El rosario

 


Era un hombre mayor, de unos setenta años, con lentes de cristales gruesos y estaba sentado en el último asiento doble antes de la puerta de descenso del colectivo. Creí que hablaba solo pero viendo correr impulsadas por su dedo pulgar las cuentas del rosario que tenía enrollado en su mano izquierda supe que rezaba. Rezaba con una expresión que no correspondía a una súplica sino a una exigencia. Dios lo debía estar ignorando en esos días, pensé, mientras él reclamaba con energía por el cese de esa perfidia. Quizás esté demandando por la situación de un ser cercano a quien Dios desconsideraba en su sufrimiento. Levantó la vista como si escuchase una advertencia y fijó su mirada en mí, vigilante, poniéndose en guardia ante un ataque. Giré la cabeza y escuché un reclamo que pareció dirigido a mí por fisgonear. Increpaba a otro pasajero que lo rozó con una bolsa de compras reclamándole de manera airada que tuviese más cuidado. El hombre se sorprendió con el tono de la queja y le respondió en voz baja mientras se aprontaba para descender. El que rezaba volvió hacia él una mirada cargada de ira y se puso de pie. Mientras con la mano derecha se aferraba del pasamanos con la izquierda, la del rosario, lanzó un golpe preciso, demoledor que hizo impacto directo en el rostro del que llevaba las bolsas de las compras derribándolo. Cayó de espaldas inconsciente, con los ojos abiertos. Un hilo de sangre corría desde la mejilla marcando la huella del corte que hicieron las cuentas del rosario. El agresor descendió del colectivo en medio del alboroto de los pasajeros. Cuando pisó la vereda se persignó dos veces.

Grandes revelaciones de Facebook

 

Encontré este texto entre los recuerdos de Facebook de la página personal. No recordaba su publicación y lo leí. Como me gustó, lo comparto.

Grandes revelaciones de Facebook

Por Facebook me enteré de varias cosas

Mi padre no es mi padre:

Me lo dijo tía Emilia mientras tomábamos el té. "No etiquetes como tu padre a Manuel. Tu padre se llama Rafael y sale libre el mes que viene"

En pocos caracteres, dos verdades.

 

Mi jefe no me banca.

 

Lo supe por un amigo en común que me dijo que subió una foto de la fiesta de fin de año de la empresa y le puso el nombre a cada uno y a mi me etiquetó "la larva". Además, fue como un preaviso porque la comentó: "Somos 36 pero el mes que viene 35"

Mi mujer no tiene la edad que me dijo.

Entré al perfil para chusmear y nació en el 47.

 

Mis amigos de Facebook no me quieren tanto.

 

Subí una foto de un día de pesca con la barra y la comentaron varios.

"Salimos a pescar y el pescado más grande estaba con nosotros arriba del bote"

"Che, nadie se animó al empujón. Cuanta cobardía. Si saben que nada como el culo"

"La jermu me llamó a medianoche. ¿Qué pasó? Escucho que está tratando de entrar..."

"Pepe no aflojó bien la tabla del muelle donde lo sentamos..."(sigue...)

"Es más práctico la cacería. Son muchos los accidentes. Las armas las carga el diablo y nunca fue en cana"

Mi vecino armó un grupo en Facebook

"Todos contra el pelotudo del 3° J. Ayer volvió de pescar..." 

Las tapas de los temas del disco

Las tapas de los temas de mi disco Cartas y postales, merecen una consideración aparte.

Cada canción tiene una ilustración realizadas por Darío Parissi, artista argentino que vive en Uruguay.

Yo le mandé los temas y él diseñó las imágenes.













Gracias Darío




Disco

 



Cuando pienso en los ejes que rigen mi búsqueda artística digo: ética y estética. No hacer nada éticamente reprobable ni nada estéticamente detestable. Poner el máximo esfuerzo en alcanzar el nivel al que puedo aspirar y no avergonzarme al verlo terminado.

Mucha gente conoce mis trabajos humorísticos y de ficción. En los espectáculos sonaron las canciones que hacían reír y un círculo pequeño de amigos y familiares escuchó alguna vez alguna de las otras.

Este disco completa el círculo artístico. Soy naturalmente inquieto y no me conforma crear en una sola rama del arte. No cuento con la habilidad, pero si no fuera así pintaría o dibujaría.

Conté con mis hijos Ayelén y Nico que pusieron su arte en voces y batería respectivamente, en escucha atenta y minuciosa. Estuvo Santi Llurba, mi yerno, Federico Castaño, bajista de Rosario y que integra mi equipo de promociones en Pelikan.

Los músicos invitados potenciaron maravillosamente la sonoridad.

Estoy feliz y orgulloso de este trabajo.

Por caminos mágicos llegué a Claudio Lafalce y Kimono Records. Claudio comandó el proyecto con amor y sabiduría. Le entregué mis canciones y plasmó en sonido y arreglos la esencia de cada una de ellas.

Por algo las elegí y conforman éste álbum.




La banda sonora de mi vida

 

 

 

Sos el músico que más he ido a escuchar y ver. Desde mi adolescencia a hoy acompañaste con tus melodías y letras diferentes tiempos.

