La pequeña chispa corre desde el cerebro al brazo,
de la mano a la
pluma,
de la pluma al
papel
y allí cambia de
forma y longitud en distintos caracteres
y esos,
como ejércitos de
hormigas,
desfilan
transcribiendo el mensaje original,
haciéndolo
comprensible a otros,
involuntarios
receptores de señales similares.
Hay entre estos
puentes tormentas,
eclipses,
explosiones solares, correcciones,
lapsus,
infortunios, estridencias.
La imaginación
que sucede a la chispa desea
un cauce
perfecto, un flujo natural,
intuye un
destino, un puerto, un continente.
El náufrago que
arroja la botella al mar,
el párroco que
predica desde el púlpito,
el coronel que
arenga ante la batalla inminente
tienen la misma
fe,
comparten el
mismo rito y la misma esperanza,
anhelan
desenlaces similares,
los hermana un
secreto indestructible.
Así sucedió en
los Evangelios, en el Corán, en la Torah,
en las
editoriales de los diarios,
en las cartas de
los convictos,
en las
confesiones previas al cadalso.
Las palabras
aprisionan y liberan el amor y la ira,
la felicidad
extrema y la tristeza infinita,
contienen como un
dique,
disparan como un
cañón
alientan como una
multitud
Y si uno supone
el final en un punto
es porque no ha
comprendido que es solo una pausa.