En los calurosos
días del verano de 1987 compraba el diario todos los domingos, señalaba con un
marcador los avisos de empleo publicados que me interesaban para recortarlos
después y enviar mi currículum vitae por carta o agendar entrevistas en los
horarios y días anunciados. Habían cambiado las condiciones en el trabajo que
tenía y los ingresos no eran suficientes para mantener a una familia. Algunas
necesidades urgentes como pagar el alquiler atrasado traían de la mano una
carga de angustia y desolación. En esa búsqueda de empleo asistí a entrevistas
de todo tipo y escuché exposiciones sobre venta de productos que, prestando una
atención mínima, me resultaban vergonzosas.
Empezaba con los destacados que suponía eran pagos por las empresas más importantes y con mejor remuneración. Los recortes de los avisos, luego de enviar la carta correspondiente, eran clasificados diariamente con una referencia de lo que había solicitado como pretensiones de remuneración. Cada recorte era un boleto al tren de la esperanza que semana a semana agotaba su recorrido en una búsqueda infructuosa. Muchas veces, eligiendo a uno de la carpeta solía decirme a mí mismo: de este lugar me van a llamar. La primera barrera era conseguir que sea atractivo el currículum. La entrevista vendría después si convencía al posible lector para finalmente exponer de la mejor manera mis condiciones para conseguir el anhelado y necesario empleo.
Un domingo publicaron un aviso con la promesa de una buena remuneración y entre los requisitos exigían acudir a la entrevista con traje y corbata, dos elementos con los que no contaba en mi placard desde hacía años. Pensé en pedirlos prestados entre una lista de amigos y uno de ellos fue Mario, quien utilizaba trajes habitualmente para su empleo y vivía a pocas cuadras de mi casa. Lo fui a visitar y separó para mí el traje que consideró en mejores condiciones y una corbata llamativa para lucir con camisa blanca o celeste claro. Volví a casa con un saco y un pantalón de color gris para prepararme para la entrevista al día siguiente.
Mario tiene una contextura física varios centímetros superior a la mía y las mangas del saco, las hombreras y el largo de la botamanga del pantalón me quedaban holgados. A esa dificultad se le sumaba que la tela era para media estación y estábamos soportando los calurosos y húmedos días de enero. No hubo tiempo para acondicionarlo mínimamente porque la entrevista se había anunciado para las primeras horas de la mañana, donde formamos una fila de unos cincuenta metros todos los que se presentaron con las mismas intenciones que yo.
Una de las características que tenían esas convocatorias era que los candidatos nos observábamos y sopesábamos como si la imagen del otro nos diera indicios de su competitividad, inteligencia y conocimientos para el puesto. Me sentí incómodo, no solo porque se notara que el traje no me pertenecía sino porque la temperatura ya estaba alta y yo podía disimular el excesivo largo de las mangas del saco cruzándome de brazos pero no podía dejar de transpirar. Las expresiones de necesidad por el puesto vacante en los rostros nos hermanaba.
Subí transpirando una incómoda escalera de metal para completar en una calurosa oficina un extenso formulario que incluía preguntas muy extrañas como si tenía algún pariente en las fuerzas armadas. La estructura, las paredes y el mobiliario me recordaron a las oficinas del cuartel donde presté servicios como soldado durante un año y seis meses. El viento de la democracia no había sido tan fuerte como para quitarnos la preocupación de esconder de la vista de nuestros ocasionales y obligatorios interlocutores el diario Página 12 y no perder puntos antes de comenzar a ganarlos.
Sentado frente a mí en su escritorio, un hombre de mediana edad me hacía preguntas sobre mis estudios, mi familia, mi lugar de residencia, y ante cada respuesta, anotaba en un papel que, por los movimientos de su mano, me parecieron tildes. Unas gotas de sudor corrían desde mis sienes a mis mejillas y esto agregaba nuevas razones a mi incomodidad. Mantenía mis brazos doblados para disimular el largo de las mangas del saco y esperaba el fin de la entrevista como un boxeador que al borde del Knock out espera la campana que anuncia el fin del asalto. Imaginé que quien me entrevistaba notaba mi contrariedad y disfrutaba del momento esperando que yo abandonase. En los diez minutos posteriores al interrogatorio describió la tarea que consistía en organizar y despachar correspondencia, remesas, bolsines y que la labor tenía su punto final de la jornada cuando todo estuviese en orden y sin diferencias en los arqueos. Había un horario de entrada, ninguna referencia para el de salida. El sueldo no era bueno pero prometían mejorarlo de acuerdo a mi rendimiento y eficacia en los próximos meses. Eran motivos de despido las faltas y la impuntualidad al ingresar como al regresar del horario de almuerzo. Con un tono desprovisto de amabilidad me dijo que regresara para ser admitido esa misma tarde pero que antes pasara por una peluquería.
Así como me sentí observado al subir las escaleras para ser entrevistado, tuve la misma incómoda sensación al descenderlas. El escozor que me provocaba la tela del traje me parecía que resultaban evidentes para quien me mirara. Tuve la sensación de que el número de escalones era mayor que en la subida y no veía la hora de salir de ese lugar que por su ambiente me recordó a mis días en el cuartel. Meses después supe que eran militares retirados quienes cumplían las funciones de gerentes o directores. Cuando pisé la calle el traje dejó de incomodarme. Me quité el saco y lo único que desentonaba con mi cuerpo era el pantalón demasiado largo. Me desajusté y quité la corbata, desprendí dos botones de la camisa y respiré profundo sintiéndome libre. El traje de Mario se anticipó a mi evaluación final haciéndome notar en carne propia y en cada minuto que ese trabajo no era para mí.