Polo y yo



Prefiero pensar que no voy a olvidarme, que no harán estragos en mí los años ni el Alzheimer, ese alemán loco que se escapó de la segunda guerra y sigue asolando a la gente.
Prefiero pensar que si alguna tarde de lluvia, repaso un album de fotos, entenderé que ésta que veo en blanco y negro fue tomada de ese modo y no destiñó con el paso del tiempo.
Porque debo decirte que todos, vos y yo incluídos, vamos cambiando bastante, nos estiramos mucho al principio para volver a encogernos y arrugarnos al final.
Y yo te veré crecer naturalmente y siempre serás Pedro o Polo, como te gusta que te llamen.
Me contarás historias cada día más complejas y yo te contaré las mías.
Pero no he de olvidarme de nuestras primeras charlas en la casa de tus viejos jugando en el jardín, luchando, ante la mirada vigilante de tu madre con el carnet de la obra social a mano y el botiquín de primeros auxilios.
Y menos debo olvidar que alguna noche en Uruguay escuchaste subido a mis hombros la historia de Rulloni y California que yo le contaba a tu padre y a partir de allí ese fue tu destino feliz cada vez que jugabas a viajar con tus viejos a algún sitio en los aviones que inventaste en el living de tu casa.
Y tampoco tendría que olvidarme que una tarde, en un campamento, nos tapamos con una toalla que tenía el increíble poder de aislar a las personas para que nadie escuche lo que se conversa cubierto con ella y vos lo probaste diciendo cosas terribles como: culo, pito, caca, mientras todos nos rodeaban, y cuando nos quitábamos la toalla mágica, nadie había escuchado nada.
Unos meses depués de esta fantástica prueba, me invitaste a tu cuarto, te sentaste en la cama y usaste el cubrecama con poderes similares a aquella toalla y conversamos sobre los miedos, tan parecidos en ese momento y siempre a los míos.
No debería olvidarme que con tus cuatro años vos decías que yo era tu amigo, palabra de extraño poder que me hace inmune a las tristezas, a las bombas neutrónicas, a los terremotos y a las noches de tormenta.