El ramo de flores

 


El sonido del timbre de la puerta de calle detuvo la ronda de mates y las impulsó a mirarse unas a otras dejando flotar el interrogante de que si alguna de las cuatro mujeres reunidas en la cocina esperaba a alguien. Brenda dejó de pintarse las uñas de los pies y Luz, la más joven y la última incorporada al grupo, se levantó decidida para averiguar quién podía ser, aumentando en el resto la expectativa. Se escuchó el murmullo de un diálogo breve y el ruido de la puerta de calle al cerrarse. La oyeron subir la escalera entre silbidos de admiración y exclamaciones de entusiasmo. Las tres se miraron desconcertadas hasta que vieron a Luz entrar a la cocina con un enorme ramo de rosas blancas.

—Parece que San Valentín está pegando fuerte —dijo Luz entre risas.

—¿Para quién son? —preguntó Sheila

—Le pregunté al chico que las trajo y no sabe.

—Debe tener una tarjeta —dijo Brenda regresando a su silla y poniendo atención al esmalte de sus uñas.

Sheila, Donna y Luz revisaron el ramo sin éxito.

—No se hagan las boludas. Alguien de nosotras tiene que saber de quién se trata —dijo Donna mirando a sus compañeras.

—A mí no me miren. Nadie me regala flores —dijo Sheila

—Si no sabemos quién las mandó dividamos el ramo entre las cuatro —propuso Brenda.

—Es una buena idea, pero no aclaramos de quien son —dijo Donna.

—Seguro que es un boludo que se olvidó de poner la tarjeta o demasiado tímido para dar la cara y hacerse cargo del regalo —dijo Sheila mientras soplaba suavemente para acelerar el secado del esmalte en las uñas recién pintadas.

—Chicas, a ver —dijo Donna mientras le colocaba agua al mate—. Tenemos un lindo misterio a resolver. No estamos buscando al vecino que hace cagar a su perro en nuestra vereda, ni al que deja la basura en nuestra puerta. Estamos tratando de descubrir a un tipo que nos envió un ramo de flores el día de San Valentín.

—Donna, dejá de joder jugando al detective —agregó Sheila mientras aceptaba el mate servido.

—Si no podemos descubrir quién fue, habla muy mal de nosotras —dijo Donna mirando a Sheila—. Repasemos quiénes vienen

—Lo tengo. El del maletín negro —apuntó Brenda

—No lo tengo a ése —dijo Luz

—Sos muy nueva vos. Viene un par de veces al mes y es uno de los pocos que, salvo con vos, pasó con todas —dijo Sheila—. Y me parece que, si no es milico, es rati. Muy raro. Si alguna vez se queda dormido le reviso el portafolios.

—Ni se te ocurra —señaló Donna—. Te vas a meter en un quilombo. A veces es mejor no saber la historia ni de dónde vienen. Yo sé lo que te digo.

—Contame, Donna ¿Cuál es tu experiencia? —preguntó Luz mirándola inquisidora.

—Vos sos muy tiernita en esto y poco conversadora. Terminás, te vestís y salís de la pieza dejando al cliente colgado cuando pagó por una hora y lo despachaste en quince minutos.

—¿Me estás recriminando algo? —preguntó Luz observando que las tres la miraban

—Donna te está diciendo que tenés que quedarte por el tiempo que pagó —dijo Brenda—. Si te levantás y te vas dejándolo solo, le das tiempo a mirar el reloj y pensar que lo caminaste. A veces también necesitan hablar un poco y desahogarse.

—Para eso está la esposa —dijo Luz

—Justamente. ¿Por qué pensás que vienen? —le preguntó Brenda

Las cuatro se quedaron en silencio pensando en sus propios silencios, en sus matrimonios, en la vida familiar, en la distancia con sus hijos.

—El de maletín viene siempre con distintos nombres. No me parece que sea el que envió las flores —dijo Donna.

