Aquellos días con Elpidio

 


Durante décadas la mayoría de los presidentes latinoamericanos tenían dos sueños recurrentes: terminar su mandato sin que lo interrumpa un golpe de estado o un extraño accidente mientras bebían un té medicinal, y ver su busto y su nombre en una plaza donde las palomas le devolverían en cuotas lo que ellos descargaron sobre su pueblo alguna vez. 

Elpidio Buffarretti no fue la excepción aunque su mandato dejó una huella imborrable entre los historiadores al analizar la increíble capacidad creativa del ex funcionario para resolver diferentes problemas de la vida pública de un país subdesarrollado en Latinoamérica. 

Los diarios de la época cambiaron radicalmente su formato durante su presidencia y no había ni siquiera en el período de vacaciones una tapa que no tuviera titulares con letra de molde catástrofe. Algunos de esos títulos, los más llamativos, fueron recopilados en el best seller del periodista Benito Atilio Malatesta. 

Fin de año a todo o nada!!!!

Ruido en los cuarteles

Se dividió la sociedad

No somos nada

Últimos en el ranking del Banco Mundial y sin miras de mejorar

Otra vez la violencia y el Gobierno mira para otro lado

Así no se llega a fin de mes 

Aunque su gabinete fue el más numeroso de la historia del país con 114 ministerios y 302 asesores, para sus decisiones trascendentales recurría a su gurú personal, el Toti Menéndez, especialista en runas, lectura de la borra del café y espiritismo, quien le trazaba un mapa sobre las posibles condiciones para su éxito como si se tratara del servicio meteorológico junto con algunos pálpitos en los juegos de azar y las carreras de caballos. 

Fue Menéndez quien lo aconsejó para que se acercara al mundo de la farándula, a las vedettes de moda, a las fiestas empresarios y al mundo del deporte incitándolo a participar de manera activa y pública, como protagonista, mostrándole con un compilado de videos de los más destacados en cada disciplina que no había secretos en el basquet, en el fútbol o en el automovilismo para convertirse en una estrella. En cada acto oficial, y a su lado, estaba el Toti Menéndez con sus runas, siete velas y su lechuza. 

Cuando decidió disolver el congreso porque obstaculizaba sus proyectos para la grandeza de la Patria, lo reemplazó por comisiones conformadas por los más exitosos empresarios del país bajo el lema: “Si a ellos les va fenómeno, al país también” 

Fue criticado desde el exterior cuando modificó la Corte Suprema de Justicia convocando a presidirla a su hijo Octavio, que no era formado en leyes pero se había destacado como ceramista. Dispuso que en otros lugares importantes del gobierno estuvieran varios familiares tan destacados como su hijo. 

No fue difícil ubicar a sus ex ministros, alojados todos ellos en el mismo pabellón de la cárcel de Punta Rodete aunque el ex mandatario fue el único del gobierno que consiguió huir, sus colaboradores no le guardan rencor y siguen admirando esa chispa sagrada de los inmortales para no caer en las garras del fracaso. 

Domingo Alcaparra, su irreemplazable ministro de economìa, hoy en un sector especial de la penitenciaría para protegerlo de los presos comunes, nos cuenta lo que él considera una de sus grandes perlas: 

Un día toqué desesperado la puerta del despacho y le dije: “Elpidio, se nos vienen encima los vencimientos de fin de año y no tenemos cómo cubrir la deuda”. Lo vi mirar el calendario que siempre tenía a mano en el escritorio y ponerse a escribir sobre su block con frenesí. Cuando llegué a casa me enteré por la televisión: con un decreto aplazó el fin de año hasta el 20 de abril. Aunque la gente hoy diga que les arruinó la organización de las fiestas y los aguinaldos y todas esas pavadas, salvó al país de un derrumbe financiero que no lo arreglaba ni Cristo.” 

Si bien durante el último tramo de su ciclo como presidente hubo más días de paro que laborables (hecho hasta entonces inédito), la organización obrera rescata que el marco de diálogo siempre fue perfecto con el sector. “Lo hacíamos en la quinta con asado, vino, traía músicos y salíamos todos abrazados. Dos días después nos dábamos cuenta que no habíamos conseguido nada a nivel gremial, así que pedíamos otra reunión en su agenda que nunca fue antes de seis meses” 

Pasaron diez años para que las investigaciones pusieran a luz uno de los encubrimientos más escalofriantes. 