Hoy le decía a mi hija que cada artista toca notas especiales que pegan de lleno o no en las teclas medulares de nuestras almas. Tus armonías tienen eso.

Cientos de letras y frases quedaron impregnadas en nosotros.

Hoy lloré muchas veces viendo el tributo que te rendían tus colegas.

Hoy repasé muchas canciones tuyas sabiendo que nunca las olvidaría.

Hoy nos estremecimos todos como en el cumpleaños de un familiar.

Perfumaste nuestras casas con tu música siempre, Charly.

Feliz cumpleaños, Maestro. 

Yo hice lo que me pidieron

 


El siguiente texto lo rescató una lectora de la página de humor.
Lo volví a leer y tomó otra dimensión para mí. Es un repaso. Solo un repaso de un inocente.
Es una carta al presidente y su equipo del 2019.

Creí en que podíamos vivir mejor, que mirábamos al futuro y que comenzábamos a unirnos los argentinos como el repulgue de aquella publicidad donde todos ponían un poco para hacer una empanada. Yo creí que estábamos así porque se habían robado todo, porque Scioli se había convertido en una panelista de 6,7, 8 y escuché la advertencia de Majul sobre la campaña del miedo y aprendí a hablar como él, apretando los dientes cuando algún vecino me tildaba de gorila.

Yo la vi a Vidal con las botas de lluvia, metida en los charcos y hasta tuve miedo que esa leona perdiera el equilibrio emocional y se convirtiera en una Evita, en una Madre Teresa, en una Lita de Lázzari.

No me dio el coraje para tocar a un pobre pero los miré de cerquita, recién teñidos, con la barba crecida como Marquitos Peña y me ilusioné. Acá está el cambio de verdad para que el mundo nos vea y diga: ¡Cómo cambiaron los argentinos!

Yo toqué los timbres de las casas para contarle a la gente lo que dijo Rosendo que se venía la lluvia de inversiones y a cien kilómetros salían los brotes verdes.

Me enamoré de Lagarde. Me costó (la nariz ganchuda me causaba mala impresión) pero me enamoré locamente. Le escribí siete cartas, le propuse matrimonio con ese francés que tiene la vice Michetti y que me recuerda a Lelouch. No me respondió, pobre, estaba ocupada ayudándonos a salir del pozo o del túnel donde nos metieron los K como si fuésemos vietnamitas.

Hice un curso de piloto de dron como aconsejaba Esteban y otro de cervecería artesanal. Salí con el pañuelo celeste recitando su poema por la calle y hasta me insultaron los propios creyendo que era verde, pero no, yo estaba resfriado y en el apuro no me di cuenta.

Hice de todo, señor Presidente.

Yo sentí en carne propia la angustia de San Martín, de Belgrano, de Moreno cuando se separaban de España.

Me puse a seguir el Arsat por Google para ver donde caía con el PBI para que después no lo embargaran como a la fragata.

Yo me pelee con mi madre cuando quería aumento para su jubilación y no se daba cuenta que había que poner el hombro y tener dignidad.

Yo ví los programas de Lanata, la ruta del dinero K, me aprendí las frases de memoria para poder responder a cualquier insolente. Me hice seguidor de los Leuco, almorcé mirando a Mirta y se me llenaron los ojos de lágrimas cuando lo escuché hablar de la inflación. Grabé el programa para pasarlo cuando venía de visita una parte de la familia que está en la otra vereda hasta que lo frenamos a tiempo a un primo que iba hacia el televisor con un martillo en la mano.

Me las banqué todas, señor presidente. Firme con usted y su gabinete. Porque yo los veo como a un grupo de patriotas que vino a salvarnos, que tienen esa idea desde que jugaban en el patio del Cardenal Newman.

Hace tres días que me lavo los pies cada cuatro horas porque estoy firme para acompañarlo a donde sea, sr. presidente.

Escribiendo

 


Llegué desnudo y gritando,

empapado en sangre como el Mundo,

como quien abre una puerta y se detiene,

como quien atraviesa la incertidumbre.

No cabía en mí todo el asombro

y no sabía ni imaginaba

que iba a andar más tarde

maravillado y absorto

ante tanta belleza y tanta podredumbre,

entre tanta gloria y tragedia.

Me quise preservar,

ser un distinto,

que la voz de la maldad no me contamine,

ni el odio me carcoma,

ni la miseria me sea indiferente,

ni el dolor ajeno me haga mirar para otro lado.

Escuché las dos campanas

y no eran de la iglesia que tiene solo una,

pasé las de Caín y las de Abel,

leí, vi, lloré y me reí como un loco.

A sesenta años de aquel día

la vida me sorprende escribiendo.

