Al final de la carretera


Acomodé en el bolso de mano un buzo con cierre y capucha por si en la ruta pasaba frío, evitando así el encendido de la calefacción del auto que siempre me adormece. Los ochocientos kilómetros que iba a recorrer, incluyendo una monótona recta de casi cien, me resultaban menos pesados que los minutos que iba a estar obligada a compartirlos con mi cuñado. Desde la muerte de mi padre, la relación con mi hermana se fue enfriando, y este viaje, en el que le estoy llevando algunas pertenencias, no era el mejor motivo para un reencuentro. Nadie sabía que había tomado la decisión de viajar. Todos pensaban que era una locura hacer un viaje en estas rutas. El auto estaba en perfectas condiciones, y yo mejor.


No le dije a nadie que viajaba para ponerme a salvo de consejos, sermones y malos augurios. Tenía la selección de música lista, la cigarrera abierta cerca de la palanca de cambios, con los cigarrillos al alcance de la  mano, y el lápiz labial. Como siempre, se hizo eterna la salida de la Capital. Me aguijoneaba el deseo de tener la carretera para mí y poder poner quinta velocidad y devorar el paisaje. No me gusta correr y soy de aquellas que disfrutan viajar en una velocidad crucero, para que me dé tiempo a maniobrar ante cualquier imprevisto.


Había planeado detenerme antes de que cayera la noche en la estación de servicio que elegí la última vez que viajé, beber un café expreso, cargar el termo de agua para el mate, chequear los mensajes en mi celular, llenar el tanque y seguir. La estación de servicios tenía unos pocos cambios a como yo la recordaba cinco años atrás, cuando cumplí con la promesa, hecha a mi viejo, de ir a abrazar a mi hermana. Pensé en él. Pensé en cuál hubiese sido su reacción si se hubiese enterado que el marido de mi hermana viajó a la Capital y totalmente borracho llegó hasta mi casa en la madrugada e intentó propasarse. Este episodio quedó como uno de los tantos secretos familiares. Bebí el café mirando por la ventana, rodeando la taza con mis manos casi congeladas. Ya empezaba a oscurecer y me quedaba por delante el tramo más duro del camino.


El cielo se pobló de estrellas. Hacía unos minutos que en la ruta no me encontraba con ningún otro viajero. Miré por el espejo retrovisor y solo encontré la negrura de la noche. A mi izquierda, a varios kilómetros, una luz con la que, según mi estimación, me cruzaría en unos pocos minutos; una luz que, muy lentamente, venía a mi encuentro. Parecía un camión. Bajé un poco el vidrio de la ventanilla para que entrara aire fresco, busqué al tacto un cigarrillo y el encendedor. En ese momento sonaba uno de mis discos preferidos: Close to the edge, de Yes. Pensé cuántas veces lo escuchamos con mi hermana en nuestra adolescencia. Volví a recordar las escenas del casamiento y las risas de mi padre.


Confirmé que lo que venía hacia mí era un camión. Me di cuenta por las luces rojas y azules que veía al costado del acoplado. La curva era larga y sus luces delanteras estaban altas. Le hice una señal con mis faros para que las bajara y su haz de luz parecía una linterna que apuntaba a mi derecha, pero que pronto llegaría sobre mí. Cuando quedamos de frente una ola luminosa invadió mi auto; luego una bocina estridente, grave y poderosa, de esas que preceden a las catástrofes inevitables. No veía más que la luz invadiendo todo el frente y fue un acto reflejo buscar la  línea de la banquina bajando la vista. Todo dio vueltas a mí alrededor. Fue parecido a un desvanecimiento hasta que la bocina del camión pasó a mi izquierda y se perdió detrás de mi auto. El volante vibraba como si transitara por camino de ripio; los ojos, cegados segundos antes por las luces del camión, se encontraron nuevamente con la oscuridad profunda de la noche. Levanté el pie del acelerador y  recuperé el control del auto. Tuve la sensación que mi corazón iba a saltar del pecho. Percibí olor a humo y me acordé del cigarrillo que había encendido minutos antes. ¿Habría caído en el piso del auto? ¿Había volado al asiento trasero? Detuve el coche a un costado de la ruta en una banquina estrecha. Encendí las balizas, la luz del interior y bajé del auto temblando. Estaba en el medio de un desierto. Las únicas luces eran las de las estrellas. Tomé el celular para llamar a mi hermana y poder descargar un poco de mi angustia. No había señal. Revisé el auto. No encontré la  colilla del cigarrillo ni su huella de humo. Volví al auto y aferrada al volante apoyé mi cabeza intentando calmarme para seguir. Me juré no volver a hacer sola un viaje como éste.


