Ricardo sintió un dolor punzante en la parte superior de su rodilla
derecha cuando subía por las escaleras del subte en la estación Dorrego. Supo
que aquel mal movimiento de la tarde al levantar la caja del depósito iba a
traerle consecuencias. Pensaba que todavía le quedaba una hora de tren para
llegar a su casa y que, seguramente, igual que el subterráneo, estaría repleto,
viajaría apretujado, de pie y dolorido
hasta destino. Trataba de apoyar lo más suave posible en cada paso que
daba, pero el dolor persistía.
Había sido un día de trabajo intenso, una sorpresa para todo el
personal que ya se había acostumbrado a las semanas sin trabajo, a la reducción
de personal y a la quita de la media jornada del sábado. Aguijoneado por el
dolor, su aspecto era aún más sombrío que de costumbre. Volvió a su mente la
penosa escena del miércoles pasado, cuando se acercó a su jefe de área y le
pidió un adelanto. La respuesta fue como un puñal por lo tajante y una
humillación pública, porque a su tono de
voz medido su jefe le respondió en voz alta poniendo en evidencia su solicitud.
«¿Qué te pasa, Ricardo? ¿No ves la que estamos pasando?» Fue una cachetada para
caer en la realidad. No era el momento.
Era martes y se sentía tan agotado como si fuese viernes, después de
cargar en los hombros una semana completa en la estiba del depósito. Al llegar
a la estación de trenes se distrajo observando a un muchacho que, a media
cuadra de distancia, confundió con el mayor de sus tres hijos. Ninguno de los
tres vivía con él y su esposa. Pensó que se aproximaba la fecha del aniversario
treinta y cinco de casados y no contaba con dinero para hacerle un regalo a su
mujer. Conoció a Silvia a los dieciséis y, pese a la negativa familiar, se
casaron a los veinte. Un año más tarde, contra toda prevención y planificación
llegó Armando, igualito al muchacho que hablaba por celular en el andén de la
estación Chacarita. Si pudiera, le compraría a Silvia un celular nuevo.
El vagón del tren estaba aún más repleto que como lo había imaginado.
Viajaba de pie y miraba el paisaje sin ver. Pronto, con la llegada del
invierno, sería solo un desfile de luces y sombras. Estaba tomado de la manija
de un asiento. Sentada debajo de él una chica de un poco más de veinte años
miraba su celular mientras Ricardo, de vez en cuando, bajaba la vista para
mirarle los senos turgentes que aprisionaban el escote de la blusa. Levantó la
vista y vio que una mujer mayor lo observaba con gesto de indignación. Se
avergonzó. Se sintió un viejo verde. Ricardo, se dijo a sí mismo: «¿Qué te
pasa, Ricardo? No podés con tu rodilla y te imaginás que podés cogerte a esta
nena que puede ser tu hija? Qué boludo y desubicado sos, Ricardo».
Estaba oscureciendo afuera del tren y el interior de Ricardo se
mimetizaba con el paisaje. No había pensado en pasar los cincuenta años de edad
en este trabajo. Sus sueños eran otros y los había olvidado. Toda la vida había
ido en ascenso hasta un punto en que empezó a caer. «¿Cuándo habrá sido que
todo se detuvo y empecé a ir cuesta abajo? Los chicos se fueron y la plata
tendría que alcanzarnos tranquilamente a Silvia y a mí. Nunca ahorramos,
Ricardo, en las buenas épocas la gastamos, en las malas, no la vimos. Ahora ya
es tarde para reprocharse nada. ¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Querés un coche solo
para ir a trabajar? Si vacaciones ya no te tomás, ¿cuándo lo vas a disfrutar?»
Cuando faltaban dos estaciones para que tuviese que descender del
tren se liberó un asiento. El dolor en la rodilla continuaba. Decidió quedarse
de pie para evitar el enorme esfuerzo para
incorporarse. El dolor en la rodilla le recordaba a cada paso que estaba
caminando porque él estaba en otro mundo. Cuántas veces en estos años hizo este
camino, cuánto frío pasó, cuánto calor, cuántos fueron sus días de suerte, cuántas
veces volvió contento y cuántas tristes como ahora.
