La otra ruta

 

Foto: Gentileza de Diego Sylwan

Gustavo cerró la mochila acompañando sus movimientos con proporciones parecidas de rezos, insultos y maldiciones. El viaje iba a ser largo y no guardaba relación con el dinero disponible para llevarlo a cabo ni con el acopio de víveres que disciplinadamente reunió durante un mes. El plan inicial se fue modificando pero tenía muy claro que este viaje cerraba un capítulo de su vida y serviría de entrenamiento para emprender otro más profundo que se gestaba desde hacía un tiempo en su interior. Los últimos meses fueron tan convulsivos como el humor social que soportaba el país, envuelto en otra de las crisis que parecían no tener fin ni fondo. Estaba a punto de embarcarse en una aventura que lo pondría a prueba para medir fuerzas sobre cuánto era capaz de hacer, hasta dónde llegaría con su ímpetu inicial y cómo se vería afectado su espíritu ante cualquier circunstancia adversa. 

La ola del movimiento hippie que tanto influyó en la juventud en los años sesenta menguaba o mutaba hacia otras tendencias donde muchos jóvenes se lanzaban a la aventura de la vida nómade del mochilero o se afincaban en comunidades como El Bolsón, aunque Gustavo abrigaba la esperanza de recorrer el sur patagónico por la Ruta 3 hasta Ushuaia. No era una empresa menor pero en aquellos años muchos camioneros o viajantes de comercio que visitaban pueblos en sus automóviles levantaban en la ruta a quienes hacían dedo cargando sobre sus espaldas abultadas mochilas como la que él acababa de cerrar con tanto esfuerzo. 

Hay quienes dicen que el destino es un tejido de hilos invisibles y que solo Dios sabe en qué puntos ha de unirse y en cuales separarse pero hay hombres y mujeres que sin poseer la clarividencia para comprender el porqué de sus actos y sus decisiones intuyen que cada paso que dan tiene un sentido y cada impulso los rige, los hace más sabios y más nobles consigo mismos. Por eso fue natural para Gustavo llegar al camping de Villa Gesell y encontrar a Tatjana para enamorarse perdidamente de esa alemana que recorría Latinoamérica para explorarla sin rumbo fijo y que se sustentaba vendiendo artesanías que ella misma producía. La magnitud del eclipse alcanzó para que viajaran juntos a Buenos Aires donde a Gustavo lo esperaban cinco exámenes finales para recibirse de ingeniero. Después de los tres primeros, rendidos entre febrero y marzo, decidieron viajar al sur en los últimos días de marzo. 

Los cuarenta días de travesía se repartieron entre setenta y dos camiones y autos que transitaban la ruta tres. Ni en el mejor de los mundos pensaron que podían llegar a Ushuaia en tres días y que el viaje los forjaría de tal manera que la convivencia nómade los fortaleció hasta hacerlos sentir indestructibles. El viaje que emprendieron juntos se parecía tanto a la vida como la ruta que transitaban. A veces árida, poceada, en pendiente, en subida, con un horizonte que a golpe de vista resultaba interminable, luminosa, gris, soleada o lluviosa. Pasaron momentos en que se sentían diminutos ante el paisaje. Cielo y tierra se confundían en algunos puntos y bajo ciertas perspectivas. 

Fueron subiéndose por tramos a diferentes vehículos y unos kilómetros antes de llegar a Río Gallegos un hombre con una pickup se detuvo ante la señal autostop de una pareja de mochileros. Colocaron las mochilas en la caja donde transportaba todo tipo de enseres y libros que quedaron a resguardo cubiertos con una lona. En la cabina viajaron con otras dos personas. Fueron comentando el viaje y sus historias personales, compartiendo unos mates y algunas pitadas de cigarrillos. La ruta estaba desierta, y cuando el sonido monocorde del motor y el movimiento invitaban al sueño, fueron sobresaltados por una frenada brusca, imprevisible y alarmante. El conductor vio fuego por el espejo retrovisor en la caja de la camioneta. La colilla de cigarrillo que había arrojado por la ventanilla de la camioneta en movimiento cayó en la parte trasera y avivada por el viento de la marcha comenzó a devorar papeles y cartones. 

