El cuerpo que yace inerte,
ensangrentado, sobre el piso del patio, es el de un niño, que no alcanzó a
llorar, torpe manera que tenemos los humanos de anunciar al mundo nuestra
llegada, ni tuvo tiempo de reír, y
aprender que risa y llanto son solo dos formas de celebrar la vida. Este niño que
no pudo ser observado por los ojos de Dios para que su mano misericordiosa
impidiese el impacto de un inocente contra el suelo, como ya ha sucedido en
otros tiempos bajo el reinado de Herodes, que quizás, y no hay prueba de ello,
haya escuchado los desgarradores gritos de
su madre unos segundos antes, llevándose de este mundo al otro lo que
significan desesperación, humanidad, piedad, redención.
Murió tan violentamente como
ha nacido, la sangre derramada de la pequeña cabeza dan cuenta de ello, apartado
de los cuidados médicos, de las reglas de asepsia obligatorias, de la espera y
bienvenida de los seres queridos, que tampoco sabrán de esta muerte. Su madre
lo ha expulsado del vientre sin que pudieran sus manos darle cobijo en su
llegada ni protección en su caída, sin voluntad, rota como ha quedado, después
de un peregrinaje eterno, luego de recorrer pasillos y celdas, escuchar voces
desconocidas y alaridos de dolor, de órdenes e interrogatorios, de súplicas que
nadie oye, confusa la mente y alborotado el cuerpo, incapaz para diferenciar si
las contracciones son las naturales alarmas del cuerpo o los espasmos y
convulsiones que provocan la picana.