Sobre el final del segundo año de su mandato promocionó durante meses un fin de año a toda orquesta celebrando los logros de su gobierno, empapeló las ciudades y financió el viaje de miles de personas que partían de distintos puntos del país hasta Garramendia, extraño lugar para la mayoría de los habitantes donde se iban a realizar los festejos y el lanzamiento de fuegos artificiales como nunca antes se había visto ni en Europa. La gente quedó perpleja a las 0 del nuevo año cuando vio que el cielo estaba iluminado y la tierra se movía con las explosiones. Perfectamente sincronizado con los festejos, se hizo volar un polvorín donde se investigaba la venta ilegal de armas, con varios funcionarios del gobierno de Elpidio Buffarretti en carácter de  sospechados. Hubiese sido un éxito rotundo si se hubieran evitado que las explosiones tiraran  abajo las casas de medio barrio obrero de las cercanías de Garramendia, no lamentándose víctimas fatales porque todos estaban a diez kilómetros de sus casas embobados con el despliegue de fuego y luces. 

En menos de tres meses el país pasó por cincuenta y siete conflictos diplomáticos con otros países donde sus embajadores terminaron expulsados, trece de esos conflictos fueron con superpotencias que amenazaron con invasión militar. Una noche de Pascuas se dirigió al pueblo en un mensaje en cadena diciendo entre otras cosas: “Han bloqueado nuestro puerto con una flota. No bloquearán nuestra esperanza. Con la verdad no temo ni ofendo. Como devoto cristiano creo en la resurrección y cuando esto ocurra, ay de ellos” 

No menos célebre fue su discurso en un país en llamas, con miles de personas manifestándose en las calles en protesta por el  desabastecimiento y las corridas cambiarias. “Se derrama más sangre en las corridas de toros y nadie mueve un dedo por ese pobre animal que nos da la leche y el cuero”. 

La Juventud Buffarretista fue el escudo humano con el que pudo subirse al jet que lo llevaría a las Galápagos mientras decía a los que se agolpaban furiosos para agredirlo “no empujen que entramos todos, sean civilizados. El Mundo nos está mirando”

Nelly

 


Hoy, en la mitad de mi segunda semana de vacaciones, escribí un poco. Me traje un par de textos incompletos, una idea a desarrollar sobre un nuevo espectáculo y algunos borradores. Comencé un proyecto nuevo inspirado en una corta caminata desde el lugar donde me hospedo hasta la rambla, aproximadamente una cuadra y media, con la intención de encontrar vacío el banco en el que una tarde conversamos con mi hermana sobre insolubles conflictos familiares, anhelando que su magia continuase intacta y que yo pudiese hacer viajar a mi corazón al otro lado del río, donde no lejos de su casa, en una cama extraña, con una máscara de oxígeno colocada, mi madre esperaba que la batería de antibióticos venciera a una neumonía. Llevé un solo cigarrillo, el encendedor y las llaves del departamento que me prestó un generoso amigo, quien a esta hora en que yo escribo, duerme.

Cuando me enteré de la noticia sobre la internación de mi madre quedé fijado, suspendido, en ciertas imágenes, en algunas fotos de la infancia y en una vida que lleva noventa y un años en los que le cuesta encontrar momentos de felicidad, y allí queda, ante la insólita pregunta, detenida, repasando un arduo inventario como un buscador de perlas.

Nada de lo que sus hijos podamos hacer parece suficiente. Ella no demanda otra cosa que atención pero no puede elegir qué le gustaría hacer, a quién visitar, qué lugar cercano recorrer. Entonces si resultan dolorosos, agraviantes los reclamos de los domingos después del almuerzo cuando le pedimos que se mueva como su médico prescribe, como da cuenta la lógica para conservar la salud. Muchas veces responde con una verdad irrefutable: no tiene ganas, ya hizo mucho, ya cocinó los suficientes platos para todos, ya planchó camisas y delantales escolares, ya rezó por todos y nos cuidó en fiebres, paperas, sarampiones, ya atravesó la densa bruma de los miedos cuando llegó el momento de cumplir con el  servicio militar obligatorio y luego la guerra de Malvinas. Cuando una peritonitis exigió cuarenta y ocho horas de espera para saber si su hijo mayor se salvaba o pasaba a reposar en el Parque de los quietos. Ya pasó por el sufrimiento de una hija ante cada cura de su oído, y nosotros creíamos que había exageración en esos gritos hasta que nos enteramos que sus tímpanos perforados estaban en carne viva y las tres gotas que había que administrarle tenían una alta dosis de alcohol. Ahora pareciera que esos hijos toman revancha de arcaicos retos y penitencias y los devuelven con tasa de interés incluída.

Lleva un peso enorme en las espaldas, un kilo por cada año donde fue descubriendo que no existe la familia perfecta, del doloroso error al construir un hogar en la casa de sus suegros, de tener que compensar el invalorable asilo con el cuidado y el oficio de enfermera para ellos cuando pasaron los años como a ella le pasaron. No quiere recordar su infancia en Alpachiri, Tucumán, su viaje a Buenos Aires, sus trabajos como empleada doméstica en familias acomodadas de zona norte, un barrio residencial donde una tarde, en un colectivo, se encontró con mi padre.