El rescate

 


Con una mano empujó las migas desparramadas sobre el mantel y las dejó caer sobre la otra mano cerca del borde de la mesa. Acomodó a tientas con los pies las pantuflas y fue en busca de la pava que en la hornalla de la cocina lanzaba sus primeras bocanadas de vapor. El cosquilleo de la pierna derecha lo hizo pensar en que con los años las sillas fueron perdiendo su comodidad y ya era hora de cambiarlas. El vapor de la pava flotó cerca de su nariz y antes de preparar la yerba sintió que resbalaba. La caída era inevitable. Sabía que no iba a servir aferrarse a la mesada como sucedió en el viaje en barco cuando la tormenta convirtió en papel la estructura de acero, hizo crujir vigas y tornillos, transformando en un tobogán el pasillo de estribor. El cuerpo inclinado y las manos como garras apretando los barrotes de la baranda, soportando el peso de su humanidad y la embestida de las olas contra el buque. Como tantos otros, no alcanzó a colocarse el salvavidas. Cayó al agua entre olas inmensas y feroces ráfagas de viento.

La tormenta llevaba y traía gritos de desesperación. Apenas podía gritar para pedir auxilio y sabía que sería inútil. Muchos objetos flotaban a su alrededor, pero ninguno le servía para mantenerse a flote. Cuando descendían uno de los botes impactó contra la pared del barco y varios tripulantes fueron despedidos al mar como él minutos antes. Los pocos que lograron mantenerse en la embarcación hacían esfuerzos por separar el bote del barco y rescatar a sus compañeros. Pensó en no desesperarse porque ésa sería su derrota definitiva y solo atinó a nadar para ponerse a salvo. Braceó hacia su salvación con la cabeza fuera del agua, la vista fija en el objetivo y la decisión de mantener su última esperanza. Tragó agua y controló las convulsiones de la tos con el mismo esfuerzo que hacía al nadar. Lo habían visto y desde el bote le gritaban dándole ánimo para que no se dejase vencer. Tuvo miedo pero estaba dispuesto a no resignarse. Dos de los que habían caído con el impacto contra el buque estaban muertos y flotaban con los salvavidas puestos a la deriva. Sabía que tratar de hacerse de un flotador para colocárselo sería imposible. Mantuvo el braceo con la sensación desesperante de que la distancia con el bote no se reducía. Sus compañeros seguían gritándole mientras desde el barco escoriado intentaban descender otro pelotón de náufragos. El dolor en los hombros y la falta de fuerzas para mantener el ritmo lo impulsaban a desistir y abandonarse. El delgado hilo que separaba la vida de la muerte tenía la consistencia de un suspiro. Arremetió con la decisión de los desesperados. Varios brazos se extendían hacia él desde el bote mientras expulsaba un chorro de agua por la nariz. Tuvo la sensación que el buque y el mar caían con todo su peso sobre él. Los vio más cerca y volvió a bracear con las últimas fuerzas que le quedaban. En el bote dos hombres remaban intentando socorrerlo. Estaba a dos metros de las manos que querían sujetarlo. El viento tendió la cuerda que faltaba pero no pudo alcanzar la mano salvadora en el primer intento. Con la cabeza bajo el agua sintió que su mano derecha se estrechaba con otra que lo conducía a la superficie, y que lo sujetaban de la ropa para subirlo a la embarcación. Cayó contra el piso del bote exhausto y rendido. Tosió. Cerró los ojos.

Despertó en una sala de hospital rodeado de aparatos alrededor de su cama. Lo habían encontrado tirado en la cocina de su casa. Había vuelto a despertar después de horas de inconsciencia. A su lado su hijo tomaba su mano con fuerza. La fuerza de aquella mano que lo rescató en el naufragio.


Parpadeo

El sol de mediodía caía directamente sobre mi rostro y me obligaba a achinar los ojos y concentrarme en lo que estaba pensando, restándole importancia al ardor en las mejillas. Dejé caer los párpados como una forma de saludo y bienvenida a una brisa inesperada. El teléfono de mi escritorio sonó a las quince y treinta de ese enero caluroso en Buenos Aires. Del otro lado de la línea ella me decía que había salido a hacer unas compras porque a las once y treinta había roto bolsa y en cada negocio anunciaba tan segura como tranquila que el día de nacimiento sería ése. No alcancé a entender todo lo que decía incluyendo que lo tomara con calma. Colgué el teléfono y corrí por el pasillo de la oficina avisando a todo aquel que se me cruzase en el camino que había llegado el día. No sé cuánto demoré en llegar desde el centro a nuestro departamento en Palermo. Solo recuerdo que fue uno de mis viajes más largos. Ella me esperaba serena y me aconsejaba que para aliviar el calor sofocante me diera un baño antes de salir para visitar al obstetra. Insistió y cuando salí de la ducha más rápida que recuerde, ella, con delicadeza, envolvía con cinta blanca las manijas del moisés. A su lado tenía preparado el bolso.

