi suegra dormían en el living-comedor-cocina-dormitorio mientras mi mujer y yo en el dormitorio central extrañábamos nuestra puerta, nuestra intimidad, nuestra cama, nuestra ciudad, nuestro ruido del camión de basura con su compactadora, nuestros adolescentes entonados con cerveza y sus motocicletas con escape libre. Con tantas ausencias nos costó conciliar el sueño la primer noche.

Uno puede imaginar que en un lugar así despertará con el dulce sonido de los pájaros. Por eso nuestra sorpresa cuando una sierra eléctrica cerca de nuestra ventana nos hizo temblar los maxilares, los golpes de un martillo clavando las maderas del techo de la única casa vecina nos provocó pequeños sobresaltos parecidos a los del hipo, mientras una radio que superaba el volumen sonoro de los otros dos elementos de construcción (con todos ellos funcionando no notábamos, aún afinando el oído ningún trinar de pájaro conocido o no) Una canción en la radio nos precavía sobre el cuidado a tener con una araña de una tal Martita que, por la desesperación del cantor debía haber picado a un porcentaje muy alto de la población.

Como siempre fui optimista, mi primera impresión fue que estaban aserrando las puertas que faltaban. Con el correr de las horas me di cuenta que no, depositando todas mis esperanzas en amaestrar al único pájaro-carpintero que encontré merodeando nuestra cabaña. Mi mujer a mi lado, lloraba o rezaba en voz baja pronunciando entre oración y oración la palabra “estafa”. Yo la tomé de la mano acompañándola en sus pequeños sobresaltos y con esa imagen de los dos hipando al ritmo del martillo y rechinando los dientes al compás de la sierra tuve deseos de ser Terminator y con mi ametralladora de pie unirme a la orquesta desde la ventana. También pensé que en una construcción nadie notaría que sobra un ladrillo y que éste cayó accidentalmente sobre la radio inutilizándola definitivamente. A veces, nuestro espíritu de venganza se diluye ante nuevas sorpresa poco comunes para gente de ciudad.

Salíamos de unos médanos camino a nuestra cabaña cuando unos pasos adelante se escucha un grito y una niña que levantando los brazos en señal universal de auxilio exclamaba “¡Una víbora!” “¿Una qué?” pregunté subido al único árbol que encontré cerca. A escasos metros, un hombre de sombrero procuraba aplastarle la cabeza con la base de una caña de pescar. Envidio un valor así. Yo solo me hubiera enfrentado al reptil con una pistola automática y dos cargadores, sabiendo que en el bolsillo tengo una ampolla de suero antiofídico.

No había allí un centro asistencial, ni una farmacia, ni luces en las calles, ni un cine, ni un videoclub, ni veredas, ni semáforos, ni un bar y menos que menos un shopping, lo que nos hacía implorar a los dioses porque en cada día hubiese buen tiempo para no quedar encerrados en nuestro living-comedor-cocina-dormitorio mirándonos los desencajados rostros.

Algunas noches después de nuestra llegada, un poco después de las doce, asomó su cara a nuestra puerta abierta el único policía que había en el balneario para asegurarse la ausencia de malvivientes, demostrando que el oportunismo en la seguridad responde a normas internacionales y que tienen controlada la llegada de la competencia a su zona de trabajo. Comentando este pequeño incidente con nuestro locador, nos dijo que era vox populi que el hijo del policía sentía una irresistible atracción por las cosas ajenas, lo que le daba al padre, ante cualquier hurto, una pista segura, de ahí su bien ganada fama de buen policía.

De lunes a viernes, para encontrarse con alguien en la playa hay que caminar por lo menos dos kilómetros. Como no hay guardavidas, tampoco hay gente que se ahogue, ya que a excepción de mi suegra, nadie puede morir por inmersión con el agua llegándole a las rodillas.

Había una pizzería a un kilómetro y medio. Para llegar allí contábamos con bicicletas que por una falla en el inflador tonificaron más nuestros bíceps que los músculos de las pantorrillas. Montados en ellas atravesábamos las calles de tierra con pronunciadas subidas y bajadas en el único turno que atendía: la noche, sin otra iluminación que las colillas de nuestros cigarrillos que por más que nos esforzáramos nunca llegaron encendidos a destino. Para sentir el sabor del peligro si uno memoriza la ubicación de algún pozo que la colilla no permitió observar, no debe desanimarse, porque día a día aparecen nuevos.

La segunda noche de nuestra estadía, mi hija quiso probar el poder de su linterna. Salimos a caminar y ayudados por los ruidos del monte, los pájaros nocturnos y otros sonidos de difícil identificación logramos la cifra récord de 150 metros, luego batida con la compañía de mi esposa por la de 170.

Una invasión de mosquitos nos azotó durante dos días de la primer semana. Eran de un tamaño más pequeño que los convencionales pero su picadura dejaba en nuestra piel la misma huella que la mordedura de un jabalí. Como en un lugar tan despoblado las víctimas escaseaban, podían atacarnos en los médanos y abandonarnos recién cuando nos sumergíamos a la carrera en las heladas aguas. Ante los malos resultados de los repelentes conocidos pensamos en los trajes de apicultor que un tío ya no usaba.

Fueron quince días en los que no habíamos pensado en hacer turismo de aventura. Fueron quince días que se olvidaron rápidamente cuando en el barco que nos traía de vuelta a Buenos Aires, leíamos los titulares de los diarios argentinos. ¿Para qué volver? Estábamos tan bien allá...