Ya habló lo que tenía que decir, sin saber si perdonó imperdonables infidelidades, la férrea y despótica disciplina que impuso un suegro de personalidad explosiva, porque al fin de cuentas era su casa y bajo su arbitrio nacían y se cumplían las reglas.

Una inteligencia superior la alumbraba, desaprovechada por un autoexilio en una comarca cuyos límites los marcaban una cocina y un lavadero. Sabía lo elemental y con eso le alcanzaba para hacer proezas con la economía familiar con los exiguos ingresos de un marido taxista y luego camionero en una fábrica textil.

Inmenso viaje hizo en un tren más largo que el transiberiano y más añorado que el Estrella del Norte, servicio de ferrocarril que la trajo a Buenos Aires como antes había traído a su tía, y que la llevó de regreso pocas veces, incluso conmigo muy pequeño en una travesía que selló mi amor incondicional por los trenes.

Tiene sus secretos bien guardados, lecturas de situaciones en que la ha guiado más su intuición que su razonamiento, escuchas fraccionadas con las que supo hilvanar la trama completa que la motivó. Una chispa de humor ácido e ingenio que a veces acompañaba con un gesto de picardía o una risa silenciosa. Una inteligencia superior para conseguir lo que quería sin pedirlo, para lograr una aprobación, habilidad que me inspiró a bautizarla como “El Cardenal Richelieu". En algunos desvaríos por su enfermedad soltó algunas frases que nos parecieron incongruentes pero que estoy seguro tendrían su sustento.

Lleva consigo escenas de dolor imborrables. Yo fui testigo de dos: cuando volvió de la clínica donde nació la menor de mis hermanas y Haydee, la esposa de mi tío Ernesto, mientras ella almorzaba, le recriminó la falta de conciencia para traer al mundo a un tercer hijo cuando a duras penas podían sostener a dos.

Mi padre estaba en el dormitorio cuando escuchó los gritos y su intervención originó la ruptura definitiva con su hermano, una división familiar que se sostuvo con el tiempo y marcó el fin de las fiestas familiares compartidas. El otro lado de la historia dice que mi tío Ernesto, de mejor posición económica que mi padre, comparaba suertes con su hermano, esgrimiendo que mi padre con sus magros ingresos pudo tener tres hijos y él con lo abultado de los suyos solo dos. Este reclamo había sido la mecha que detonó la discusión. Mi hermana menor cargó con el estigma de haber dividido a la familia con su llegada al mundo.

En ciertos ciclos de su enfermedad, en un discurso catártico, repasa como en un rosario las penurias desentendiéndose de eso que llaman destino.

En todos estos años la vi perder el control en dos ocasiones: la última fue en un brote de su demencia temporal transitoria cuando llegué a su casa acompañado de mi pareja de entonces cuando ella me había pedido hablar a solas. Se convirtió en un volcán de gritos e insultos. La primera fue una tarde, cuando antes de poner a lavar los pantalones de trabajo de mi padre, vació sus bolsillos y encontró una carta de amor que le había escrito a mi padre una mujer.

Su viaje a Córdoba no tuvo muchas explicaciones: “Mamá necesita descansar” fue la respuesta oficial. Pasó unos días en la casa de su tía Alcira. No sé si además de asilo recibió consejos. No sé si meditó sobre lo que había pasado. La historia volvió entre quejas una tarde, muerto ya mi padre, ante sus hijos, en un discurso catártico, sin comas ni puntos seguidos, en uno de esos sermones que detonaba la demencia, para que tomemos nota de que en la vida hay episodios que no sepulta el olvido.

La vida en color sepia, como el suplemento que venía con el diario La prensa los domingos. Mario Levrero, el escritor uruguayo, quiso escribir la novela luminosa. El lado luminoso de la novela sobre la vida de mi madre está en los capítulos que hablan del amor incondicional para sus hijos, por los amigos de sus hijos, a quienes les daba el cariño que según percibía acertadamente les faltaba. Marcelo, mi amigo de la infancia, vivió en su casa unos meses. Varios compañeros de colegio pasaban de visita para recibir un poco del sol del hogar y eso la reconfortaba tanto como vernos disfrutar su tarta de duraznos y su torta trenzada de vainilla con limón. Era generosa en gestos amorosos. Silvina, una amiga de la secundaria y su beba tuvieron asilo en momentos difíciles. Silvina me dijo que nunca le preguntó ni le cuestionó nada, que allí estaba Nelly con su plato de comida y su gesto maternal para escuchar lo que quisiera decir. Cuentan que una vez, siendo un bebé, me dejó sin aire en medio de besos y abrazos. Ella contaba que me llevó al pediatra porque no lloraba y el médico se rió porque el llanto era el reclamo común de las madres y ella lo estaba consultando por mi silencio.