El descuido y esa brasa diminuta desataron el caos en la caja de la pick up. Se bajaron los cinco con la desesperación que inflamaba el desastre consumado. Fueron rescatando lo que podían entre las llamas y en esa lucha Gustavo se quemó los dedos de una mano. Al correr la lona descubrió con horror una garrafa, y con un coraje que nunca antes puso a prueba, la quitó tomándola del metal del envase caliente para quitarla de la caja que ardía. Lograron controlar el fuego y hacer un inventario de las pérdidas. La carpa en la que iban a dormir con Tatjana quedó destruída y la bolsa de dormir tenía un tajo que la atravesaba desde la cabecera a los pies. Separaron todo lo que el fuego destruyó, acomodaron en la caja de la camioneta lo rescatado y siguieron viaje. 

En Ushuaia repararon la bolsa de dormir mientras conversaban sobre la experiencia que pudo haber arruinado mucho más que el viaje. El incendio había sido una prueba más difícil que los exámenes que Gustavo acababa de rendir con éxito en Buenos Aires. En ésta evaluación no había horas de estudio, apuntes ni preparación. No era tampoco el reloj lo que los apremiaba. El abrazo nocturno conciliando el sueño dentro de la bolsa de dormir tenía otra dimensión. Flotaba entre ellos un elemento invisible: la confianza en el otro. Hablaron de la vida con otra profundidad luego de haberse encontrado cara a cara con la muerte. 

Volvieron a Buenos Aires y el 23 de mayo, después del último exámen de Gustavo partieron con la idea de recorrer Latinoamérica del mismo modo con el que llegaron a Ushuaia, con muy poco dinero y las artesanías de Tatjana, sin contemplar en sus cálculos que llegarían a Nueva York y que, desde allí, viajarían a Alemania donde vivían los padres de Tatjana. En distintos momentos y bajo distintas circunstancias las brasas de un fogón en Villa Gesell y una colilla en el sur Patagónico encendieron una llama poderosa, de esas que atraviesan el tiempo y los meridianos.

El dictado

 

Ilustración Darío Parissi

Tumbada en la arena gris de su melancolía,

esperada, impuntual como la primavera,

así la vi y me enamoré perdidamente.

Creí que era el comienzo de una historia

pero era ella quien narraba

y yo no cambié una coma a su relato.

Seguí la dieta de sus versos y sus imágenes oníricas,

quedé al amparo de sus pausas,

de esos interrogantes que nunca se responden.

Me condujo mansamente en el camino de la magia,

el ciclo de los astros, la luz de otras galaxias,

las dudas de los Dioses, los enigmas.

Y cuando no tuvo más que decir,

cuando su boca fue un aljibe,

cerró el libro como quien sopla una vela

y yo quedé sumergido en una oscuridad aterradora.

El traje de Mario

 


En los calurosos días del verano de 1987 compraba el diario todos los domingos, señalaba con un marcador los avisos de empleo publicados que me interesaban para recortarlos después y enviar mi currículum vitae por carta o agendar entrevistas en los horarios y días anunciados. Habían cambiado las condiciones en el trabajo que tenía y los ingresos no eran suficientes para mantener a una familia. Algunas necesidades urgentes como pagar el alquiler atrasado traían de la mano una carga de angustia y desolación. En esa búsqueda de empleo asistí a entrevistas de todo tipo y escuché exposiciones sobre venta de productos que, prestando una atención mínima, me resultaban vergonzosas.

 Empezaba con los destacados que suponía eran pagos por las empresas más importantes y con mejor remuneración. Los recortes de los avisos, luego de enviar la carta correspondiente, eran clasificados diariamente con una referencia de lo que había solicitado como pretensiones de remuneración. Cada recorte era un boleto al tren de la esperanza que semana a semana agotaba su recorrido en una búsqueda infructuosa. Muchas veces, eligiendo a uno de la carpeta solía decirme a mí mismo: de este lugar me van a llamar. La primera barrera era conseguir que sea atractivo el currículum. La entrevista vendría después si convencía al posible lector para finalmente exponer de la mejor manera mis condiciones para conseguir el anhelado y necesario empleo.

