El abrazo

 


Hay fotos que son un símbolo que retratan con precisión un momento y con mayor nitidez que la que puede brindar un artículo periodístico.

Aquí lo vemos abrazar con el mismo entusiasmo que a la bandera neocolonial a Isaac Rojas, uno de los responsables del golpe de estado del 55 y posterior masacre de la revolución fusiladora.

Como en Carnaval, con una máscara peronista, lo vimos conducir una Ferrari testa rosa regalada por algún favor, jugar con las selecciones nacionales de fútbol y de básquet, organizar en el dormitorio de la quinta presidencial desfiles de vedettes, actrices, conductoras y ministras, recibir a los Rolling Stones entre otras simpáticas puestas en escena.

Mientras nos distraíamos con la nieve, las mascaritas y la serpentina, liquidaba las empresas estatales, privatizaba el correo, las rutas, los ríos, el espacio aéreo, las telecomunicaciones, las jubilaciones con las estafas de las AFJP, cerraba ferrocarriles, tomaba deuda como si fuera un aperitivo, vendía armamento, indultaba a genocidas, modificaba a su antojo a la Corte suprema. La lista sigue pero en diez años dinamitó al país como hizo con el arsenal de Río Tercero para que no se descubrieran sus negocios con las armas. Sus relaciones carnales con Estados Unidos y medio Oriente desembocaron en los dos atentados más graves que sufrió el país.

Claro que a su alrededor contaba con una banda que no era de músicos precisamente pero que sabían interpretar a la perfección la partitura  que proponía este gerente del poder para enriquecerse y enriquecerlos.

La historia, según quién la escriba dirá otras cosas.

Cuando hoy leemos en los titulares de ciertos diarios: un hombre que transformó la Argentina no está claro el sentido de esa transformación.

Puede que alguien con los genes de Mitre engañe a generaciones posteriores cuando se lean en las escuelas y colegios los diez años en que ofició como presidente votado por una inmensa mayoría como antes nos engañaron con Bernardino Rivadavia y otros de la misma calaña.

Hay quienes esperan la sentencia de la justicia divina. Hubiese sido mejor para el país y para el futuro que la condena se cumpliese terrenalmente.

Mientras no hagamos caer las máscaras el carnaval seguirá su curso.

El filo del cuchillo


Cada tanto regresaba la pesadilla recurrente. Se despertaba empapado en sudor, con dolor en las mandíbulas por haber apretado los dientes y el desconcierto de no saber dónde estaba. Lo único que lo sosegaba a esa hora de la madrugada, siempre cerca de las tres, era un whisky y un cigarrillo que fumaba en el balcón con la vista en la nada. Siempre era el mismo sueño pero el miedo era distinto cada vez. Siempre se asustaba con la misma escena soñada tantas veces. Veía su mano girando el picaporte de la puerta de la habitación y adentro la oscuridad total hasta que a tientas daba con el interruptor. Dejaba los elementos de limpieza en el suelo, encendía la luz del baño, caminaba hasta el interior y se encontraba con la repisa.

El sorteo primero y su contextura física después determinaron que su destino fuese la unidad aerotransportada de Córdoba para cumplir con el servicio militar obligatorio como paracaidista. Durante el primer mes de su llegada al regimiento recordó todos los días la despedida de sus padres y su novia en Buenos Aires. Luego el orden cerrado y entrenamiento en el vivac cerraron con candado toda posible fuga a otra zona que no fuese su vida militar. Solo en las noches, luego de la cena, sentado en ronda con sus amigos volvía por unos minutos a su vida en familia.

Había escuchado decir que las bromas entre soldados viejos a los nuevos eran más crueles que en otras fuerzas. Estaba alerta. No quería que lo tomaran desprevenido como a aquel compañero que padeció las órdenes de movimientos vivos por un soldado viejo que utilizaba las insignias de un suboficial. Tenía especial cuidado cuando le transmitían una consigna a través de algún soldado de la clase anterior. En los cuarenta días que duró el entrenamiento tuvo que cumplir dos veces con la función de imaginaria y velar por el sueño de sus camaradas de armas. Alguna vez pensó si Dios hacía lo mismo.

