Cada tanto regresaba la pesadilla
recurrente. Se despertaba empapado en sudor, con dolor en las mandíbulas por
haber apretado los dientes y el desconcierto de no saber dónde estaba. Lo único
que lo sosegaba a esa hora de la madrugada, siempre cerca de las tres, era un
whisky y un cigarrillo que fumaba en el balcón con la vista en la nada. Siempre
era el mismo sueño pero el miedo era distinto cada vez. Siempre se asustaba con
la misma escena soñada tantas veces. Veía su mano girando el picaporte de la
puerta de la habitación y adentro la oscuridad total hasta que a tientas daba
con el interruptor. Dejaba los elementos de limpieza en el suelo, encendía la
luz del baño, caminaba hasta el interior y se encontraba con la repisa.
El sorteo primero y su contextura física
después determinaron que su destino fuese la unidad aerotransportada de Córdoba
para cumplir con el servicio militar obligatorio como paracaidista. Durante el
primer mes de su llegada al regimiento recordó todos los días la despedida de
sus padres y su novia en Buenos Aires. Luego el orden cerrado y entrenamiento
en el vivac cerraron con candado toda posible fuga a otra zona que no fuese su
vida militar. Solo en las noches, luego de la cena, sentado en ronda con sus
amigos volvía por unos minutos a su vida en familia.
Había escuchado decir que las bromas
entre soldados viejos a los nuevos eran más crueles que en otras fuerzas.
Estaba alerta. No quería que lo tomaran desprevenido como a aquel compañero que
padeció las órdenes de movimientos vivos por un soldado viejo que utilizaba las
insignias de un suboficial. Tenía especial cuidado cuando le transmitían una
consigna a través de algún soldado de la clase anterior. En los cuarenta días
que duró el entrenamiento tuvo que cumplir dos veces con la función de
imaginaria y velar por el sueño de sus camaradas de armas. Alguna vez pensó si
Dios hacía lo mismo.
Observaba a sus superiores con
atención. A los pocos días de ingresado a la unidad supo que el sargento Soria
era un hombre para tener cuidado. Percibió que a diferencia del resto de
suboficiales disfrutaba sometiendo a la humillación a sus subordinados. Soria
tenía la tez trigueña y ojos de color verde claro que reflejaban una frialdad
que inspiraba temor. Siempre hacía alarde de su habilidad para detectar y
quebrar a los más rebeldes y en el cinto, cerca de la pistola, enfundaba un
cuchillo de paracaidista.
Una tarde, en una llamada a reunión
con su silbato, Soria los hizo sentar a su alrededor para explicarles para qué
servía ese cuchillo. Les habló de la eficacia de su filo, capaz de cortar
fácilmente las cuerdas que unen al cuerpo del soldado el paracaídas. Observando
el cuchillo les decía: empuñadura con guardamano de bronce, doble hacha en la
base de la hoja para atraer las cuerdas del paracaídas. Leyó en voz alta y
marcial una frase militar acuñada en la funda de cuero: Con el cuerpo confiado
en la tela, puesta el alma en las manos de Dios. Hoja con dos filos dentados.
Describió sus prestaciones tanto para el paracaidismo como para el combate cuerpo
a cuerpo. El guardamano, además de protegernos del posible corte de las cuerdas
enredadas tiene la forma de una manopla. Su punta y su filo, aprovechados con
destreza, hacen estragos en el cuerpo del enemigo. Cada tanto observaba el arma
y encontraba otra característica digna de destacar. Tomó aire como para seguir,
se sonrió y dejó la frase sin terminar. Supuso que Soria pensó en un ejemplo.
Se propuso acatar las órdenes
recibidas a la perfección, no ofrecerles a sus superiores motivos para ninguna
sanción disciplinaria, mantener una conducta ejemplar que le garantice una
plaza en la primera baja, formar parte del primer pelotón que abandonara el
cuartel. Si ordenaban cuerpo a tierra, clavaba el pecho en el suelo; si
gritaban carrera mar, era la máxima velocidad que le permitían sus piernas;
vencer al sueño en las horas de guardia; ser diligente con cualquier recado;
cuidar los detalles de la postura militar exigida; un aseo perfecto, una
afeitada diaria aunque la cara sangre; un recluta enérgico y vivaz. Su
autoexigencia lo eximía de castigos, su concentración en cada movimiento lo
convertían en el soldado perfecto hasta que en una revista relámpago descubrió
que le faltaban dos elementos del equipo provisto por el ejército. Alguien lo
había robado y sería sancionado.
A los nueve soldados que no tenían
todos los elementos les asignaron tareas de fajina durante una semana: cortar
el césped de la unidad, pintar los canteros, lavar los autos de los oficiales,
limpiar la cuadra y las habitaciones del casino de suboficiales. Junto a tres
soldados se dividieron el número de habitaciones. En la tercera y última de su
sector notó al abrir la puerta que algo más que el intenso olor a tabaco le
oficiaba de barrera invisible. Algo en aquel ambiente lo repelía como a un
agente extraño. Notó que había aumentado su temperatura corporal y que los
elementos de limpieza le resultaban más pesados. Pensó que la humedad y el
encierro de una habitación sin ventanas habían caldeado el ambiente. Llevó el
balde y el lampazo hasta el baño para una tarea que no le demandó más de un
cuarto de hora y luego pasó al dormitorio. Encendió la luz de una lámpara del
techo y vio que en una pared frente a él había una repisa con cinco voluminosos
frascos de vidrio. Se acerco a la repisa y observó que había una lámpara. La
encendió y quedó estático. En uno de los frascos había una oreja humana, en el
otro una mano, en el tercero el pedazo de un pie, en el cuarto un hueso y en el
último la cabellera de una mujer. El sargento Soria guardaba trofeos de guerra
de su faena con el cuchillo de paracaidista.
Los fueron a buscar sus compañeros,
curiosos por su tardanza.
A Soria lo persiguió la justicia
durante años. A él una pesadilla.