El médico comprobó la dilatación y nos aconsejó que fuésemos a la clínica. Ella solo dijo que nacería alrededor de las diez de la noche. A las ocho, ya instalados en su habitación, las contracciones se hicieron más fuertes y con mayor frecuencia. Yo solo le tomaba la mano dándole ánimo y secaba el sudor de su frente. A las diez menos diez subimos a la sala de parto y a mí no me respondían las manos para colocarme la bata, los pantalones y el gorro mientras la veía a ella soportando las contracciones y avisando que estaba pariendo. El médico se ponía los guantes mientras yo me acercaba a la mesa y me colocaba como uno más del equipo parto. Durante los días que duró el entrenamiento para padres mi familia apostaba a que me desmayaría y serían tres las personas que los médicos tendrían que atender. Ella extendía sus piernas abiertas y en el medio de ellas asomaba al mundo un mechón de pelo negro que pujaba por salir. Antes que las manos del obstetra estuvieron las mías para recibirla y con toda la delicadeza posible, todo el amor inabarcable, toda la felicidad infinita, la acompañé en su llegada y la traje hacia mí cubierta de un líquido viscoso y sangre. La puse sobre el pecho de su madre y lloré sin entender cabalmente porqué el mundo era tan pequeño y ese momento tan grande. Nació a las diez y quince minutos de un caluroso cuatro de enero en Buenos Aires y entonces no sabía que mi vida se dividiría en dos.

Abrí los ojos. Estaba sentada a mi lado festejando en tiempos de pandemia, en las mesas de la vereda de un bar cercano a mi casa, el día del padre. Tiene treinta y un años, es una mujer que admiro y amo desde aquel cuatro de enero y para siempre.

La emboscada perfecta


Llegué tarde y el único lugar disponible para sentarme estaba al lado de Eduardo a quien todos, por distintos motivos, evitaban. Los míos eran claros. No me cayó bien desde el primer día. Sus ojos eran fríos, sus gestos revelaban una violencia contenida, cierta crueldad o perversión. Pese al pedido de no fumar que propuso Esther ahí estaba, estirándose para acercar la colilla al cenicero. Lo saludé de compromiso y pude comprobar que su saco gastado despedía un olor que mezclaba tabaco y humedad. Sabía muy poco sobre él pero me imaginaba la vida de un solitario en la buhardilla de una vieja casona.

Oscar tenía la palabra y describía el naufragio de un matrimonio y el dolor que lo desgarraba. Lo dejé que contara sin interrumpirlo con preguntas que podía ser obscenas formuladas por alguien que había estado ausente en el principio de la historia. Por los silencios y los momentos en que se le quebró la voz intuí que era en vano el esfuerzo que hacía por darle un tono impersonal. Tres veces pidió disculpas y se secó las lágrimas excusándose con una alergia que le nublaba la visión. Con palabras precisas y bien seleccionadas describió una conversación entre personas que tienen poco que decirse y que perdieron toda esperanza de recibir del otro algo que era incapaz de brindarle. Un gesto de fastidio de Eduardo me distrajo y no conseguí entender si el fin de la relación incluía la llegada de un hijo. Los comentarios del resto me hicieron acordar a las frases prefabricadas oportunamente para los velorios. Miré a los demás y noté que Miriam concentraba su mirada en la taza de café y se encerraba en sí misma. Pensé en acercarme a la salida y preguntarle si estaba bien. Hasta ese día no tuve oportunidad de hablar con ella a solas y comprobar si había algo más que el encanto de una sonrisa y un par de bellas piernas.

Fabio nos sedó a todos con su descripción de una relación entre hermanos llena de guiños psicoanalíticos, cargada de reflexiones personales que dejaban entrever que debió comenzar terapia en la adolescencia y aún hoy seguía explorando. Había en él algo que me recordaba a un primo hermano a quien dejé de ver hacía muchos años. Imágenes de mi adolescencia me alejaron por unos minutos del grupo y de las primeras palabras que Doris pronunciaba llena de nerviosismo y sin dejar de jugar con su collar de perlas.

Pensé que el nivel de repulsión que me provocaba Gladys podía competir con el que me producía Eduardo. La abundancia de detalles insignificantes, su digresión, su recurrente camino a las descripciones de flores y primores, el tono de catequista, santurrona, de asistente de sacristía me hacía sospechar que tras sus modales recatados se escondía una depredadora, una ninfómana insaciable, capaz de invitarte a atravesar todos los límites convencionales y a asumir su rol de profesora dispuesta a acompañarte a descubrir tus más bajos instintos. La imaginé recatada con su esposo y desinhibida con el cura párroco. A mi lado Eduardo se veía nervioso. Encendió otro cigarrillo, aclaró la voz y nos habló sin preámbulos.

Noté que las manos le temblaban un poco, como a aquellos alcohólicos que llevan horas de abstinencia y están al límite de sus fuerzas. El silencio nos envolvía y de alguna manera misteriosa nos hermanaba. A diferencia de lo que ocurrió con los demás cuando hablaron todos quedamos estáticos, hipnotizados por su figura y su voz firme. Tomó un sorbo de café casi frío y nos condujo como a presas a un oscuro laberinto. Allí, frente a nosotros, sin ningún tipo de remordimiento estaba sentado un asesino. Me pareció que disfrutaba de la emboscada a su víctima, de tomarla por sorpresa, de percibir su miedo para hundir una y otra vez su puñal y cobrarse una traición. Tuve miedo. Lo noté en trance, excitado y peligrosamente violento. Los detalles para borrar las huellas del crimen que había cometido certificaban su premeditación, su trabajo de inteligencia y su fría eficacia. Nadie supo que decir cuando concluyó y nos miró a los ojos. Oscar aplaudió. El resto nos sumamos a los aplausos después.