Observaba a sus superiores con atención. A los pocos días de ingresado a la unidad supo que el sargento Soria era un hombre para tener cuidado. Percibió que a diferencia del resto de suboficiales disfrutaba sometiendo a la humillación a sus subordinados. Soria tenía la tez trigueña y ojos de color verde claro que reflejaban una frialdad que inspiraba temor. Siempre hacía alarde de su habilidad para detectar y quebrar a los más rebeldes y en el cinto, cerca de la pistola, enfundaba un cuchillo de paracaidista.

Una tarde, en una llamada a reunión con su silbato, Soria los hizo sentar a su alrededor para explicarles para qué servía ese cuchillo. Les habló de la eficacia de su filo, capaz de cortar fácilmente las cuerdas que unen al cuerpo del soldado el paracaídas. Observando el cuchillo les decía: empuñadura con guardamano de bronce, doble hacha en la base de la hoja para atraer las cuerdas del paracaídas. Leyó en voz alta y marcial una frase militar acuñada en la funda de cuero: Con el cuerpo confiado en la tela, puesta el alma en las manos de Dios. Hoja con dos filos dentados. Describió sus prestaciones tanto para el paracaidismo como para el combate cuerpo a cuerpo. El guardamano, además de protegernos del posible corte de las cuerdas enredadas tiene la forma de una manopla. Su punta y su filo, aprovechados con destreza, hacen estragos en el cuerpo del enemigo. Cada tanto observaba el arma y encontraba otra característica digna de destacar. Tomó aire como para seguir, se sonrió y dejó la frase sin terminar. Supuso que Soria pensó en un ejemplo.

Se propuso acatar las órdenes recibidas a la perfección, no ofrecerles a sus superiores motivos para ninguna sanción disciplinaria, mantener una conducta ejemplar que le garantice una plaza en la primera baja, formar parte del primer pelotón que abandonara el cuartel. Si ordenaban cuerpo a tierra, clavaba el pecho en el suelo; si gritaban carrera mar, era la máxima velocidad que le permitían sus piernas; vencer al sueño en las horas de guardia; ser diligente con cualquier recado; cuidar los detalles de la postura militar exigida; un aseo perfecto, una afeitada diaria aunque la cara sangre; un recluta enérgico y vivaz. Su autoexigencia lo eximía de castigos, su concentración en cada movimiento lo convertían en el soldado perfecto hasta que en una revista relámpago descubrió que le faltaban dos elementos del equipo provisto por el ejército. Alguien lo había robado y sería sancionado.

A los nueve soldados que no tenían todos los elementos les asignaron tareas de fajina durante una semana: cortar el césped de la unidad, pintar los canteros, lavar los autos de los oficiales, limpiar la cuadra y las habitaciones del casino de suboficiales. Junto a tres soldados se dividieron el número de habitaciones. En la tercera y última de su sector notó al abrir la puerta que algo más que el intenso olor a tabaco le oficiaba de barrera invisible. Algo en aquel ambiente lo repelía como a un agente extraño. Notó que había aumentado su temperatura corporal y que los elementos de limpieza le resultaban más pesados. Pensó que la humedad y el encierro de una habitación sin ventanas habían caldeado el ambiente. Llevó el balde y el lampazo hasta el baño para una tarea que no le demandó más de un cuarto de hora y luego pasó al dormitorio. Encendió la luz de una lámpara del techo y vio que en una pared frente a él había una repisa con cinco voluminosos frascos de vidrio. Se acerco a la repisa y observó que había una lámpara. La encendió y quedó estático. En uno de los frascos había una oreja humana, en el otro una mano, en el tercero el pedazo de un pie, en el cuarto un hueso y en el último la cabellera de una mujer. El sargento Soria guardaba trofeos de guerra de su faena con el cuchillo de paracaidista.

Los fueron a buscar sus compañeros, curiosos por su tardanza.

A Soria lo persiguió la justicia durante años. A él una pesadilla.