El siguiente sobresalto fue al girar la llave para poner en marcha el motor y que no respondiera. Me insulté a mí misma en voz alta y me imaginé que pasaría la noche allí. El auto se apiadó de mí y, sincronizado con la respuesta del motor, me volvió el ánimo. Regresé a la carretera lentamente; observé por el espejo retrovisor e igual que hacía adelante: no había una sola señal de vida. Me costó unos minutos recuperar la confianza para retomar la velocidad con la que viajaba hasta el encuentro con el camión. Pensé que por la forma de tocar la bocina el conductor se había asustado tanto como yo o que, quizás, creyó que yo me había dormido.

Se notaba la caída del rocío sobre el pavimento. Cada tanto algún pozo en la ruta me zamarreaba. Sabía que quedaba poca agua caliente en el termo y la salida a la intemperie y al frío de la noche, luego del susto, me provocaron ganas de orinar. No había una sola luz que anunciara la cercanía de un puesto donde detenerse. La aguja del combustible marcaba un poco más de la mitad, pero las ganas de encontrar un baño medianamente decente, tomar una buena taza de café, caminar un rato para estirar las piernas y fumar un cigarrillo se hicieron insoportables. Un zorro atravesó la ruta y rompió con la monotonía del paisaje. Miré el velocímetro y, para mi sorpresa, la aguja rozaba los ciento cincuenta kilómetros por horas. La ansiedad por llegar a un lugar donde pudiese detenerme había liberado el control y mis precauciones. Sopesé la posibilidad de parar y bajarme del auto a orinar pero el miedo a ser la víctima fatal de un típico accidente o la posibilidad de encontrarme con un animal salvaje me hizo desistir y tuve que recurrir a uno de los ejercicios respiratorios que aprendí en yoga para reducir el nivel de ansiedad. Estaba sola. Una soledad espesa e inabarcable. Los viajes siempre fueron para mí el pretexto perfecto para desconectarme, pensar en mi vida y dejar que la mente libre me llevara a su propio viaje. Así fue como vinieron a mí dos imágenes: la última Navidad todos juntos antes que mis padres se divorciaran, y otra sola y triste como ésta en un cuarto de hotel en Bruselas.


Un resplandor lejano me arrancó una sonrisa animándome. Eran cerca de las dos de la mañana y a los lejos se veía la luz de una estación de servicios o de un parador de micros donde seguramente conseguiría un baño y una taza de café negro y caliente. Tuve la idea de comprar un chocolate que me ayudase a mantenerme animada en momentos del viaje como éste y pensé que si no me sentía con fuerzas suficientes para seguir pasaría el resto de la noche en el auto para reemprender el viaje con las luces del día. Una suave bifurcación en la ruta era el ingreso a la estación de servicios.


Ingresé a baja velocidad sintiendo el ruido de las piedras en los neumáticos. Era una mezcla de gasolinera y parador con ocho surtidores y un salón muy iluminado con mesas cubiertas con manteles. Me costó encontrar un lugar para estacionar. Esto era una buena señal. Dice la sabiduría popular que los mejores lugares para comer son los que eligen los camioneros. El estacionamiento no estaba bien iluminado. Bajé del auto con la cartera y el termo. En el camino hacia los baños me topé con algunos perros viejos, sucios pero bien alimentados. Rodeé el salón echándole un vistazo rápido al interior por una de las ventanas laterales. Me dio la impresión que me iba a costar trabajo encontrar una mesa libre. Fui al baño de damas y tuve que encender la luz. La higiene del lugar era mucho más aceptable de lo que me había imaginado. Jabón líquido, un rollo de papel y el inodoro con tabla, aunque, como aprendí de mi madre, allí no iba a apoyar mis muslos.