 Un domingo publicaron un aviso con la promesa de una buena remuneración y entre los requisitos exigían acudir a la entrevista con traje y corbata, dos elementos con los que no contaba en mi placard desde hacía años. Pensé en pedirlos prestados entre una lista de amigos y uno de ellos fue Mario, quien utilizaba trajes habitualmente para su empleo y vivía a pocas cuadras de mi casa. Lo fui a visitar y separó para mí el traje que consideró en mejores condiciones y una corbata llamativa para lucir con camisa blanca o celeste claro. Volví a casa con un saco y un pantalón de color gris para prepararme para la entrevista al día siguiente.

 Mario tiene una contextura física varios centímetros superior a la mía y las mangas del saco, las hombreras y el largo de la botamanga del pantalón me quedaban holgados. A esa dificultad se le sumaba que la tela era para media estación y estábamos soportando los calurosos y húmedos días de enero. No hubo tiempo para acondicionarlo mínimamente porque la entrevista se había anunciado para las primeras horas de la mañana, donde formamos una fila de unos cincuenta metros todos los que se presentaron con las mismas intenciones que yo.

 Una de las características que tenían esas convocatorias era que los candidatos nos observábamos y sopesábamos como si la imagen del otro nos diera indicios de su competitividad, inteligencia y conocimientos para el puesto. Me sentí incómodo, no solo porque se notara que el traje no me pertenecía sino porque la temperatura ya estaba alta y yo podía disimular el excesivo largo de las mangas del saco cruzándome de brazos pero no podía dejar de transpirar. Las expresiones de necesidad por el puesto vacante en los rostros nos hermanaba.

 Subí transpirando una incómoda escalera de metal para completar en una calurosa oficina un extenso formulario que incluía preguntas muy extrañas como si tenía algún pariente en las fuerzas armadas. La estructura, las paredes y el mobiliario me recordaron a las oficinas del cuartel donde presté servicios como soldado durante un año y seis meses. El viento de la democracia no había sido tan fuerte como para quitarnos la preocupación de esconder de la vista de nuestros ocasionales y obligatorios interlocutores el diario Página 12 y no perder puntos antes de comenzar a ganarlos.

 Sentado frente a mí en su escritorio, un hombre de mediana edad me hacía preguntas sobre mis estudios, mi familia, mi lugar de residencia, y ante cada respuesta, anotaba en un papel que, por los movimientos de su mano, me parecieron tildes. Unas gotas de sudor corrían desde mis sienes a mis mejillas y esto agregaba nuevas razones a mi incomodidad. Mantenía mis brazos doblados para disimular el largo de las mangas del saco y esperaba el fin de la entrevista como un boxeador que al borde del Knock out espera la campana que anuncia el fin del asalto. Imaginé que quien me entrevistaba notaba mi contrariedad y disfrutaba del momento esperando que yo abandonase. En los diez minutos posteriores al interrogatorio describió la tarea que consistía en organizar y despachar correspondencia, remesas, bolsines y que la labor tenía su punto final de la jornada cuando todo estuviese en orden y sin diferencias en los arqueos. Había un horario de entrada, ninguna referencia para el de salida. El sueldo no era bueno pero prometían mejorarlo de acuerdo a mi rendimiento y eficacia en los próximos meses. Eran motivos de despido las faltas y la impuntualidad al ingresar como al regresar del horario de almuerzo. Con un tono desprovisto de amabilidad me dijo que regresara para ser admitido esa misma tarde pero que antes pasara por una peluquería.

 Así como me sentí observado al subir las escaleras para ser entrevistado, tuve la misma incómoda sensación al descenderlas. El escozor que me provocaba la tela del traje me parecía que resultaban evidentes para quien me mirara. Tuve la sensación de que el número de escalones era mayor que en la subida y no veía la hora de salir de ese lugar que por su ambiente me recordó a mis días en el cuartel. Meses después supe que eran militares retirados quienes cumplían las funciones de gerentes o directores. Cuando pisé la calle el traje dejó de incomodarme. Me quité el saco y lo único que desentonaba con mi cuerpo era el pantalón demasiado largo. Me desajusté y quité la corbata, desprendí dos botones de la camisa y respiré profundo sintiéndome libre. El traje de Mario se anticipó a mi evaluación final haciéndome notar en carne propia y en cada minuto que ese trabajo no era para mí.