—Estoy pensando en los míos y ninguno me dio señales como para que se le ocurra hacer algo así —dijo Brenda

—Por algo vienen por vos —subrayó Sheila

—Sí, claro. Ven las fotos, les gusto y llaman, pero ninguno tiene una onda especial. Conozco sus vidas por lo que cuentan. Ninguno me hizo pensar que podía saludarme para San Valentín.

—El último romántico ya no viene con su violín —dijo Brenda

—Uh, volvimos a la cantinela —dijo con fastidio Sheila

—¿Cómo es eso? ¿Qué me perdí? —preguntó, curiosa, Luz

—Un admirador especial que tenía Sheila —dijo Brenda—. Contale

—No empiecen con las boludeces —dijo Sheila, enojada.

—Dale, negra. Contame que quiero saber —pidió Luz

—Yo te cuento —acotó Donna—. Una tarde estábamos en la cocina y Sheila pasó con un muchacho, muy lindo, además, que venía dos veces a la semana. Estábamos charlando cuando escuchamos un violín. Te imaginás…

—¡No! ¿Trajo un violín? —preguntó Luz—. Por favor, contame —pidió mirando a Sheila

—Entré con él a la pieza, pero no le di importancia porque siempre venía con un estuche y nunca le pregunté qué traía. Nada. Salí para prepararme y cuando volví a entrar estaba sentado en la cama con el violín apoyado en el hombro y empezó a tocar una música que había hecho para mí.

—Me muero —dijo Luz abriendo grandes sus ojos verdes

—Nunca me pasó algo así y no sabía qué hacer. Lo escuché. Esa música a mí no me gusta, pero le dije que era precioso. Le mentí. Cuando salimos estaban estas brujas cagándose de risa y empezaron con sus chistes boludos. Lo perdí como cliente porque me dieron tanta manija con las bromas que empecé a tratarlo mal y no vino más.

—No nos eches la culpa a nosotras de tu carácter de mierda —dijo Donna mientras vertía el agua en el mate—. Venía muy seguido y estaba muerto con vos. No supiste llevarlo.

—En todo caso, será como vos al médico —replicó Sheila

—Eso fue distinto —corrigió Donna. No me traía un regalo como ése. El del violín, ese era un candidato a sospechoso por el ramo de flores. ¿Cómo se llamaba?

—Federico —respondió Sheila

—Como Chopin —acotó Brenda

—Y con el médico que dice Sheila, ¿qué pasó? —preguntó Luz mientras le daba un sorbo al mate.

—Un tipo muy pintón, ¿no? —consultó al resto Donna con la mirada

Las otras asintieron moviendo la cabeza.

—Entre cincuenta y cinco y sesenta años muy bien llevados. Alto, elegante, modales delicados y muy tierno en la cama. Se escapaba del consultorio que tenía acá cerca y venía una o dos veces a la semana cuando faltaba un paciente —dijo Donna bajando la vista.

—¿Te gustaba? —preguntó Luz

—Mucho —dijo Sheila—. Nos gustaba a las tres, pero siempre venía por Donna.

—¿Cómo empezó el romance? —preguntó Luz

—Un encuentro en la calle una tarde de lluvia —respondió Donna—. Me cubrió con su paraguas en la calle y me acompañó hasta la puerta. Me preguntó si podía visitarme y yo le dije lo que hacía sin vueltas. Ni se inmutó. Preguntó el precio y pasó. La primera vez no charlamos casi nada y se mantuvo en silencio mientras se vestía. En los siguientes encuentros me empezó a contar sobre su vida. Hasta me invitó a cenar.

—¡Epa! ¡Ésa no la sabíamos! —exclamó Brenda

—Nunca se los conté —confesó Donna—. Una noche maravillosa. La pasé muy bien. Fui muy nerviosa al encuentro y mientras charlábamos sentí que, pese a las diferencias, él me trataba con mucha ternura. Me trajo hasta acá y no quiso pasar. Yo no le dije que no pensaba cobrarle. Después me arrepentí. Me hubiese gustado dormir con él.