Me costó salir del trance y me despabiló el viento frío al atravesar la puerta del bar rumbo a la calle. Cuando encendí un cigarrillo Miriam se subía a un taxi y con él se esfumaba mi oportunidad de hablarle. Eduardo pasó a mis espaldas y dijo algo parecido a un saludo que correspondí. Ese tipo oscuro y despreciable había traído al taller el mejor cuento de la noche.

Imaginaria


Todos los días, con su abnegada paciencia como escudo, vela por todos. No renuncia ni suspende su labor. Asiste solícito al que se desabriga en sueños, al que padece pesadillas o respira con dificultad. Es el centinela del descanso de todos y si algo lo angustia es no poder evitar cada tanto un hurto, un acto canalla o un crimen. Hace esfuerzos para no dormirse y aunque le cueste no caer en la tentación de descansar un rato, aunque sea de pie, apoyando la espalda en la pared, no claudica.

El sacrificio es grande y sabe que además de insuficiente es ingrato. Fracciones de segundo en duermevela concluyen en el peor de los desastres. Muy de vez en cuando se lamenta. Parte de este caos fue creado por él como la función de centinela. No espera relevos ni recompensa. Sabe que su ronda será eterna. Susurra cada tanto contra el viento esperando que alguien se apiade y escriba sobre la imaginaria de Dios.


Libre de virus. www.avast.com

Mi amigo y yo

 


A pesar de su total desconocimiento sobre mi existencia y lo mucho que se yo de la suya somos amigos. En muchos momentos me acompañó con una extraordinaria fidelidad transportándome a otros mundos que no caminaré nuevamente porque ya lo hice con él siguiendo el rastro que dejó en sus líneas.

Me ha quitado el sueño con su brutalidad expresiva, con su simpleza, su estilo llano y directo, sin ornamento ni concesiones.

A pesar de la nieve caída se conservan las huellas de los trineos, las pisadas de los perros, búfalos y lobos, la codicia por la fiebre del oro, la sed de la venganza y el criterio de impiadosa justicia que imparte la naturaleza.

Las tribus listas para emigrar en el invierno levantaron sus tiendas sin reparar en su presencia, su ojo observador y su comprensiva mirada para inmortalizar sus movimientos.

Me lo recomendó mi maestro y yo acepté la sugerencia por la que estaré eternamente agradecido.

Si lo cruzan en el camino no duden ni teman. Se llama Jack London.

El reloj de pared

 


Cuando mudaron los muebles de la casa recién desocupada, el reloj de pared quedó entre los objetos inútiles. El galpón donde fueron depositados se cerró con candado y solo fue abierto nueve años más tarde por Jeremías, el menor de los herederos, luego de que hallara, entre los libros familiares, el diario de su bisabuelo.

El diario estuvo mezclado durante décadas junto a álbumes de fotos en color sepia que resumían cien años de la vida de la familia. Jeremías comenzó a hojearlo una tarde lluviosa de invierto y lo invitó a su lectura la caligrafía cuidada, perfectamente legible, el puntilloso esmero en el estilo de la letra y la intuición de que encontraría en él algún secreto familiar guardado con siete llaves.

Recorrió sus páginas como quien descubre la bitácora del capitán de un barco, siguiendo al detalle los casamientos, nacimientos y muertes de cada antecesor. Percibió los momentos de dolor, que fueron más numerosos y persistentes que los de alegría. En su lectura descubrió que su tatarabuelo no solo no había tenido una infancia feliz sino que los momentos gratos jamás compensaron a aquellos amargos que le deparó el destino.

A partir de la mitad de la escritura, comenzó a ganar un lugar especial en la atención del narrador un reloj de pared, el que muchos suponían que cruzó el Atlántico desde Italia transportado por los primeros familiares inmigrantes. No fue ese su derrotero. Lo compraron en Buenos Aires y perteneció a la primera familia que se estableció en la casa que habían desocupado.

El bisabuelo descubrió un episodio que se repetía a lo largo de la historia familiar y revelaba que la función de aquel reloj de pared no era solo la de marcar las horas.

El reloj está empotrado en una caja de madera, con una pequeña puerta ventana de vidrio en su frente que protege de la suciedad al cuadrante y a la maquinaria. El cuadrante tiene números romanos y sobre el ocho y el cuatro están los orificios donde se inserta la llave con la que se le da cuerda, haciéndola girar hacia la izquierda en el cuatro y hacia la derecha en el ocho. Una espiral de metal es golpeada por un martillo de bronce, cada media hora, el número de veces que marque la hora.

Lo que llamó la atención del narrador era el comportamiento particular del reloj ante determinados acontecimientos familiares. Empezó a tomar registro de ellos con la muerte de su hijo Nicolás, el cuarto de los seis que tuvo. El niño no había cumplido un año de edad cuando sufrió un golpe durante un baño. Su cuadro fue empeorando y murió dos días después. La noche anterior a su muerte, el reloj dio doce campanadas a las ocho y se detuvo a las tres y veinte de la madrugada, hora en que estimaron murió Nicolás. El suceso y los detalles formaron parte de una conversación familiar algunos días después, cuando en una situación de dolor y duelo cada uno repasa, aquello que recuerda o cree recordar.

