El prócer y yo

 


Durante mi adolescencia, desde los doce a los quince años, recorrí este pasillo de la plaza a la salida de mi colegio secundario de lunes a viernes, de marzo a diciembre. A esa hoja de ruta hay que sumarle las visitas a amigas que por entonces vivían en casa de sus padres a unas pocas cuadras del colegio. En el centro de la plaza siempre observaba nuestro paso y escuchaba nuestros chistes Vicente López y Planes, quien debe haber tenido otros planes además de inmortalizarse con la composición del Himno nacional.

La elevación sobre la que construyeron el monumento estaba rodeada de gruesas cadenas, como aquellas que menciona el himno y el sitio ofició de punto de encuentro para planificadas rabonas y guitarreadas con las canciones que acabábamos de aprender de Sui Géneris, Spinetta, Moris, Pedro y Pablo. La vida era por entonces un desierto infinito. No imaginábamos que nos esperase un servicio militar obligatorio ni una guerra contra el país donde nacieron Los Beatles. Nuestra rebeldía era tan natural como la explosión de hormonas y las grandes pasiones.

Vicente López sigue allí: aburrido, mirando en la misma dirección, con la misma expresión de los años setenta cuando lo conocí. Nosotros cambiamos. Nos cayeron encima algo más que las lluvias, los inviernos y los veranos.

Quedamos unos pocos conservando con la robustez e hidalguía de Vicente López la idea de construir un mundo mejor. Unos partieron antes. Mi amigo de la infancia Chelo, quien recorrió conmigo este pasillo, se despidió a dos cuadras de la plaza. Otros se encandilaron con los ojos de otros próceres impresos en los billetes y olvidaron este camino para siempre.

Yo, que por entonces comenzaba a ensayar mis primeras rimas, aquí estoy, transitando la plaza y las palabras en un texto que quizás publique.