El silencio fue interrumpido por el sonido del último sorbo al mate. Donna tomó el termo para cebar otro y continuó:

—Una historia triste. Volvían de un viaje con la esposa y tuvieron un accidente en la ruta. Manejaba él y creo que siempre se sintió culpable de haber bebido. Estuvieron muy graves los dos, pero ella no volvió a caminar. La vida como pareja se terminó y hasta esa tarde de lluvia en que nos conocimos, no se había animado a engañarla. La noche de la cena inventó un encuentro de médicos, pero no podía quedarse a dormir conmigo.

—¿Durante cuánto tiempo te visitó? —preguntó Brenda.

—Un poco más de dos años —respondió Donna—. Dos escapadas semanales del consultorio y algún fin de semana.

—¿Y por qué dejó de venir? —preguntó Luz

—La mayor de sus hijas fue a visitarlo al consultorio para darle una sorpresa. Habló con su secretaria que no estaba al tanto de los motivos de sus salidas, pero le dijo que le preocupaban los cambios en su padre. Una tarde la hija lo siguió y tocó el timbre después de que él entró. En esos tiempos estaba la tana con nosotras y fue ella quien la atendió. Pidió hablar con su padre, pero la tana entró dejándola en la calle y no dijo nada hasta que salimos de la habitación. La hija lo esperó sentada en el umbral de la puerta de calle. Hablaron en un bar. A los pocos días me llamó para despedirse.

—¿Nunca lo llamaste? —preguntó Sheila

—Nunca. Durante meses tuve la esperanza de que volviera a llamar. Creo que esa esperanza me ayudó en momentos en que no quería venir. Después me puse un poco triste hasta que lo fui olvidando

El silencio fue el mismo que el que propicia el final de una película conmovedora. Luz lo interrumpió dirigiéndose a Brenda.

—¿Y vos, Brenda? ¿Quién se volvió loco por vos?

—Un tachero —respondió Brenda

—¿El de la gorra de cuero? —preguntó Sheila

Brenda asintió con la cabeza.

—Llegó la primera noche eufórico porque había ganado en el casino. Creo que se hizo la promesa de los jugadores, esa de gastar una parte en mujeres y otra en alcohol. Desparramó la plata sobre la cama y sospeché que me iba a pedir alguna cosa rara. Tenía esa locura que da el poder del dinero. Luego se sosegó, empezó a juntarla y se desvistió. Empezó a venir seguido pero algunas veces pasado de cocaína y se desaforaba bastante hasta que le puse los puntos y le dije que si lo veía en ese estado no lo atendía. Se rescató y nunca más volvió merqueado. Me despertaba ternura y pena a la vez. Una noche lloró como un chico contándome cómo había perdido a su familia por el juego. No podía ver a sus hijos. Perdió el trabajo, una casa, todo por el juego. Se hizo taxista. A veces me llamaba para hablar un rato y no quedábamos en nada. Me decía que me quería, si estaba dispuesta a dejar todo para vivir con él. Yo sabía que era incurable, que nunca iba a dejar el juego ni la coca, las dos cosas que más vértigo y adrenalina le generaban. Yo siempre decía: “Más adelante. No nos apuremos” Dejó de venir de golpe sin dar explicaciones. Unos meses después, buscándolo en las redes, me enteré que se había metido con el auto en un restaurante lleno de gente. Salió en los diarios. Me quedé helada. Me puso triste enterarme de que terminó así.

Las cuatro se quedaron en silencio observando el ramo de rosas blancas que dejaron sobre la mesa.

—¿Por qué no pensamos en de quién nos hubiese encantado recibir estas flores? —propuso luz

Pensaron en silencio las cuatro, pero ninguna confesó su deseo. Solo un imperceptible brillo en los ojos, un leve arqueo en las comisuras de los labios escondía un nombre que mantuvieron en secreto.

Llegó la hora de cerrar y se cambiaron para irse en silencio como nunca antes, sin risas ni comentarios al bajar por la escalera. A la mañana siguiente la mujer que hacía la limpieza encontró en la basura un pisoteado ramo de rosas blancas.

