Un poco de historia



La foto corresponde a un recital de canciones no humorísticas, proyecto que tenía pendiente desde cierta noche en el teatro El Bululú cuando un grupo de colegas, reunidos por el tradicional brindis de fin de año, escucharon desconcertados canciones que no hacían reír.

Pero mi historia con el Bar El Taller no comienza allí.

Lo descubrimos una noche con Willy Landin a poco tiempo de haber inaugurado. Nos fascinó de entrada y preguntamos si podíamos reservar una fecha para hacer un show. Con Willy presentamos “Alquimia”, un espectáculo con sketches y números de clown. Willy me había anotado en el primer curso de clown que brindó Cristina Moreira en la Escuela de mimo Escobar y Lerchundi. Recién egresados ambos, probamos suerte. Hicimos tres o cuatro funciones y nos encantamos con el lugar.

Luego fui con otro dúo. Esta vez con Fernando Brucco. Presentamos “¿Porqué nosotros?, un espectáculo de sketches, monólogos y canciones. Hubo en ése espectáculo dos perlas: un diálogo de Dios con Adán y media mañana en una oficina con empleados públicos.

Fernando se fue a trabajar en una obra de teatro y me quedé solo. Acepté el desafío de presentar un unipersonal que sería dirigido por quien entonces era mi esposa: Mariluz Mandracho.

Tenía 15 minutos de monólogos de los espectáculos anteriores y una canción, nada más. Un espectáculo en El Taller tenía que durar más o menos una hora. Escribía, desechaba, tiraba. Nada me convencía y el desafío seguía en pie con fecha de vencimiento. Tomé aire y fui a ver a Eugenio Ramírez, uno de los dueños de El Taller, quien en la misma agenda que utilizaba como arquitecto organizaba las fechas de los shows (bandas, humoristas, actores, actrices, grupos). Yo especulaba con las experiencias anteriores y que la toma de fechas siempre había más o menos un mes entre el pedido y el show. Eugenio Ramírez, un tipo con el que terminé siendo amigo, abrió la agenda, hizo una pausa y dijo: “Tengo libre dentro de dos sábados”. Yo tenía quince minutos y una canción. En meses no había podido completar los cuarenta y cinco restantes y ahora me fijaban un plazo de dos semanas.

-La tomo -dije disimulando el temblor de las piernas y el derramamiento del café. Eugenio cerró la agenda. Volví a casa y a partir de ahí todo lo que escribí me gustó.

El sábado 25 de octubre de 1986 estrené en el mítico bar El Taller Solo Molo. La tarde del estreno colgaba mi afiche en las ventanas de la entrada. Un afiche hecho con recortes de historietas, letras de diario y fotocopias. No decía humor en ninguna parte. Tenía 25 años, barba y todo el pelo. No se si en alguna parte sobrevivieron fotos de aquellos días. La función salió muy bien. En las fechas que siguieron fui haciendo ajustes, quitando rutinas y poniendo nuevas, pero esa fue la primera versión de Solo Molo.

Empezó un camino en ése lugar, hoy transformado y casi irreconocible. Conocí allí al Bollini Club, un grupo de humor maravilloso. Fui invitado a trabajar con ellos y esto significaba para mí lo mismo que para un músico de rock al que inviten a tocar los Rolling Stones, Pink Floyd o The Who. Vi trabajar a gente increíble: “Los Melli”, “Los Kelonios”, “Los ganzúa”, Pompeyo Audivert. Mantengo la amistad y la camaradería con Nacho Rossetti (Bollini Club, Los Kelonios), Mirta Israel (Chicatova en Los Kelonios). Allí conocí a Gustavo Lidijover cuando era encargado, hoy psicólogo con experiencia en barra de bar que seguramente es la mejor escuela para la escucha atenta, a Adrián Frasso, un pibe, hoy integrante de la banda Maldito Moskito.

Sucedieron en años de trabajo allí miles de anécdotas que deberían ser publicadas alguna vez.

El primer escalón al escenario en un unipersonal comenzó con un desafío con fecha de vencimiento. Todo comenzó con el palpitar del corazón cuando Eugenio Ramírez cerró su agenda para un show de una hora en dos semanas y yo tenía quince minutos.