Entré al salón por una de las puertas laterales más angostas y apenas la puerta se cerró detrás de mí el murmullo del ambiente se hizo silencio. Solo la música, una milonga sureña, y la máquina de café siguieron sonando. En los segundos que duró el silencio me observaron y esta incomodidad me hizo bajar la vista y caminar directamente a la barra para pedir agua caliente para el termo y un café doble. El murmullo de las conversaciones regresó y sentí alivio. El hombre que atendía el mostrador respondió a mi saludo, escuchó mi pedido mirándome fijamente como si necesitase traducirlo a otro idioma y con un ademán simple me indicó la única mesa libre donde me alcanzarían el café doble y el termo con agua caliente. Dejé la cartera sobre la mesa y me senté. Recorrí el salón con la mirada. Grupos de hombres sentados alrededor de las mesas conversaban animadamente. A vuelo de pájaro calculé unas cincuenta personas. Tres mujeres solas como yo bebían algo y miraban hacia la ruta. Una de ellas me observó mientras pegaba sus labios a una taza y, antes de apoyarla en la mesa, me sonrió con un gesto de comprensión y camaradería. Un hombre se levantó y se dirigió hacia la mesa donde se encontraba otra mujer y le dijo algo en voz baja, que ella respondió con un gesto negativo y bajando la vista como si se avergonzara. El hombre volvió a la mesa con sus amigos arqueando las cejas y sonriendo. Tuve la sensación de que podía llegar a ser una odisea volver al auto sin sufrir algún tipo de acoso o situación desagradable. La puerta de entrada se abrió y un hombre joven de gorra, campera de jean y pantalones oscuros recorrió el salón con la mirada y se detuvo al verme. Nadie lo saludó y con decisión fue sorteando parroquianos caminando hacia mí. El mozo me sirvió el café junto con un par de sobres de azúcar. Cuando se retiró el recién ingresado al comedor, un hombre de unos treinta y cinco años, se quitó la gorra y me dijo: “Señorita, esta ruta no es para que anden mujeres solas”. Sin responderle nada y tratando de aparentar serenidad e indiferencia a su comentario, acerqué la taza a mi boca y probé uno de los cafés más deliciosos que bebí en mi vida. El hombre se calzó la gorra y giró sobre sus talones para caminar rumbo al mostrador. Le dijo algo al que atendía la barra apuntando hacia mi dirección con el dedo pulgar. El hombre dejó de mirarlo y me miró. Le dijo una frase corta y pasó un trapo sobre el mostrador. El hombre de gorra pidió algo y volvió a observarme. El resto de la gente conversaba como antes de este incidente.

Cada vez que miraba a la barra sorprendía al hombre de gorra observándome. Desvié la mirada hacia la ventana más cercana, saqué el celular de la cartera e hice todos los ademanes de estar hablando con alguien. Quería hacerle notar que alguien me esperaba mientras pensaba cómo saldría del lugar sin que él me siguiera. Afuera solo se veía la luz de algunos faroles, la sombra de los camiones y un par de autos. Mi plan había fallado. No tendría la posibilidad de caminar un poco y fumar tranquila en aquella playa de estacionamiento. Pensé en llamar al mozo, contarle que aquel hombre me observaba y preguntarle si sería tan amable de acompañarme hasta mi auto estacionado a unos veinte metros. Respiré hondo para recuperar la serenidad y oxigenar el cerebro embotado. Si éramos cuatro mujeres solas allí sentadas, ¿por qué me eligió a mí y no a ninguna de las otras tres sentadas tan solas como yo? ¿Por qué tenía la sensación de que conocía a ese hombre de otro sitio? ¿Quiso asustarme con su comentario?