Fotos sueltas

 


En los primeros días del año 2017 Mar del Plata amaneció con el termómetro alcanzando la marca de los cuarenta grados. Sandra decidió ir a la playa para combatir el calor sofocante y para que el agua salada devolviese a su cuerpo parte de las lágrimas derramadas en los últimos días. Salió de su casa llevando solo lo indispensable para pasar allí unas horas, sabiendo que el lugar que frecuentaba en cada viaje estaba alejado de las playas principales y que la escasa concurrencia de público le daría el ambiente de tranquilidad que necesitaba. Dejó su auto a cien metros del sendero que desembocaba en la arena y caminó con un bolso colgado del hombro y una lona enrollada debajo del brazo. Miró el mar, la arena y lamentó no haber bajado su cámara de fotos. Las sandalias se hundían en la arena y sintió el rigor del calor en el empeine. Había un poco más de gente que las que había imaginado pero buscó un lugar apartado, se quitó la blusa, apoyó el bolso y se dirigió al agua movilizada por el deseo de zambullirse. 

En el mar, luego de nadar unos metros, flotó boca arriba, miró el cielo y se dejó invadir por la sensación de bienestar y paz que había venido a buscar. Sintió sed y regresó por el bolso. Tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar del lugar. Mientras regresaba mirando el sitio donde había dejado sus pertenencias, volvió a sentir el estilete de la angustia que la había sacudido unas semanas atrás en la última competencia hípica que había cubierto como fotógrafa. Treinta años ininterrumpidos de espléndida labor la colocaron en el lugar número uno. Mientras intercambiaba unas palabras con algunos de sus clientes alguien aprovechó su distracción y se alzó con el bolso donde tenía su equipo de cámaras y lentes. Al darse cuenta, el impacto fue tan grande que lloró desconsolada y por la angustia, tardó en explicarle el motivo de su llanto  a los que le preguntaban qué le sucedía. 

Volvió al mar en dos ocasiones para terminar de expulsar los restos de las malas sensaciones que soportó durante los últimos días posteriores al robo y que le alteraron las horas de sueño. Caminó lentamente hasta el auto y descubrió que habían roto el vidrio de la puerta del acompañante y se llevaron todo lo que encontraron. Además de los documentos personales, un bolso con seiscientas fotos que tomó durante la competencia y que había ensobrado para entregárselas a sus clientes. Volvió a llorar con furia y a angustiarse. Puso el auto en marcha y se disparó la alarma. Esa sorpresa la aturdió y la sacó de un tirón de la inercia que le había provocado el impacto. No pensaba en otra cosa que en regresar a su casa, denunciar el robo, inhabilitar las tarjetas y hacer un inventario para saber cuánto había perdido. 

Recorrió la casa con movimientos frenéticos, imprimió carteles de recompensa para quienes encontraran fotos de caballos. Mientras cumplía con los trámites de rigor fue pegando los carteles en distintas esquinas cercanas a la playa. Pensó en sus clientes que esperaban el material, en las horas de trabajo y en el ensobrado de seiscientas fotos que solo tenían valor para quienes estaban retratados en ellas. Era un segundo golpe contundente con unos pocos días de distancia con el primero. Cuando abrió el Facebook leyó el mensaje de su amiga Pato avisándole que un hombre encontró sus documentos y que había dejado un teléfono para que lo llamase. 

Era un hombre mayor que había encontrado su billetera y en ella los documentos personales, la cédula verde del auto y un pedazo de diario que tenía escrito a mano y con lápiz el nombre Eli y un teléfono. Esa fue la referencia para tratar de dar con la persona damnificada. Sandra le preguntó si cerca del lugar donde encontró la billetera no había visto fotos de caballos. Del otro lado de la línea escuchó un sobresalto y la respuesta de que había muchas fotos de caballos desparramadas en el suelo. Sandra se subió a su auto cuando la lluvia comenzaba y el agua del cielo se confundía con la de sus ojos. 