Saludó a Silvia con un beso, el aroma del guiso que ella preparaba
inundaba la casa y ese detalle, además de confortarlo, le abrió el apetito. Se
tomó unos mates apoyado en la mesada, no quiso preocupar a Silvia con su dolor
ni con sus penas. La vio trabajar con los ingredientes, contenta, diciendo que
hoy daban la novela, que el día fue como siempre. Como siempre. Una semana
atrás en esta misma cocina contó con vergüenza la respuesta de su jefe a su
pedido de un adelanto a cuenta de sus haberes. Ninguno de los dos mencionaba la
proximidad de la fecha. La felicitó por el aspecto que tenía el guiso, exageró
su entusiasmo por sentarse a comer y se fue a dar un baño.
El calor del agua de la ducha alivió la feroz puntada en la rodilla.
Repasó mentalmente las tareas que tenía pendientes para el fin de semana.
Prefería que no vinieran de visita sus hijos el domingo para contar con más
tiempo para reparar algunas cosas: el enchufe donde se conecta el lavarropas,
el desagüe del jardín a la calle, quitar las hojas secas de las canaletas del
techo para evitar que se filtre el agua en la próxima lluvia. Se pasó el jabón
por encima de la rodilla suavemente. «Es muscular», pensó. «Me estoy poniendo
viejo y achacoso. No hago nada. ¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Perdiste tu aire
juvenil y te estás amargando?»
Estaba de mejor humor cuando salió del baño. Silvia había puesto la
mesa mientras miraba el reloj pensando en la novela. Pensó que mientras lavaba
los platos, fumaba un cigarrillo en el patio y hacía tiempo, la novela ya iría
por la mitad para cuando ella le pidiera que se sentara a su lado para verla
juntos. Comieron y repasaron anécdotas de los chicos. Silvia le dijo que
Ignacio, el segundo de sus hijos, había llamado a la tarde para avisar que dio
con siete otro parcial. Siempre fue el más inteligente de los tres y el más
perseverante. Ella resaltó las virtudes de sus hermanos. El asintió moviendo la
cabeza mientras repasaba el jugo del guiso con un pedazo de pan. Silvia se
limpió rápidamente los labios con una servilleta de papel y se levantó como un
resorte mirando el reloj de pared. No quería perderse el repaso de las escenas
del capítulo anterior.
Cuando Ricardo terminó de lavar los platos y fumar su cigarrillo de
la noche, escuchó que ella lo llamaba para que se sentara en el sillón a su
lado. En primer plano de la imagen que emitía el televisor estaban el galán y
la protagonista femenina. Se miraban, sonreían, con esas sonrisas cómplices que
suponen un encuentro amoroso próximo. Eran jóvenes, muy jóvenes. Ricardo miró
de reojo a Silvia. Descubrió que sonreía. La luz del televisor disimulaba las
arrugas que había notado en la cocina. La vio cuando se llevó los dedos a la
boca, ése gesto que parecía decir quiero vivir esa historia, quiero entrar en
ésa vida que me cuentan. Tuvo la sensación que ella se excitaba con el juego
amoroso de los personajes, que vibraba. Se estremecía tanto como èl la recordaba en aquellos días en que se conocieron. Ricardo la vio
hermosa, más hermosa que nunca. Puso su mano sobre el muslo de ella y la miró.
Continuaba embelesada en la escena. Sintió que se le aceleraba el corazón y por
primera vez en meses tuvo una erección. Siguió jugando con la mano en su pierna
hasta que sus dedos se acercaron a la ingle. Ella puso su mano arriba de la él
y la frotó sin quitar la vista del televisor. Escuchó una música romántica de
fondo. Miró a la pantalla y ellos se besaban. La mano buscó más allá y ella la
apartó con ternura. Su otra mano rozó el borde de los senos. Ella lo miró con
otra expresión y dijo resuelta: «¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Justo cuando miro la
novela se te ocurren estas cosas?»