Los mozos no saben, que ése que entra al bar, apoyado en su bastón, caminando torpemente, como si cargara tres décadas de más, fue maestro de una camada de humoristas y los ha hecho reír con los guiones que alguna vez escribió para Alberto Olmedo, el capocómico argentino. Carlos Guarnerio escribía en sketches como Costa Pobre, aquel dictador de un país bananero.
Tampoco saben que durante diez años ocupó a las 23 el escenario de "El Bululú".
El afiche de la entrada tenía en su centro una foto
deformada. Los detalles del horario con frecuencia pasaban desapercibidos. El
público se animaba a bajar las escaleras que conducían al café concert de El Bululú, porque
sabía lo que encontraría más adelante. El humorista entró con paso vacilante al
escenario, no por falta de valor ni decisión, sino por una suerte de torpeza al
caminar que lo tentaba a zigzaguear. Más directo que su andar parecía su
objetivo cuando entró a escena. El smoking negro contrastaba con los pies
descalzos.
Su voz era grave y la dicción su punto flojo más
evidente. Pero quizás este detalle menor fue tomado en cuenta para distraernos.
Detrás de ese paso zigzagueante y ese fraseo de consonantes indefinidas se
escondían un arsenal de eficaces disparos cómicos. "Mientras venía para acá me encontré un jubilado que me dijo con
lo que gano no me alcanza ni para mantener a mi mujer. Y eso que ella murió
hace dos años"
El coro de risas se entrelazaba a los aplausos y
algunos golpes de puño con los que el público acompañaba y aprobaba los
remates. El ambiente era denso en humo de cigarrillos y la respiración y los
humores de casi un centenar de almas que en el pequeño e incómodo sótano se
congregaban para la liturgia de una terapia de carcajadas que hicieran menos
larga la semana de trabajo. La luz sobre el escenario marcaba la diferencia con
la sala.
Si hubiese sido un ring, el monologuista, como el boxeador, había ganado el centro del cuadrilátero. Si hubiese sido éste lugar una plaza de toros, el torero se floreaba con su público con fintas y pases magistrales. Un maestro con la capa, un estratega para esperar el momento junto de clavar la estocada de muerte. "Los heterosexuales le ven la cara a Dios. Los homosexuales le ven la nuca". El público aplaudía presa del entusiasmo, los colegas desde la admiración. Nos hacía calentar las palmas de las manos y estaba inspirado. Por momentos, diabólicamente inspirado.
Le gustaba comparar su trabajo con el de un músico.
Decía que tocaba el bandoneón y esto no era casual. Uno de sus grandes ídolos
fue Piazzolla. Y arremetía con la fuerza del tanguero, desafiante, provocador, el compadrito que
nunca fue en la geografía de su barrio.
En los buenos tiempos, si el público no entendía el
remate, volvía sobre sus pasos con estilo y bajaba munición más liviana hasta
llevarlo donde él pretendía.
Lo conocí una noche en el Pozo Voluptuoso, un café
concert que por cierto fanatismo del dueño homenajeó con el nombre a Jerry
Lewis en El Profesor Chiflado. Yo ya estaba instalado con mis rutinas cuando él
pidió una fecha para volver a hacer lo que hacía unos años había abandonado:
escenario.
En esa función que él abría con su show, estaban los
compañeros del diario donde trabajaba, algunos amigos, la mujer y sus hermanos,
los de sangre y Tuqui, que era el único adoptado como tal por él y libre de
interferencias familiares.
Pude ver parte de su rutina antes de hacer la mía y me
asombró la diversidad de temas y el estilo para abordarlas. Podía hacer una
secuencia de monólogo de relato o
acomodarse para disparar one-line, humor de una línea. Se notaba un poco la
falta de training pero lo disimulaba la eficacia de los textos, aunque no debió
haber sido fácil para él trabajar en una sala repleta de colegas.
Es un compendio de códigos personales, con una visión
personal sobre las mujeres que marcaron su vida, una de ellas dibujó con mano
de madre una elipse completa, emparentando su nombre con la ciudad donde nació
otro de sus ídolos: Rosario.
Analista riguroso del humor, debatía con colegas los
porqués de cada apreciación con fervor, defendiendo o defenestrando según
evaluara la eficacia de la pluma en cada trabajo puesto en consideración.
Vivimos otros momentos que sellaron un pacto secreto
de amistad por cuestiones que la vida no tiene derecho a juzgar o calibrar con
los cánones normales. Nos peleamos verbalmente una sola vez y tuvo la sabiduría
necesaria para entender que para mí, en muchas ocasiones, no existen las
encrucijadas cuando se trata de enemigos que atacan a quienes más quiero.