Mi gratitud eterna a Eugenio Ramírez y al bar.

La obra maldita

 

En una sala de teatro estilo italiano, un hombre alto y delgado, con una cabellera tupida y canosa observaba desde un costado del escenario el ingreso de la gente y su elección en las butacas de la platea. El director esperó a que el numeroso elenco, convocado hacía unos días, se acomodara en los asientos, invitó a los técnicos, maquilladores y asistentes a que se unieran a ellos con un ademán sencillo de su mano y alzando el brazo le indicó a su asistente que encendiera la luz del escenario. Con otra señal ordenó que se distribuyera libros entre los convocados, recorrió con la vista toda la platea y con un tono pausado expuso al auditorio el porqué de su convocatoria.

Con voz firme, direccionada a la última fila, dijo que los había convocado porque tras un exhaustivo análisis con sus asistentes, habían hecho una selección de actores y actrices para una obra singular. Recorrió el auditorio con la vista y les dijo que tenían ante ellos una pieza de teatro magnífica del año mil ochocientos veintitrés sobre cuyo autor poco sabían porque no existía registro de otras obras de su autoría ni antes ni después. Bajó la vista al piso del escenario y caminando lentamente, resaltando cada vocablo dijo que existía una teoría del mundo teatral que afirmaba que luego de esta obra decidió abandonar la dramaturgia. La obra se titulaba “El sitio” y sus nueve proyectos de estreno fracasaron. Se la consideró una obra maldita y quedó archivada hasta hace unos meses cuando, por una casualidad, el director se enteró de su existencia. Volvió a levantar la vista y observándolos les dijo que para la compañía aquí reunida era un desafío montarla. Enfatizó que no creía en las maldiciones que sellaban la suerte de ciertas obras y que esto era una gran prueba que debían sortear todos para poder demostrarle al mundo entero cómo una estúpida superstición puede privarnos, como lo hacen algunas religiones, de una obra de intenso dramatismo, de profundo mensaje humano y de alto contenido espiritual.

Se acercó a una pequeña mesa colocada al costado del escenario, tomó un vaso de agua, bebió un sorbo, hizo una breve pausa y les anticipó que llevar a cabo ese proyecto requería, como podrían apreciar cuando la leyeran, del trabajo de muchos actores y actrices, iluminadores, asistentes y vestuaristas. Contó que la había leído tantas veces que estaba en condiciones de interpretar cualquiera de sus personajes en escena, agregando como curiosidad que en cada lectura había descubierto nuevas significaciones a su contenido.

Caminó hasta el centro del proscenio y le dijo a un auditorio silencioso y expectante que los productores con los que se había reunido estaban dispuestos a cubrir los costos de producción y ensayos que según sus  estimaciones les llevarían un año de trabajo duro. Volvió a observar la platea para comprobar que seguían con atención su relato para decirles que estos productores estaban tan convencidos como él de ponerla en marcha y que para el director era un proyecto tan ambicioso como apasionante.

Tomó un papel que le acercó un asistente y leyó que el primer estreno frustrado de El sitio data de mil ochocientos veintinueve y fue cancelado por la muerte del director en un accidente. En los ocho posteriores hubo distintos episodios registrados según mis investigaciones: desde el incendio de la sala donde se estrenaría hasta la muerte de integrantes de sus elencos. Hizo un silencio breve para remarcar que el ambiente teatral es muy receptivo a las supersticiones, a las cábalas y muchas veces practicaban ciertos ritos desconociendo su origen. Deteniéndose con la mirada en algunos integrantes del elenco dijo que Los que nunca habían trabajado con él debían saber que si bien él vivía el oficio como su única religión no se dejaba influenciar por cuestiones relacionadas a la fortuna, que no juzgaba a quienes creyeran en las maldiciones, en los fantasmas y en prácticas esotéricas. Hizo un silencio pronunciado y aclarándose la garganta dijo que todo aquel que luego de leerla y conocer los antecedentes de la obra decidiera no participar o tenga dudas o hasta cierto miedo, podía decírselo en los próximos ensayos, enfatizando que él no creía que El sitio atrajera las desgracias, fueran a  morir todos o algunos en misteriosas circunstancias o provoquen con la puesta en marcha de los ensayos algún tipo de daño sobre terceros o participantes indirectos del proyecto.

