Blanca y radiante, así la quería
ver. Como cantaba Antonio Prieto en aquel disco que mi madre ponía en el
combinado una y otra vez hasta cansarse. Blanca y radiante, y yo la esperaría
en el altar como soñé siempre desde que la conocí en un recreo en el patio de
la escuela. El eucaliptus inmortalizó nuestros nombres en un corazón tallado
con la punta de un compás.
Blanca y radiante la vería entrar
para esperarla en el altar en su interminable caminata del brazo de su padre,
que nunca me quiso, que siempre se opuso al noviazgo porque yo no era un
muchacho para ella.
Todo era felicidad entre nosotros.
Habíamos puesto fecha de casamiento después de confirmar mi ascenso y mis
nuevos ingresos en la fábrica. Discutíamos como cualquier pareja por cosas sin
importancia pero sabiendo cómo nos amábamos y yo, recordando el disco que marcó
mi infancia, le cantaba a mi madre Blanca y radiante.
Blanca y radiante pero no así la
imaginé. La mortaja solo permite ver su rostro y las manos cruzadas sobre el
pecho. Tiene en su mano derecha el cintillo que le regalé cuando nos
comprometimos. Parece que durmiera. Me incliné varias veces para tocar su frente.
Esa noche la esperé a media cuadra de su casa. Se bajó de un auto que no conocía y cuando me acerqué me pareció que se besaron. Cuando el auto se marchó su sorpresa y palidez al verme confirmaron mis sospechas. No discutimos pero se quiso ir sin hablar y yo la tomé de la mano en el cuarto escalón de la entrada. La caída de espaldas fue un segundo y al inclinarme vi sus ojos abiertos y que no respiraba. Fue un golpe seco. No tuve la intención de lastimarla. Antes de hacerlo me cortaba un brazo. Corrí y lloré como un niño sin consuelo. La encontraron al día siguiente y dijeron, como yo, que había sido un accidente.