Así como inspiró mi amor a los trenes, me inició en el vicio de la correspondencia epistolar, cuando agregábamos algo de nuestra actualidad a una carta que ella les escribía a sus hermanos en Tucumán o a su tía en Australia. El amor por la correspondencia, como el de los trenes, se sostiene hasta hoy y aquello que en mi infancia me parecía mágico, hoy me resulta imprescindible. Poner la voz en una carta, poner el alma. Antes que germinaran las primeras poesías y las primeras letras de canciones escribí esas cartas. Ella y mi padre me convencieron de que escribía bien, que tenía talento para la poesía y la prosa. Una herencia que impregna mi escritura y mi inmenso amor por la literatura. La vereda del sol de su lado luminoso.

La música y yo

 


La música, entre otras propiedades indiscutibles, tiene un efecto reparador sobre mí y mis estados de ánimo. En estos momentos, mientras escribo, suena Fiona Apple, una artista que descubrí gracias al Maestro Claudio Lafalce en su estudio de grabación mientras trabajábamos en mi disco. 

Hay personas que para cambiar el ambiente, la energía, las vibras de un lugar, encienden un sahumerio. Yo pongo música. Mis gustos son amplios. Charly tiene la virtud de pulsar mis cuerdas íntimas con sus acordes y con sus letras. El tío Paul o el tío John, Génesis, Yes, Liszt, Fito, Spinetta, música uruguaya forman parte de mis listas musicales que pueden durar sonando horas, no importa en qué momento del día. Y cuando descubro a alguien que me conmueve lo busco en Internet para escucharlo. He perseguido durante años canciones que escuché una sola vez. La querida Mariluz Pagani, cuando la angustia le pesaba como un yunque en el medio del pecho ponía el Adagio de Albinoni y lloraba despojándose de todo el lastre. Muchos hablan sobre el poder sanador de Mozart y hay pruebas efectuadas con pacientes internados en hospitales. ¿Amadeus sabía algún secreto sobre la combinación de algunas notas? ¿Porqué para Beethoven la Quinta sinfonía es Dios llamando a la puerta?

Cuando hijos o amigos me recomiendan escuchar el trabajo de alguien recurro al rito de la adolescencia: me siento en un sillón cómodo y lo escucho con atención, no lo pongo de fondo para hacer otra tarea. No me distraigo del mensaje que están intentando enviarme. Así sucedió con Keith Jarret hace poco, un disco recomendado por mi amiga Adriana Grotto en una carta hace años y encontrado por mi hija por la descripción que yo mantenía viva sobre la tapa de esa joya.

Siempre digo que el humor es sagrado para mí. La música también. Recuerdo con mucho cariño ciertas viejas escuchas de discos en casa de amigos. La máquina de hacer pájaros, a 18 minutos del sol, Gismonti. Permanece intacto en la memoria el préstamo de mi amigo Ariel Presta (no es un juego de palabras) cuando me confió el doble de “Adios Sui Géneris”

Están cercanos también, con inalterable precisión, algunos recitales e inflo el pecho cuando cuento que escuché “Inconsciente colectivo” antes de que apareciera editada en un disco inolvidable.

Las aplicaciones ayudaron a contar con música mientras viajo, a cicatrizar alguna herida, a tener presente que dentro del basural en que se ha convertido el mundo en que vivimos, con sus miserias, con sus guerras, existe la música que siempre ayuda a anestesiar o a hacer más soportable el dolor.

Cuando pienso en todos los libros que están pendientes de mi lectura también pienso en toda la música que no escuché.

Las elecciones musicales son tan variadas como los días y sus climas. Puede que los huesos me pidan algo con buen ritmo, temas más relajados, más sinfónicos, más ricos en melodías, más conmovedores en sus letras. Recuerdo a gente que ya no frecuento por sus recomendaciones musicales. Cuando vivía en Palermo el dueño de un kiosco que estaba a una cuadra de mi casa me recomendó a Joaquín Sabina. Yo solo había escuchado, maravillado por la letra, Pacto entre caballeros, donde Joaquinito describe una noche de juerga con un trío de bandoleros que fue a asaltarlo, lo reconocieron y terminaron en una noche de excesos que selló un acuerdo que Sabina cumplió: hacerles una canción. En breve me hice de todos los discos y escuché con atención sus letras.

Una tarde Bobby Flores, en su programa de radio, nos angustió a todos con su consigna: ¿qué disco rescatarías para pasar tu vida en una isla desierta? Él eligió Revólver de los Beatles. Yo creo que el primer doble solista de Charly que incluye la banda sonora de la película “Pubis angelical” en uno y “Canción de dos por tres” en el segundo.

Voy a cortar acá porque el disco que estaba escuchando llegó a su fin.