Hizo un ademán con su mano derecha como si señalase el libro que habían entregado a los actores diciendo que su argumento, como toda obra clásica, era simple. Transcurría en una aldea medioeval donde se produce una epidemia devastadora. La aldea es aislada y obligada a una cuarentena para evitar que la enfermedad se propague por todo el territorio. Los religiosos hacen una lectura de la situación en base a sus creencias, los estudiosos, los médicos y quienes no se dejan influir por relatos bíblicos otras distintas según la raíz de sus conocimientos. Cada familia vive de manera particular el contagio de sus integrantes. Los más ricos montan un cerco rodeando sus propiedades y se ven obligados a delinquir de manera organizada para hacerse de los alimentos necesarios. La epidemia se propaga de prisa y sin pausa provocando el terror entre los habitantes de la aldea pero sus daños pueden ser menores si los compararan con las irracionales decisiones que toma cada uno de los lugareños.

Esbozó la primera sonrisa del encuentro y les dijo que les entregaba el libro para que lo leyeran y volviesen a reunirse el próximo martes a la misma hora en la misma sala. Dijo que quería que vinieran a la reunión con una decisión tomada sobre su participación y evacúen en ella todas las dudas que puedan surgir sobre su lectura. Adelantó que en la próxima reunión iba a asignar los roles que asumiría cada uno de los presentes. Los invitó a pensar y a entender que sería un año en el cual sus esfuerzos estarían dedicados a la obra de manera exclusiva y que no tenía dudas de que montarla fijaría un antes y un después en sus vidas.

Estimó y compartió el pensamiento en que la parecía lógico que todos sus amigos y familiares les preguntasen en qué estaban trabajando. Les pidió que fuesen los más reservados posible del proyecto que encararían en breve, que no comentaran sobre su argumento, que no mencionasen el título de la obra. Les sugirió que describiesen datos generales que pudieran ser comunes a cualquier pieza teatral. Adelantó que programarían tres ensayos semanales intensos, de seis horas de duración. Les aseguró que contarían con todo lo necesario y que habría para todos un antes y un después desde su estreno y que no tenía dudas de que darían un paso importante en sus carreras profesionales.

Los miró a todos en silencio y luego los impulsó con entusiasmo diciendo que estaba dispuesto a desafiar la superstición con este elenco, que tendrían un año duro de trabajo y en breve vendrían las semanas de fiestas de fin de año. Según su percepción diciembre era un mes inusual para comenzar a ensayar pero creía que en el 2019, cuando la estrenasen, el mundo entero hablaría de este trabajo.

Variaciones en blanco y negro

 

A mi hija Ayelén, que encendió la chispa

Ya soy mayor y cada mudanza me deja postrado. Cuando me alzan o me bajan de algún vehículo, o cuando me llevan por las escaleras tengo el alma en vilo porque suceda algún tropiezo y en cada escalón se escucha como me crujen los huesos. Por lo general me dejan unos días en el comedor como a los viejos que sacan a la vereda para sentarlos en la entrada de la casa, llaman a un especialista que me ajuste un poco el esqueleto y enseguida me hacen trabajar a cualquier hora.

Pasaron tantos años que ya no recuerdo donde nací pero de joven viví con un polaco escapado del gueto de Varsovia. Su dolor era tan grande que cuando conversábamos el ambiente de la casa adquiría un tono sepia. Lo veía llorar mirando unos retratos ovalados con fotos en blanco y negro. Siempre hice el intento de brindarle consuelo con mi mejor timbre de voz pero no pasaba un rato de ir al encuentro de Chopin que sentía caer sobre mí las primeras lágrimas.

