El caballo de mi padre


En la casa de mi madre viven mas personas que las que el censo registra. Y viven en la marginalidad, sin documentos, ni facturas, ni obligaciones con el Fisco ni con la moral. Viven por unos segundos, unos días o en algunos casos, unos meses.

- ¿Vos te acordás cuando cambiamos la heladera?

- Fue cuando éramos ricos...

- ¿Y cuando fuimos ricos que yo no me acuerdo? -pregunta cómplice mi hermana Teresa.

- La heladera se cambió un poco antes de que se fuera Enrique.

- ¿Quién era Enrique?

- No seas ingrata. No me podés decir que te olvidaste de Enrique, nuestro mayordomo.

Mi madre escucha la conversación en silencio.

- Mamá, ¿nosotros teníamos mayordomo?

- Claro. Enrique. Muy buen mozo Enrique.

Y empiezan anécdotas de Enrique en la vida de la casa y todo aquello que Enrique posiblemente estuviese haciendo en este momento en nueva vida con su familia.


Disfruté mucho de esta conversación y los disparates que de ella emergían. Pensé que está en los genes, en esa herencia irrenunciable, perpetua, natural. En los genes familiares siempre estuvo el humor, el absurdo, la fantasìa.


Una noche llegaron parientes que no esperábamos, que hacía mucho tiempo que no veíamos, venían de la provincia a hacer un trámite a la Capital y resultaba lògico que por el viaje y las circunstancias, se quedaran a dormir en casa. En casa siempre hubo hospitalidad.

Cenábamos en la mesa de la cocina. Mi padre, en la sobremesa, comenzó a jugar con la idea de que la botella de agua mineral ya vacìa era un caballo, y con un lazo de papel con el que se envuelven las masas de confitería, mi padre, ante el estupor de los parientes, jugaba a enlazar su brioso corcel.

Yo me reía por dos motivos: la gracia que me causaba la desopilante historia del caballo que a esa altura y enlazado se agitaba como en un trote cuando mi padre tiraba y aflojaba suavemente de las riendas. La otra razòn era la cara de los parientes que tenían que pasar la noche con ese chiflado.

Mi padre contaba como había encontrado ese pura sangre. Se levantó de la mesa diciendo: "Voy a darle de tomar agua al caballo" y salió. Mi madre le pedìa que terminara con esa payasada. Mi padre volvió a la cocina con la botella con agua hasta la mitad de su contenido. "Tenía mucha sed" dijo con seriedad.

El caballo galopó motado en historias durante un buen rato.

Llegó el tiempo de acostarnos. Me cepillaba los dientes cuando escucho la voz de mi madre espantada desde el dormitorio. "¡Roberto! ¡No me digas que trajiste el caballo al cuarto!" La botella con la cinta de papel atada al pico había sido sujeta como a un palenque de la manija de uno de los cajones de la mesa de luz.

En ese instante, seguramente antes, había dejado al fin de ser una simple botella y era un brioso caballo sobre el que algunas noches como hoy galopo.