El humor y yo Parte II


Me gusta escribir no solo humor pero disfruto especialmente con esa maravillosa visión de la gente riendo.

Para mí el humor tiene dos coordenadas: la ética y la estética.

No hago reír con material del cual pueda avergonzarme. El disparo del humor tiene como blanco al victimario, nunca a la víctima. No elijo al más débil para atacarlo sino al poderoso, al invencible, al ganador de siempre. No hago chistes sobre los empleados de Mc Donalds como algunos standaperos. Voy sobre la cadena que los tiene como empleados. No me río de los indios, ataco a sus asesinos.

No practico humor antisemita o racista. No me da lo mismo trabajar sobre cualquier tema. Tengo predilección por la historia y la política, pero también me gusta reírme de aquellas cosas que nos pasan todos los días, me encanta reírme de las instituciones, ponerlas en otro lugar.

Escribo con una posición tomada, desde un lugar, desde una perspectiva. Esa perspectiva me la dieron mis maestros, los libros y mis amigos, la gente con la que me siento honrado por su compañía.

Hace poco publiqué un chiste que trajo la pregunta si se puede hacer humor sobre cualquier cosa: No. El humor según Freud es tragedia más distancia.

En ese chiste comparo a un personaje siniestro como Mengele con la política económica. No me río de los judíos asesinados. Exagero (que es otra clave humorística) sobre un nivel de criminalidad. Sostengo dentro de mis pensamientos que no hay criminales mayores que los ministros de economía, que con una firma mandan a millones al infierno, ni mafia más grande que los laboratorios y las compañías de salud, ni ladrones con mayor nivel de sofisticación que los bancos. Los políticos son solo marionetas de un poder aún más grande y los critico desde sus miserias, bajezas, promiscuidad.

Creo que el artista debe decir algo frente a lo que sucede. Algunos con su guitarra, otros con su micrófono, con su cámara, con su pincel, con su block de notas.

No hay nada más serio que el humor.

El 9 de julio aquel y éste


Recorriendo esta casa pensé que aquí mismo pudimos estar nosotros con el Mejor equipo de los últimos 50 años, porque cuando un pueblo está decidido a ir en una dirección no hay vuelta a atrás y ésta casa no tiene patio de atrás, tiene éste que nosotros vemos.
Hoy vemos esa época como muy lejana, también vemos a esas mujeres del cuadro de la Independencia como próceres inalcanzables, algo que nosotros no podríamos hacer aunque contemos con un Messi como Toto Caputo que te agarra un banco y te hace una escalinata. Eran personas con incertidumbres como nosotros o piensan que no se angustiaban al tener que separarse de España y pelear la tenencia de los hijos y la pensión alimenticia?
Se jugaban mucho entonces, como nosotros nos la jugamos ahora. Porque llevar a cabo una transformación grande como la Independencia o el Paseo del Bajo, o el Metrobus o los paso a niveles de los trenes no es de un día para el otro. Una transformación tan grande, como la que hizo Pichetto, por ejemplo, que pasó de insultarnos 15 días antes hasta entender la transformación y ponerse de nuestro lado no es para cualquiera. Yo mismo me encuentro parecido a Juan José Paso, porque cuando me preguntan algo que no sé, digo inmediatamente Paso, recordando al prócer.
Cambiamos de raíz muchas cosas y por las tormentas y los vientos los árboles nos quedaron un poco torcidos pero ahí están.
Ellos tenían que definir una Constitución, tomar decisiones, pensar si línea de cuatro en el fondo o línea de tres para los partidos bravos que nos tocan en la Libertadores.
Pichetto, como Belgrano miró al futuro dejando el barro de la política. Marcos Peña, como Monteagudo, planificó estratégicamente la política. Nos parecemos a ellos. Ellos tuvieron que hacer una Constitución, nosotros hicimos una estación en Constitución que es para sacarse el sombrero, qué pena que no tengo fotos acá para mostrarle a los tucumanos. Me comió la memoria del celu los últimos goles que me filmé en los picados de la quinta.
Yo veo a esos hombres de 1816 muy parecidos a nosotros. Ellos cambiaron el futuro, igual que nosotros, ellos gritaron somos imparables, igual que nosotros, ellos tenían sueños, igual que nosotros que ayer nos acostamos tarde y tuvimos que madrugar para venir hasta acá.
Somos personas de carne y hueso, ayer no había superhéroes y hoy tampoco. El hombre araña es norteamericano y a veces dudo que se cuelgue así de los edificios. Pero tuvimos a San Martín que cruzó la cordillera siempre saludando a todo aquel que se le cruzaba como buen granadero que fue.

La independencia era para siempre. La libertad era para siempre y si entendemos esto, no durarán en querer que nosotros nos quedemos para siempre.
Viva La Patria. Adelante con las empanadas.

La conversación



Cuando me iba, a unos diez metros de la puerta de calle, escuché que ella, que todavía no había entrado a su casa, me hacía una pregunta. Quería saber si había dicho algo. Yo me había marchado en silencio pero dudé si contra mi voluntad, algún pensamiento tomó una forma audible. Le respondí que no, me despedí y continué caminando.

Al llegar a la parada de colectivos repasé la conversación que tuvimos en busca del secreto revelado. Tuve la sensación que el nudo de nuestra charla era la punta de un iceberg que comenzaba a derretirse.

Habíamos transitado juntos, en ese viaje al pasado, un pasillo oscuro. Las puertas laterales de un corredor estrecho vedaban el acceso a escenas de otros tiempos. Ella por un lado abría las suyas y yo por el mío las que estaban de mi lado. Ninguno de los dos alcanzó a contar todo lo que vió. Faltaban palabras y las pocas que alcanzábamos a decir se tropezaban con las emociones.

