Por alguna razón que no siempre se
revela claramente, llegan a nosotros objetos, documentos, fotos que nos
impactan y nos conmueven. Uno de esos encuentros fortuitos me ocurrió hace unos
años en un bar al que iba por primera vez donde di con un texto que parecía
haber sido olvidado por su autor. Las hojas estaban sueltas en una silla al
costado de la mesa que había elegido. Reparé en ellas cuando estaba por
sentarme y las vi acomodadas en una pila ordenada. Llamé al mozo y pregunté si
recordaba al cliente que había estado sentado en ese lugar. Se hicieron
preguntas entre el mozo, el dueño y algunos parroquianos y nadie recordó quien
estuvo sentado allí aquella mañana. Pedí un café y me puse a leer el contenido
en busca de pistas del dueño. La lectura me llevó a la conclusión de que era el
inicio trunco de una novela o el borrador de una idea a desarrollar, o quizás
el guión de una película. Mi amigo Julio, cuando le conté sobre mi hallazgo, se
sumó a la teoría de la novela y no al fragmento de una carta o confesión. Lo
leí aquella tarde y luego después de cenar en mi casa. Las hojas eran nuevas y
las letras estampadas en él correspondían a una
impresora láser.
Según el testimonio de Domingo, el
mozo más antiguo que se jubiló hace diez años, comenzó a frecuentar el bar en
los años setenta. Tan puntual como impecable en su forma de vestir sin importar
la estación del año o el clima del día.
Saludaba en voz baja y no conversaba
con nadie. Pedía el desayuno con una oración breve, concreta, que despejaba
todo tipo de duda. Esperaba a que lo sirvieran observando el movimiento de la
calle.Cuando el pedido estaba en su mesa y el mozo se retiraba abría un
portafolios de cuero marrón claro y extraía el diario que nunca desplegaba y
que leía doblado sumido en una profunda concentración. Durante la hora de
lectura sus únicos movimientos eran los de sus manos para modificar el doblez y
cambiar de página. Solo una vez pareció desconcertado. Fue una mañana que entró
al bar como todos los días y su lugar predilecto estaba ocupado. Dudó unos
segundos y se dirigiò a otra mesa. Mientras esperó su desayuno no dejó de
observar a los usurpadores, mientras los clientes de siempre no dejaban de
observarlo a él esperando una reacción.
Tenía la piel muy blanca y los ojos
claros. Sus manos eran de dedos largos y en el anular derecho tenía un ancho
anillo de plata. La distancia y frialdad en la mirada imponía respeto.
Cuando concluía la lectura doblaba el
diario, lo guardaba en el portafolios y pedía
la cuenta. Pagaba sin dejar propina. Se colocaba el abrigo y se retiraba
con paso decidido, porte altivo, señorial, solemne.
Sus movimientos fueron cuidadosamente
observados durante meses sin que esa pertinaz vigilancia descubriese a qué
atribuir el halo de misterio que lo envolvía. Se tejieron muchas fantasías pero
un tiempo después su presencia formó parte natural de la escena de cada mañana.
Nunca se encontró con nadie ni a
nadie saludó por cortesía, por la
sencilla razón de reconocerle en su condición de parroquiano. Su
puntualidad se convirtió en un dato cronológico más preciso que el reloj de
pared que colgaba a un costado de la barra.
No conocieron su nombre pero de las primeras observaciones dedujeron que no
vivía lejos.
Así pasaron muchos años donde nunca
faltó a su cita con la lectura. Una mañana de agosto llegó al bar a la hora de
siempre pero en el semblante tenìa una
palidez mayor a la habitual. Se fue venciendo de costado mientras leía y cayó
al piso con el cuerpo rígido sin el mínimo ademán de amortiguar el golpe con
las manos. Estaba muerto.
Lo colocaron arriba mientras llamaban
a una ambulancia. Alguien quiso encontrar entre sus pertenencias algún dato de
familiar o conocido a quien darle aviso pero en su billetera solo encontraron
dinero. Al abrir el portafolios de cuero vieron la edición del mismo día pero
del año 1945 del diaro Der Angriff, un periódico del Tercer Reich.