Las cartas que llegaban desde Europa traían buenas y malas noticias. Nadie sabía, hasta la lectura del diario, que de aquí partían preguntas precisas que buscaban confirmar la eficacia del reloj. No pudieron responder desde Piamonte con datos concretos de una muerte ocurrida a miles de kilómetros de la ciudad, pero su tatarabuelo, con las señales que emitía el reloj, hubiese podido, desde Buenos Aires, confirmarles la hora exacta del deceso. Nada alteraba su secreta dedicación que solo registraba en su diario sin comentarlo en la familia, posiblemente para no alarmar ni despertar una angustia en cada detención de la maquinaria y sus anunciadoras campanadas.

Durante meses, Jeremías buscó en vano un relojero. La profesión se iba muriendo lentamente con la llegada de la era digital y electrónica. Las piezas de maquinaria del reloj habían dejado de fabricarse hacía décadas y en cada consulta recibió la misma respuesta sobre la imposibilidad de su reparación y que volviese a funcionar. La llave de la cuerda se había perdido y las improvisadas herramientas con las que pretendieron reemplazarla resultaron inútiles. La carga de la cuerda llegaba a su tope.

Jeremías se recibió de arquitecto dos años después y en su estudio, armado con muebles antiguos, decidió colgar el reloj de pared de su tatarabuelo. En un secretero inglés con cortina de madera, especialmente restaurado, tenía la historia familiar detallada en el diario de su abuelo, algunas cartas de mediados de siglo, un álbum de fotos, dos trofeos escolares y tres de su paso por la secundaria cuando la natación ocupaba en su agenda un lugar de privilegio, un block donde asentaba sus estados de ánimo y la lámpara de aluminio que iluminó su tablero de dibujo durante una docena de proyectos universitarios. Una foto de Alejandra, su novia y futura esposa, ocupaba una mesa redonda a pocos pasos de la entrada del estudio.

Un domingo a la madrugada estaba poniéndose al día con algunos trabajos del estudio que habían quedado pendientes cuando el reloj de pared, ante su desconcierto, comenzó a dar sus campanadas y segundos antes de la doceava sonó también el teléfono.

Temblando, descolgó el auricular. 


Viva la Patria

 


Hice el servicio militar con la clase 62 en el Batallón de arsenales Esteban de Luca. Dieciséis meses bajo bandera porque cuando debía irme de baja empezó la guerra de Malvinas.
En una de las etapas de la instrucción militar nos llevaron al polígono de tiro de Campo de mayo. En diferentes tandas los soldados del batallón nos colocábamos cuerpo a tierra en posición de tiro y disparábamos a unas siluetas de color negro que se encontraban a doscientos metros. Atrás nuestro, un suboficial con prismáticos observaba y daba indicaciones sobre los disparos.
El suboficial que estaba detrás mío me ordenó : "Grite viva la Patria, soldado". Y yo grité. Había hecho blanco. Había acertado mi disparo contra el enemigo representado en la silueta. Tuve que gritar dos veces más.
Con los años ese grito tomó otro sentido. Y pensé en todos aquellos que murieron gritando eso mismo por última vez.
Viva la Patria.

24 de marzo

 

Hace 45 años una minoría de hombres de gorra, de esos que se golpean el pecho al decir Patria y juran morir por ella, llevaron a cabo el más sangriento golpe de estado con el apoyo de una bandera con estrellas y rayas que también había colaborado con su personal militar, su inteligencia, sus especialistas en torturas en Chile, Uruguay y Brasil.

Otros golpes sangrientos precedieron a este del 24 de marzo de 1976 y cada uno se perpetró contra gobiernos elegidos por amplia mayoría.

Había, claro y como siempre, civiles que apoyaron y contribuyeron a colocar a esos sediciosos armados en el poder. Para esta gente la elección popular no tiene valor alguno cuando van en contra de sus intereses económicos.

José Alfredo Martínez de Hoz, siguiendo el linaje familiar de sus antepasados traficantes de esclavos, bisnieto del fundador de la Sociedad Rural, entidad de negro prontuario que compró las armas para la campaña al desierto de Roca y la matanza de pueblos originarios cuyas tierras pasaron a manos de las familias de abolengo. La Hoz en su apellido es todo un símbolo y una señal.

Amante de la sangre derramada, hizo secuestrar empresarios opositores para quedarse con sus empresas, implementó un sistema económico que como en otros momentos de nuestra historia enriquecería a unos pocos amigos para llevar a la pobreza a la inmensa mayoría.

José Alfredo Martínez de Hoz, el hombre de la foto, el siniestro, el de la Hoz, representa a los civiles, a los profesionales médicos, a los curas que también participaron y son todos ellos responsables, junto a los militares asesinos, de los treinta mil desparecidos.

Yo no olvido ni olvidaré jamás.

