En los bosques de Sherwood

Cuando era un niño tenía durante el día dos o tres momentos mágicos.
A la hora de la siesta me esperaba mi nave espacial en el fondo de la casa paterna. Era una nave con forma de higuera.
Ascendía colocando la punta del pie en un agujero natural del tronco a medio metro del suelo. Dos ramas en forma de V servían de sillón, y otra más alta me permitía superar en altura los techos de las casas bajas del barrio y tener, hasta donde llegaban mis ojos, una perfecta visión y custodia de mi comarca.
Una rama que desde el tronco se extendía verticalmente me servía de pasillo que me comunicaba con la sala de máquinas y servía además como eventual salida de emergencia ante el ataque de alguna comunidad intergaláctica.
Con Ana, la mayor de mis dos hermanas y dos vecinos de los cuales nos separaba un cerco apenas más alto que nosotros, hacíamos nuestras historias que terminaban en la merienda para continuar al día siguiente como una temporada de Lost.
Mi hermana Ana sostiene que los guiones terminaban favoreciéndome siempre. Nunca moría, nunca perdía.
El segundo momento llegaba después de la cena. Tomaba el mazo de cartas españolas y desafiaba a mi abuelo a un partido y revancha de escoba de 15. Mi abuelo confesaba que sentía temor de iniciarme en el vicio de los naipes y de vez en cuando se excusaba: “Hoy no que hace frío”. “Hoy no que hace calor”.
Ganarle a mi abuelo era acariciar la gloria.
El tercer momento era antes de dormir. Tenía en mi pequeña biblioteca varios libros de la Colección Robin Hood de tapas duras de color amarillo.
Justamente Robin Hood me hizo viajar muchas noches a los bosques de Sherwood, me hizo cómplice de su sed de justicia. Un héroe que le robaba a los recaudadores de impuestos del rey para repartir el botín entre los pobres. Qué lejos quedó ese siglo.
Cada noche de mi niñez conté con héroes que me transportaban a otros mundos, a otros siglos y que leales como pocos, me esperaban en la mesa de luz de mi cuarto, cerca del velador, perfectamente señalado el punto de despedida de la última lectura.
Gran parte de los libros los he leído antes de conciliar el sueño y se que en mas de una oportunidad han transitado el sendero de la imaginación para deslizarse como polizones en el laberinto inexpugnable que no distingue los verdaderos estados de vigilia.