Me hiciste llorar por segunda vez, Diego. La primera
fue con aquella obra de arte del segundo gol a los ingleses.
Siempre a la izquierda, en el campo y en la vida.
Archiven la camiseta diez, cuélguenla que ya se la
puso Dios.
Siempre para adelante, siempre buscando el arco rival,
siempre de frente.
Te han quebrado, te golpearon de todas partes y
nunca te pudieron parar. Te plantaste frente al Papa, frente a la FIFA y a
cualquier mandamás de turno que ni en sueños disfrutó de tu talento.
Ahora van a germinar las anécdotas.
Ahora escribirán caras extrañas sus sentidas
necrológicas, cuando te pegaron más que a cualquier otro. Ese negro cabeza que
siempre dice lo que piensa y lo que siente. Ese rebelde que se hace un tatuaje
de Fidel y otro del Che. Ese villero.
Gambeteabas siempre. Siempre.
Si yo fuera Maradona, viviría como él dijo Manu Chao
en el film de Kusturica.
No quiero ver las noticias en la tele. No quiero ver
sobrevolar a los buitres.
Paraste una guerra para verte jugar. Ningún Papa
logró eso jamás.
Mil millones de personas saltaron con aquel gol en
México. El pibe de Villa Fiorito les pintaba la cara a los piratas.
Me quiero quedar en la intimidad de mi tristeza.
Si hay un consuelo para este dolor es tener la
certeza de que te vi, que no me lo contaron. No fue como cuando mi viejo me
hablaba del Charro Moreno o de Ermindo Onega. Yo te vi apilar rivales.
Gracias por todo. Por lo que hiciste adentro y fuera
de una cancha.
Buen viaje querido Diego.