Algunos apuntes sobre el pentagrama

 


El color de las corcheas impresas en la partitura hacen juego con el café que Seiji Ozawa bebe como todos los días en el mismo bar luego de tres o cuatro horas intensas como director de la Filarmónica de Boston. El riguroso método de su maestro Saito en Japón le permitió leer y entender una composición musical como si el paisaje sonoro describiera con la misma precisión que tienen las palabras en un cuento de Hemingway. En esos años Ozawa y otro discípulo visitaban a Saito para que éste luego de la clase les entregara una partitura y su tarea fuese estudiarla para la siguiente. Cuando llegaba el día los recibía entregándole a cada uno una hoja pentagramada en blanco para que escribieran en ella la composición estudiada de memoria. Saito fue la guía que lo condujo sabiamente a interiorizarse por los grandes compositores clásicos europeos.

Con veinticuatro años ganó el concurso de directores de orquesta y Carlos Munch lo invitó a Tanglewood para que continuase allí sus estudios de formación. La decisión de marcharse de Japón a Europa hizo que se presentara la oportunidad para que el Maestro Karajan lo nombrase su asistente para la dirección de la Filarmónica de Berlín. La semilla que plantó en él Saito y su respeto a la figura del maestro lo condujeron a trabajar con grandes directores con lo que aprendió estilos, métodos y silencios.

En su estadía en Tanglewood compartió habitación con un joven músico uruguayo, José Serebrier, que al igual que el resto de los alumnos estaba allí para estudiar a Chaicovsky y a Debussy. Serebrier estudiaba por su cuenta la primera y la quinta sinfonía de Mahler. Ozawa le pidió las partituras y sintió una explosión en su interior. Nunca había visto algo así y tampoco creía que esa música existiese. Jamás lo había escuchado, no disponía de dinero para comprar discos ni de un aparato donde pasarlos. Le pidió a Serebrier las partituras y fue allí donde comenzó su pasión por el músico austríaco. Fue en ese momento donde se deslumbró por la capacidad de Mahler para hacer uso de la orquesta y llevarla a límites extremos. No escucharía esa música hasta convertirse en asistente de Bernstein para un concierto en Nueva York.

Con Bernstein recorrió el mundo e incursionó en la vida de un bon vivan, un auténtico sibarita que no se privaba de ninguno de sus máximos placeres. En Milán un restaurante preparaba un menú exclusivo para él y Ozawa nunca tuvo que leer la carta confiando plenamente en su jefe que hacía desfilar para ellos los más exquisitos platos. Bernstein, pese a las quejas de su esposa, hacía sus maratónicas giras acompañado de su secretaria, una mujer bellísima.

Leonard Bernstein contaba siempre con un mínimo de tres asistentes y reparó en el joven Ozawa en una gira europea donde dirigió la Filarmónica de Berlín. Al finalizar el concierto diez personas junto con Ozawa se subieron a taxis que los llevaron a un extraño bar llamado Rififí. En el bar había un piano y Bernstein aprovechó para hacerle una prueba final al músico japonés que con un inglés muy rudimentario apenas entendía lo que le decían. Aprobó y se mudó a Nueva York.

Ozawa gozaría de una atención especial por parte del director diferenciada claramente de los otros dos que integraban su equipo. En un concierto en Detroit Bernstein invitó a Ozawa a subir al escenario sin haberle dicho nada previamente. Pidió que dirigiera un encore: El pájaro de fuego de Stravinski, una pieza de seis minutos de duración. Bernstein tomó de la mano a Ozawa y le dijo al público “aquí tienen a un joven director que me gustaría que escucharan”. A partir de esa noche repetiría esa situación varias veces, impulsando a Ozawa a sortear el ataque de pánico, esforzarse y dejar lo mejor de sí para salir airoso y aplaudido.

Con un sueldo de cien dólares a la semana estuvo obligado a mudarse a departamentos baratos todo el tiempo. Los ingresos aumentaron a 150 cuando se casó y las viviendas eran tan modestas que por la ventana de uno de esos departamentos ubicado en un sótano veía los pies de la gente que caminaba por la calle cuando se despertaba. Unos meses después pudieron mudarse a un departamento más acogedor pero que no tenía aire acondicionado para soportar el calor de Nueva York. En las noches que no podían dormir por la alta temperatura Ozawa y su esposa iban a los cines de Broadway. Cuando terminaba el ticket de una película tenían que salir y los despertaban cada dos horas. En los intervalos mataban el tiempo en la sala de espera.

Ozawa no tenía manera de conseguir ingresos extras porque se pasaba todo el día estudiando las obras que le encargaban semana a semana. Si alguno de los otros dos asistentes tenía un problema y no podía ir él tenía que encargarse de cubrir su parte lo que lo obligaba a conocer a fondo el repertorio por si de improviso tenía que reemplazarlos. Los otros dos asistentes obtenían ingresos extras dirigiendo musicales o coros de Broadway. El Carneggie Hall pasó a ser su casa. En su departamento no tenía piano y para estudiar utilizaba el del teatro.

