Pedro Felipe



Se llamaba Pedro Felipe y era mi abuelo. Tuvo una infancia dura como muchos de los que soportaron crecer en Argentina en el principio del siglo veinte. Para hacer un poco más consistente en carne la polenta que su madre cocinaba para él y sus hermanos, siendo muy chico, salía con una gomera fabricaba con sus propias manos a cazar pajaritos.

Comenzó a ir a clases en la escuela número uno de donde fue expulsado con otros dos forajidos igual que él. Cuando se presentaron ante la directora de la escuela 2 que lo recibiría a él y a otras cuatro generaciones, la máxima autoridad de aquella época dijo mirándolos: “Acá me mandan a Padre, hijo y Espíritu Santo”, frase que quedó marcada a fuego por el resto de su vida y con la que resumía su ciclo escolar y su conducta en ésa época.

Escandalizaba a todos con sus frases, sus respuestas, sus reflexiones sobre el Mundo, la familia, los vecinos, la religión. Un tipo con pocas pulgas, poco amigo de los gestos cariñosos con sus cuatro hijos, tuvo una influencia clara en sus nietos junto con una paciencia que sorprendía a todos porque con los adultos, su tolerancia era casi nula. Se mantenía firme con sus convicciones como pocas personas que conocí. Clara, su única hija se metió en un convento de clausura. Fue a visitarla una vez. La fue a visitar y habló con ella detrás de un tejido donde solo se veía su sombra y allí se enteró que las monjas dormían sobre madera y que como carmelitas que eran andaban descalzas. Dejó de hablarle por 7 años. “Esto no es obra de Dios sino de los hombres que pisan la tierra. Un Dios justo y bueno como dicen los curas no permite que sus hijos sufran”. Clarito.

Mi tío Ernesto era de los primeros en llegar a misa y ocupaba los primeros bancos. Para él y su familia, el cura párroco era una institución, un verdadero ministro de Dios. Una tarde pasaba el padre César por la puerta de casa y se le ocurrió presentárselo a mi abuelo. Lo dejó con la mano extendida. “Yo viví muchos años sin conocerlo y no me interesa conocerlo ahora. A misa no voy. Para rezar con un ladrón, prefiero rezar en casa”. Mi tío y el cura quedaron fulminados por un rayo.

Tuvo tres hijos con Celia, su primera esposa. Cuando ella murió se casó con la hermana menor de Celia y con ella tuvo a mi viejo. Mi abuela, Elisa era creyente y devota de los rezos, la iglesia, las canciones religiosas. Una  vecina toca el timbre y él sale a atenderla. Quería saber si tenían un rosario para prestarme. “Pero carajo, si en esta casa hay rosarios hasta para atar los perros”.

Su relación con la naturaleza, los animales, la tierra era sabia. Tan sabia que mientras ataba los gajos de los tomates que plantaba a las cañas tacuara que él mismo colocaba, por entre los dedos y sin tocarlo jamás, sobrevolaban los camoatís, un bicho que comparado con las avispas es un avión Hércules, capaz de agujerear un poste de luz, un tronco de árbol con su aguijón para hacer su nido, emisor de un zumbido de turbina que espanta, al que cualquiera teme. El no. “Si no lo molestás espantándolo no te pica”.

Mi tía Alcira observaba embelesada en la tele las verónicas de un torero. El solo se sentaba frente al televisor cuando emitían fútbol o Grandes valores del tango. Le preguntó: “Alcira, usted cree en eso?” Mi tía le contestó que sí, que el valor del torero, que la muerte, que… “Ese toro está pichicateado y mal comido. Yo le largaría un toro de La Pampa, bien comido, que nunca vio gente, a ver si le hace todas esas piruetas y le clava esas varas”.

Había dos convocatorias que mi abuela y mi madre temían. Las fogatas en invierno y cuando decía: “Llamen a los chicos, a la chiquita también (mi hermana menor de cuatro años) porque voy a limpiar el revólver”, un 38 Smith & Wesson, corto. Posiblemente esa precoz instrucción militar me sirvió mucho más que la que me dio el ejército a los veinte y el respeto hacia las armas de fuego quedó prendido con mayor solidez que el Evangelio.

No creía tampoco en los médicos. La única vez que se dejó atender por uno, ya viejo, le dieron una inyección que casi lo mata. Soportando una ataque al hígado tirado en la cama, a mi padre se le ocurrió abrir la puerta del dormitorio y preguntarle: papà, llamo al médico? “Si viene el médico te pego un tiro a vos y otro al médico”.

Después de cenar, jugaba conmigo a las cartas. Le confesó a mi abuela que tenía miedo que me envicie con el juego. Así que de pronto ante mi pregunta: Abuelo, jugamos a las cartas? Su respuesta variaba: “No, hoy hace frío” “No, hoy hace calor”. El juego era una excusa para hablar de otros temas y sutilmente templarme, eso lo supe un poco después, a los doce, cuando me dijo que confiaba en mí que hiciera cumplir sus últimos deseos volcados de puño y letra en una hoja simple con su firma al pie: Nada de rezos, flores, velorios, avisos a los familiares. Llaman a la cochería y que me dejen en depósito hasta la cremación. Que las cenizas las tiren en el Río de la Plata. Si la cochería no viene, me ponen en el galpón del fondo, apagan las luces y se van a dormir. El lugar donde quería que dejáramos sus cenizas era preciso, la  zona del río donde acompañaba a su madre a lavar la ropa cuando era chico.

Trabajó hasta de viejo ayudando a mi tío Ernesto en el puesto de diarios que tenía en la estación Olivos. Comenzaba la represión antes del golpe y un agente de policía le pidió los documentos. “Nunca llevé documentos, reloj ni peine”. Lo voy a tener que detener. “A usted le van a dar una medalla al mérito por llevar preso a un viejo de 74 años”. La discusión se hizo larga y empezó a juntarse gente en el puesto de diarios. No se lo llevaron.

En los cumpleaños de sus nietos no compraba regalos. Nos daba un billete de 500 azul que en la contracara tenía una fragata. Para nosotros era una fortuna. Murió el día después de mi cumpleaños y en el lecho de muerte esa mañana dijo: “No le di el regalo a Roberto”. Pidió que en los aniversarios tiráramos una rosa de su jardín en el río, misión que cumplí religiosamente durante años, hasta que me di cuenta que era un símbolo para evitar que no lo sepulte el olvido, la muerte verdadera. Imposible. Mi rosa abuelo, es ésta.