Cuando llegó al edificio donde vivía su benefactor el cielo se desplomaba en forma líquida sobre Mar del Plata. Corrió bajo la cortina de agua y en el cesto de la basura en la entrada del edificio vio una bolsa verde transparente que permitía ver que en su interior estaban las fotos que ella había tomado. Sacó la bolsa de la basura y corrió bajo la lluvia hasta el auto soportando el impacto del agua mezcladas con las palpitaciones del corazón. Hizo unos segundos de pausa frente al portero eléctrico tratando de calmarse un poco para poder hablar. El hombre la hizo pasar y le contó que las billetera que contenía los documentos estaba tirada en la vereda y muy cerca del lugar donde la encontró había cientos de fotos desparramadas por el viento de una competencia hípica, que en la billetera encontró el papel con el nombre Eli y en la llamada gastó todo el crédito de su celular explicándole a Eli su hallazgo suponiendo de que ella conocía a la dueña de los documentos. No quiso aceptar ninguna recompensa. Dijo que hizo lo que le correspondía hacer en estos casos. Sandra le agradeció y regresó a su casa con la mayor parte de las fotos recuperadas. En los días siguientes irían apareciendo otras de gente que leyó alguno de sus carteles y una particular de un obrero de la construcción de un edificio cercano al lugar donde halló las embolsadas que confesó habérsela quedado porque le encantaba la imagen. El hombre tampoco aceptó que Sandra se la obsequiara.

Cuando llegó a su casa llamó a su amiga Pato para preguntarle cómo se había enterado del llamado del hombre que encontró sus documentos. Pato le explicó que había estacionado cerca del almacén del barrio y la dueña del negocio salió a la vereda para preguntarle si ella era Sandra porque tenía puestas botas de equitación y cuando la había buscado por Facebook observó que eran muchas con el mismo nombre y apellido pero una tenía muchas fotos de caballos. Pato le contó que conocía a Sandra porque le había tomado muchas fotos y que tenía su contacto para avisarle. 

Unos pocos días atrás Sandra había entrado a la despensa de Eli para comprar artículos de limpieza. Mientras recogía productos vio un cartel que anunciaba el servicio de peluquería y manicuría y le preguntó si era ella quien los brindaba. La mujer asintió y le dijo que se llamaba Eli. Sandra le pidió el número de teléfono para acordar un horario y Eli lo anotó en el margen de una hoja de periódico con la que envolvía huevos y lo arrancó para entregárselo. Sandra tomó el papel y lo guardó en la billetera. 

Sandra pudo poner en orden la secuencia de episodios e imágenes unos días después cuando recordó el encuentro con Eli y la involuntaria omisión de grabar los datos en el teléfono para ubicarla y arrojar el papel de diario a la basura. Las fotos estaban en una bolsa verde porque así se identifica al material reciclable. El recolector de basura la hubiese recogido el día siguiente al que Sandra fue a visitar al hombre que encontró sus documentos.

𝐋𝐮𝐳 𝐝𝐞 𝐋𝐮𝐢𝐬 𝐨 𝐋𝐮𝐢𝐬 𝐝𝐞 𝐋𝐮𝐳

 


Unos amigos, Ariel y Silvana, me regalaron el libro “Spinetta – Fotografías de Eduardo Martí”

Esperé el momento para disfrutarlo como un buen whisky después de haber cenado.

Preparé mis temas de Luis (son varias horas) y me senté en el sillón del living mientras el ambiente se llenaba de música y poesía.

Eduardo Martí cuenta en el prólogo lo que significaba trabajar con Luis Alberto: no le gustaban los montajes preproducción, iba por el camino de improvisar con la intuición natural con los elementos disponibles en el momento de cada toma. Y hay fotos nacidas de esa impronta que son obras de arte y terminaron formando parte de sus discos.

No había entonces los elementos digitales que hoy corrigen detalles de luz. Habla de un segundo ciego entre el disparo y la imagen plasmada.

En una secuencia de fotos aprovecharon un auto Mercedes Benz 250 para tomar una foto de frente a la trompa del auto con las luces de sus faros encendidas iluminando a Luis desde atrás. Y luego, al pasar a la siguiente aparece ésta donde se nota que utilizan una luz colocada en el interior.

Cada registro es un hecho artístico único, preciso y también eterno como las canciones de Luis de Luz.