Vivió como todos los grandes artistas obligado a arriesgar y destacarse momentos de angustiante incertidumbre. La música era su lengua natural y no dejaba de maravillarse con compositores como Brahms, tan puntillosos en los detalles como para dejar sus indicaciones en la partitura para que en un dueto de fagots uno respirase mientre el otro mantenía la nota, la correcta utilización de los arcos en las líneas de cuerdas y la posición ideal de las trompas para que el sonido alcanzara la plenitud soñada al momento de componer.

Las capas de sonidos superpuestas de Mahler, la exigencia en la concentración de los músicos lo hacía pensar en los cuartetos de cuerdas que tienen que interpretar su línea sin perder la atención en sus tres compañeros que tocan melodías diferentes. Ozawa entendía que no podía fallar en la interpretación de cada partitura porque allí estaba el alma del autor y la observación del mundo y la sociedad que lo rodeaba. Observando cuadros de Klim en su estadía en Viena captó señales de locura en una ciudad donde la genialidad de sus artistas era tan común y corriente como la sífilis.

Tuvo que dirigir la ópera Wozzek de Alban Berg y en las semanas que se tomó para su lectura y estudio creyó comprenderla a la perfección. En su primer ensayo con la orquesta fue enorme y desgarrador su estupor cuando comprobó que el sonido era caótico y que se adentraba en un laberinto sin salida. Volvió a leerla y la sensación de estar perdido como un náufrago sin remedio no se disipaba. Lloró de impotencia. Respetaba con rigor académico lo escrito en el pentagrama pero cuando la música se movía en las armonías su oído era incapaz de entender el tempo y en varias partes andaba a la deriva. Tuvo que volver a leerla en profundidad. La suerte había jugado a su favor. Por el exigente calendario de conciertos nunca contaba con mucho tiempo para ensayar y en esa ocasión las semanas extras le alcanzaron para estrenarla sin problemas.

El trato especial que le dispensaba el maestro Leonard Bernstein podía incomodarlo porque era muy evidente frente a los otros dos asistentes. La Bacchanale es una obra de Toshiro Mayuzumi compuesta para la Filarmónica de Nueva York. Se hicieron los ensayos en el Carneggie Hall y a punto de comenzar uno de ellos Bernstein asignó a Ozawa la dirección en presencia de Mayuzumi. Ozawa pensó que eso se daría por única vez pero al día siguiente Bernstein le dijo “Seiji, hoy también te encargarás tú”. Finalmente lo dejó al frente del estreno de la obra en Nueva York. Cuando viajaron a Japón en el avión le comunicó que continuaría dirigiéndola.

En el David Geffen Hall hay una pequeña sala diseñada con el propósito de poder observar especialmente el trabajo del director sobre la orquesta. Es un pequeño habitáculo para dos personas un poco más elevado que el nivel de la orquesta donde Ozawa aprendía y memorizaba todos los gestos de su maestro. Una noche Bernstein le dijo que venían a ver el concierto Elizabeth Taylor y Richard Burton y que si el público notaba su presencia en la platea atraerían todas las miradas y provocarían alboroto. Le pidió a Ozawa que compartiera con ellos su sala de observación haciéndole un lugar a sus amigos. Ozawa, Elizabeth Taylor y Richard Burton comprimidos al extremo en ese espacio reducido vieron todo el concierto. Ozawa apenas entendía lo que ellos le decían porque su inglés era muy malo.

Ozawa fue asistente de Eugene Ormandy y el director, sabieno de la estrechez económica y de espacio para trabajar de su colaborador, le permitió utilizar su despacho para que estuviese a gusto, una oficina que organizaba una secretaria con espíritu de centinela prusiano. Seiji trabaja en una unas anotaciones sobre una partitura y en busca de un lápiz abrió un cajón del escritorio de Ormandy y quedó impactado con un conjunto de maravillosas batutas. Un impulso incontenible lo llevó a tomar tres. Unos días más tarde la secretaria de Ormandy lo enfrentó diciéndole “sé que ha sido usted el que sustrajo las batutas del maestro” y Ozama, avergonzado, tuvo que admitir su error y disculparse. Ormandy, de una manera sutil y elegante le pasó la dirección del lugar donde las había comprado.

Durante semanas al frente de la Sinfónica de Chicago el maestro Ozawa ensayó La consagración de la primavera de Stravinski. A pocos días de realizarse la grabación el autor decidió cambiar el orden de los compases, decisión que para Ozawa y sus músicos fue un shock del que costaba salir. Stravinski pidió que se grabara esa última versión bajo la sospecha de que ese cambio tuvo como objetivo de extender en el tiempo la vigencia de sus derechos de autor. Cuando la tocaron los músicos de la filarmónica y él se dieron cuenta que no funcionaba. Ozawa la había estudiado y tocado tantas veces que podía decir que la sabía de memoria. La versión revisada nunca fue editada por la compañía discográfica y la descripción del libreto explicativo la es tan ambigua que no ofrece certezas sobre si difiere del original.

El pentagrama es para Ozawa el mapa de un río de notas que convergen, se mezclan, arrastran, alimentan, le dan caudal y movimiento. Un río parecido a él mismo donde los maestros que pasaron en distintos momentos por su vida fueron sus afluentes, parte de ese caudal que lo recorre todos los días y componentes de una misma pasión por la música.