Una tarde llegó de la fábrica con una mano vendada y cuando vino a visitarlo su sobrino le habló de mí. El joven me miró como si fuera un mueble. Al polaco empezó a sepultarlo la tristeza que, como el polvo de la casa, lo fue tapando sin que se diera cuenta. Después de aquella tarde en que no alcancé a contar la cantidad de velas que había en el comedor, pero eran muchas más que las personas que vinieron a despedirse, me llevaron a vivir al galponcito del fondo de una casa en Villa Lynch donde me quedé disfónico de tanto silencio. Escuché que estorbaba, que me estaban buscando un lugar y por la puerta entornada del galpón pude ver los billetes que contaba con cuidado un señor que nunca había visto pero cuya voz me resultaba familiar.

Tuve mejores días en la nueva casa y no me quejo. Una niña rubia, inquieta, locuaz y muy amable conmigo se sentaba todas las tardes con la paciencia, la dedicación y el amor que yo necesitaba desde hacía muchos años. La niña creció en un abrir y cerrar de ojos y los padres consideraron que era hora de buscar para ella otro futuro. Había progresado mucho y escuchaba el entusiasmo de su familia cuando regresaban de un concierto. Carmencita, así recuerdo que la llamaban, se despidió de mí con una inmensa ternura y un par de lágrimas. Intentó persuadir a sus padres para que pudiera quedarme. El gesto de su padre fue elocuente, directo y claro como su personalidad.

Anduve por varios sitios y con distinta suerte hasta que llegué a interesarle a un flaco desgarbado, desaliñado y muy fumador que tenía tanto talento como violencia contenida en su interior y tuve largas trasnochadas en que pasé las de Caín en su viejo altillo. Vi un desfile de mujeres y en casi todas yo fui un socio natural para la conquista definitiva. No sé cómo sobreviví a tanto humo de cigarrillo y tanto alcohol en las madrugadas. Se quejaron los vecinos por el ruido y aunque los argumentos que expuso en mi defensa fueron buenos tuvo que cambiar de socio por un joven eléctrico con apellido japonés que como todo japonés hacía menos ruido que los grillos y cuando nos quedábamos solos no me dirigía la palabra. Supongo que por cuestiones de idioma.

Estuve en San Telmo un par de años en un bar que regenteaban dos muchachos amigos desde la escuela secundaria y pocas veces hice migas con gente culta, sensible, que me obligase a explotar mi mejor versión, a desarrollar mi potencial, a dar matices melancólicos con mis graves.

Ahora estoy en un ambiente acogedor, familiar diría yo, rodeado de discos, libros, plantas bien cuidadas, luego de dos años, siete meses y diecisiete días sumido en las sombras y una humedad reumática. Vivo con una pareja joven y ambos son músicos. Mañana vienen a verme según pude escuchar cuando conversaban en la cena. Un piso por escalera. Los dos grandotes que me cargaron me trataron con mucho cuidado. Eran profesionales. Imagino al que vendrá a verme. Me mirará con detenimiento, calculará mi edad, abrirá mi boca para observarme y notará que para subirme un semitono anularon el sonido de una de mis ochenta y cinco teclas. Mañana mismo estaré sonando nuevamente, poniéndome a punto, regresando a mi anhelado destino de piano vertical.

Mi bestia adorable

 

Un 13 de agosto de 1977 la trajo mi tía Clara como regalo de cumpleaños para mi madre. Mi tía sabía que yo escribía y con este regalo atizaba las brasas de un fuego que no se apagaría.

Hice el curso de dactilógrafo en Academias Pitman y me recibí con 48 palabras por minuto.

Con ella comencé el camino.

La saco de la funda cada tanto y la trato con el mismo amor que le tuve a primera vista. No quiero que sienta que la tecnología digital la pasó a cuarteles de invierno. Viajó conmigo en su valija muchas veces. Cruzó el río a Uruguay para que terminara de escribir Disparates de la historia argentina en un veraneo familiar en Las Toscas.

Esta tarde comencé  con ella el borrador de un nuevo cuento como tantas veces en mi adolescencia.

Hace unos días mi hija me dijo esta frase hermosa: “Fue la banda sonora de mi infancia”. Casi lloro. Un homenaje.


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