Cada retazo de la historia en común tuvo su lugar en distintas casas y las mudanzas que hicimos en aquellos años no trasladaron en sus cajas las memorias y las fechas. Borré de mis recuerdos un año completo, quizás el más triste, y mucho de lo que me contó sobre mí, mis acciones y mis palabras parecían el retrato de otra persona que, si la tuviese enfrente mío la aborrecería.

Entendí que aquella pregunta que ella me hizo al despedirnos era el eco de un llamado que yo no escuché en el tiempo en que se emitió y volvía como un eco triste y apagado desde algún lugar que ya no transitàbamos.

Volar



Viajar es también un ejercicio a la reflexión. La empresa aeronáutica te convoca por los altoparlantes a formar filas para que el embarque a la aeronave sea organizado, incluso el ticket tiene una indicación que dice Zona para que te ubiques en la fila de prioridades de acuerdo a la ubicación en el avión. Cuando terminás de recorrer el pasillo que conduce al avión te encontrás con un micro donde nos volveremos a amontonar y a desorganizar frente a la escalerilla como si cada uno pudiera subir al avión por donde quiera incluyendo la ventanilla del piloto.

Cuando subís estás por ingresar te retienen con la bienvenida en la puerta a la que suelo observarle los tornillos porque a la altura de 11000 metros y a la velocidad de 900 kms por hora es difìcil divisar una ferretería o encontrar una pinza por cualquier desperfecto.
Cuando el avión carretea trechos muy largos dudo si el precio del pasaje era bajo porque viajaríamos por tierra.

Me gusta ver la cabina del piloto si la puerta está abierta. Certificar la actitud del piloto, si està tranquilo o nervioso leyendo el manual de la nave. Las azafatas sonríen porque cobran por cada viaje y sobre todo porque ninguno de nosotros todavía pulsó el botón solicitando asistencia.

En un viaje a Formosa la pasé realmente mal. El avión se sacudía de tal manera que no me alcanzaban las manos para aferrarme de los apoyabrazos, las luces se encendían y apagaban mientras alguien en el fondo gritaba ¡Azafata! ¡Azafata! Duró muchos minutos pero la voz dejó de escucharse. Me hizo pensar si tuvo la oportunidad de bajarse porque no le gustaba viajar de esa manera.

El piloto a veces da indicaciones inquietantes como: “Puertas en armado”. Uno piensa que deberían haber hecho ese trabajo antes de que saliera de fábrica o te da cierta inquietud que no sigan para el armado los pasos correspondientes y se salteen algún tornillo o algo. Suelen decir a veces “Soy fulano de tal “ y te aclaran la altura en pies porque aunque sean muchos uno piensa que está más cerca de alguna carretera. Otra indicación perturbadora es “Tripulación a sus puestos”. Yo siempre me estiro para mirar por el pasillo si van a correr alguna carrera. Nunca dicen: “Soy fulano de tal y tengo tantas horas de vuelo, dormí muy bien y estoy en un buen día, viajo con mis cosas porque me acabo de separar, anoche estuve de joda en lo de mi primo Uberto y estoy a la miseria.

El exilio del japonés



Cuando me acomodé en el asiento y ajusté el cinturón de seguridad me acordé del japonés y de mi decisión de viajar solo. Aunque él lo tomó como una traición yo necesitaba poner un poco de distancia con su historia y prestarle más atención a la mía que comenzaba a dar indicios de un posible naufragio. Necesitaba alejarme de ese lugar donde me colocó para que fuese los ojos que entendieran su pasado y que justificara como nobles cada uno de sus actos y decisiones.

Cuando cerré la  puerta de calle no escuché ni uno solo de los reproches a los que me había acostumbrado en las últimas semanas. Entendía perfectamente su búsqueda como pintor, su agotamiento como retratista, aunque alimentara en mí cierta envidia saber que hubiese vivido muy bien la vida entera con lo que cobraba por cada trabajo, por ese particular estilo de hacer emerger el brillo y las sombras del alma del retratado. Supuse que alguno de esos conflictos existenciales entre el camino del arte y la supervivencia socavaron hasta convertir en ruinas seis años de matrimonio que según su descripción fueron excelentes. No lograba asimilar el impacto de la sorpresa de haber escuchado a su mujer decir que no quería seguir con él y confesarle en la misma conversación que tenía un amante.

Mantuve mi atención en su relato y mi punto de vista sobre los escabrosos episodios ocurridos durante su estancia en aquella solitaria casa de la montaña, sitio en el que encalló luego de miles de kilómetros conduciendo sin rumbo y sin dejar de pensar en otra cosa que en su mujer acostándose con otro hombre y el fin de su matrimonio, hasta que apareció un viejo amigo de la infancia para ofrecerle la casa donde había vivido su padre hasta ser internado en un geriátrico de Tokio con una avanzada demencia senil que había corroído su memoria. No me sorprendió que en ese estado de enajenación, el japonés,  haya tenido un encuentro sexual con una desconocida que encontró en la ruta y a la que, dentro de un juego que le propuso la mujer,  casi termina asfixiando con una cinta de seda al momento de llegar al orgasmo. Era otra persona distinta a la que conocí cuando descendió a ese extraño pozo tapiado durante siglos. Su relato sobre la estrechez de las paredes y la oscuridad me provocaron una sensación de asfixia que me obligó a suplicarle que no continuase.

Cuando regresé de mi viaje, luego de quince días sin una sola noticia sobre su estado, lo encontré en mi dormitorio esperándome en silencio. Asomaba sus extremidades inferiores bajo el doblez del cubrecama. Claramente se distinguía su presencia como la magnitud de su nombre y apellido tan particular en letras de molde: Haruki Murakami, La muerte del Comendador.