Por razones que el destino nunca aclara, ni tiene el
derecho de anticipar, trabajamos juntos por primera vez en un teatro de
Belgrano que ya no existe y mezclamos como en un proceso de alquimia nuestros
monólogos y nuestros estilos, tan diferentes como definidos, y eso, sin saberlo
ninguno de los dos, fue la antesala, el principio, el embarazo de un parto que
llegaría algunos años más tarde, cuando, convocados por un grupo de actores,
nos comprometimos a escribir una obra en relación a la conmemoración de los
quinientos años del descubrimiento de América.
El elenco se separó antes de empezar a ensayar y
nosotros seguimos con la escritura, porque quisimos cumplir con una regla
elemental de Costantini: "Todo aquello que no se termina trae dolor de
cabeza". Y salieron de esa unión varias escenas de tanto brillo y
potencial como la Novena Sinfonía de Beethoven. Pero hubo una, que escribimos
regándola con un buen vino tinto, que nos hizo dudar si tras el efecto del
alcohol, rescataríamos algún párrafo que nos provocase la misma risa que nos
inspiró mientras lo bebíamos.
La obra deambuló por distintas manos, originando
comentarios generosos y silencios fatales. La realización, según el estudio de
uno de los que le sirvió de puerto transitorio requería de un mínimo de nueve
actores, algo que para llevarse a cabo en este país, debe clasificarse en la
categoría de milagro.
Hubo una propuesta de dividirla en partes para su
venta y a nosotros nos sobrevoló el fantasma de uno de los personajes de una
escena que el monstruo había escrito: Tupac Amaru. Cualquier cosa, menos
descuartizarla. Y así quedó como una bonita página rioplatense que contaba las
desventuras en una tierra aborígen desde que el conquistador apoyó la planta de
sus pies hasta casi nuestros días. Algunos lectores elegidos por prestigio,
nuestro reconocimiento o nuestra consideración, nos hicieron una devolución con
elogios quizás inmerecidos.
Apareció su libro: "El dueño de la
Argentina", una novela centrada en la mirada de un extranjero que observa
nuestro país gobernado por un emperador riojano que hace y deshace a su antojo,
que revive en sus pasos y decisiones a Luis XV. El libro tiene pasajes
notables, cargados de fino humor político, ese estilo que lo familiariza con el
otro camino que pudo haber elegido: el periodismo.
El humor es una ecuación mágica, y él, que conserva
con la matemática una pasión que no sabe de divorcios, la resuelve con el mismo
espíritu con que se desarrolla un teorema.
Cada uno volvió a encaminarse en sus propios rumbos e
inevitablemente, como sucede en esta profesión, debimos concentrarnos en
nuestros propios proyectos, metas y decisiones, aunque las líneas paralelas
estuviesen atentas una de otra de lo que se hacía o se dejaba de hacer en esos
días.
La Musa Inspiradora lo vista más seguido si alguna
mujer entra en su órbita, no importa el tiempo ni el periplo, pero suelen
aparecer diálogos imaginarios, que incluyen figuras mundiales, hechos históricos
y es el momento donde se entrelazan los estilos de producción y puede dar a luz
textos que, como en un par de ocasiones, terminan completándose en mi guitarra.
Aquella vez la grabamos caseramente y viajó hasta la homenajeada en un grabador
de periodista como puede viajar un ramo de flores.
En mi separación dijo presente en el delicado momento
posterior a que armara mi bolso con lo que consideraba indispensable y cerrara
la puerta de casa con el mismo énfasis que le imprimimos a un punto final en un
texto o al black-out al final de un show. Y acompañó el dolor, ese espacio que
pocos transitan en los velorios, en los abrazos de contención.
Volvimos a juntarnos para escribir una obra de
homenaje a Les Luthiers, al menos el concurso fue la excusa y lo que vino después
del primer encuentro fueron cuarenta minutos de una obra que nos hizo reír
mientras las escribíamos, que nos hizo reencontrar con los juegos de la
infancia y las risas luego de una travesura.
Solemos entendernos sin muchas explicaciones que
medien los silencios y tenemos en claro que significa sociedad de autores sin
acuerdos, papeles, contratos. Solemos compartir dulces tragos y de los otros,
el paladar con los años se acostumbra a los cambios, pero en el Mundo de hoy,
las marcas de bebidas se modifican por cuestiones económicas que escapan a
nuestras decisiones, mientras tanto, nuestra relación se ha ido añejando al
estilo de un buen escocés.