Clavé la vista en el celular y llamé a mi hermana. Sonó varias veces y la llamada cayó en el contestador. Chequee los correos y todos los emails eran de temas laborales sin importancia. Recordé que mis compañeros tampoco sabían que yo estaba viajando. Me angustié. Me di cuenta cuán vulnerable era, como me había expuesto en esta aventura y que jamás había considerado pasar por una situación semejante. Había borrado el teléfono de mi cuñado. No tenía posibilidades de comunicarme con mi hermana de alguna manera, aunque sea recurriendo a él. Se me hizo un nudo en la garganta que no disolvía el café. Miré al techo del salón buscando una idea, tratando de calmarme. El hombre de gorra acodado en la barra me seguía observando con una expresión que no era de conquista, era un semblante de enfado. Pensé qué pasaría si lo anticipaba en su plan e iba a su encuentro para preguntarle si me confundía con otra persona o si nos conocíamos de otro lugar porque me había dado cuenta de que no me sacaba los ojos de encima. Las piernas no me respondían y tuve la certeza de que en el trayecto hacia donde él se encontraba iba a claudicar en mi intención y sería peor. Como una niña, una huérfana, una desamparada, sentí la necesidad de apretar con fuerza la mano de mi padre como en aquellos tiempos en que me llevaba a la escuela. Cerré los ojos y pensé en esos momentos anclados en el pasado. Un zumbido extraño flotaba en mis oídos. La puerta de entrada se abrió y para mi alegría vi entrar por ella a mi padre sonriéndome. 

Carta a Jesús de Galilea


Querido Jesús:

Te fuiste hace dos mil años prometiendo un regreso que no te recomiendo.

Triunfaron los mercaderes y se quedaron con los templos. Hicieron posible este cambio de dueños muchos impostores que aseguraban seguir tus enseñanzas.


Desde que te fuiste sucedieron tantas guerras que ya perdí la cuenta. A dos de esas guerras las llamaron mundiales pero no las confundas con competencias futbolísticas que se celebran cada cuatro años. Le dicen mundiales porque era un berenjenal de todos contra todos donde murieron muchos pobres y ganaron unos pocos ricos.


Si te horrorizaste con la crueldad de los romanos, te cuento que han ido perfeccionando sus métodos para provocar dolor, degradación, deshumanización.


Tus fieles suelen tener sentimientos ambiguos. Se arrancan los cabellos clamando por un feto pero están a favor de la pena de muerte de otros adultos.


Tus ministros bendicen las armas. Caete de culo, así como lo lees. Y así como planificaron la Santa Inquisición, participaron de escenas de tortura. Imaginate vos en las mazmorras romanas escuchando a un sacerdote que te susurra al oído que en nombre de Dios te conviene hablar y pasarte al bando de Judas Iscariote.


Le llaman Santa a la tierra que vos pisaste pero a pocos kilómetros de ése lugar todos los días tachan el cuarto mandamiento.


Tu reino debe estar superpoblado porque abundan los pobres y no recuerdo la relación aquella de los ricos, los camellos y el ojo de la cerradura. Creo que la imposibilidad de acceder al cielo por sus acciones los condujo a construir sus propios paraísos fiscales.


A tu padre lo nombran a cada rato y eso que Él advirtió que no lo molestaran por sonseras.


¿Es cierta la existencia de tu Evangelio? Mucha gente lleva colgado al cuello el elemento de tortura con el cual terminaron con vos.


Hay quienes sostienen que con tus parábolas fuiste el primer socialista. Debiste ser más claro para que no se aprovechen los vivillos de siempre para darles una interpretación distinta al mensaje original. Por ejemplo, aquello de “Dejad que los niños vengan a mí”, lo utilizaron muchos sacerdotes con otros fines.


Los primeros mandatarios de cada país acuden a las iglesias como parte del protocolo y piden la bendición para sus aberrantes acciones de gobierno.


Acá se te extraña bastante. Tu imagen sigue firme en el morro de Río de Janeiro pero abajo, la horda de evangélicos, te considera pasado de moda.

Nosotros seguimos con vos.


Un abrazo,

Una mezca o una ensalada


Este blog fue creado en el 2006 aproximadamente con la idea de recopilar toda mi producción en humor, ficción, etc.
Se fueron sumando elementos de diversas índoles y géneros, incluso algunos videos. Luego apareció el blog sobre mis experiencias en liderazgo que por supuesto merecen su lugar diferenciado.
Aquí llegaron por distintos afluentes distintos textos. Hay canciones que nunca aparecieron aquí.
Hoy dejo alojado un video tomado con mi celular y que por sus características deberíamos tomarlo dentro del campo del material humorístico.