Cuatro colores


Artur tiene siete años y está sentado frente del televisor observando asustado la brutal represión policial a una manifestación de maestros en Curitiba. Gases, disparos con balas de goma, corridas. Sabía Artur, que sus padres, docentes ambos, estaban allí. Corrió a abrazarse a la falda de su abuela.
Unas pocas semanas después, Artur viajaba en el auto con sus padres. El vehículo reduce la velocidad en la ruta por un control policial. Artur apoya sus manos en los respaldos de los asientos delanteros y suplica: “No digan que son profesores, no digan que son profesores!!!”

Giselle tenía por costumbre leerle a Pedro, el menor de sus hermanos, algún cuento que lo ayudara a conciliar el sueño. Una noche Giselle le pidió que cerrara los ojos hasta que ella le dijera que podía abrirlos. Cuando Pedro cerró los ojos su hermana se metió sigilosamente debajo de la cama y dijo: “Pedro, abre los ojos, estoy adentro del libro”. Pedro se incorporó y comenzó a hacer correr las hojas del libro apoyado en su cama preguntando desesperado: ¡¡¡Giselle, Giselle!!! ¿Dónde estás?

Estábamos los dos sentados en la misma línea de asientos. Nos separaba un pasillo. Sus padres dormían y el avión entró en una zona de turbulencia. El niño, de unos diez años, no se inmutó. Siguió con los ojos fijos en el juego de su tablet, matando monstruos en la piel de Robocop o algún héroe similar. Yo dudaba si los movimientos del avión respondían a efectos climatológicos o a los mandobles de su espada justiciera. Debía contar a los caídos. El muchacho sentado a mi derecha se agarró del apoyabrazos con una mano y con la otra al asiento de adelante. El niño continuaba, imperturbable,  eliminando enemigos.

Michelle, recién ingresada a un colegio católico, educada en una familia equidistante de todas las religiones, observa por primera vez los detalles de la iglesia. Repara con atención los rostros de santos y vírgenes, de aquel hombre barbudo con los brazos en alto. Una luz cae sobre la cabeza de la Vírgen María. Michelle le pregunta a su maestra a qué se debe la luminosidad en aquella mujer. La maestra responde que es la luz divina la que cae sobre ella. Entonces la niña pregunta reflexionando: ¿Si desenchufamos el foquito deja de ser divina?