La vida en sepia

El barrio parece el mismo pero no es igual para todos. Para mi madre, con 80 años, volvieron algunas casas que ya no existen, emergieron desde sus ruinas edificios, historia, anécdotas, gente.
Mi madre canta. Enlaza canciones, zambas, tangos con la última palabra que escucha o con la primera que quiere decir, con la misma hilación y continuidad de una charla. Con la misma mecánica recita. Une frases con recuerdos. Los tristes la hacen llorar sin consuelo y los otros reír. De vez en cuando también se enoja. Golpea la taza de té que acaba de beber contra la mesa e imparte la orden con el tono de un mariscal de campo: Callate!!!. De ella sale una voz irreconocible.
No quiere estar sola. Tiene miedo que la muerte venga a buscarla y no estén aquellos de quienes quiere despedirse.
Y dice que nos quiere. Y así como cuando recuerda a mi padre con sus buenas y con sus malas, hace una lista, un inventario de las veces que ha llorado por nosotros a escondidas, en silencio.
Maldice a los militares cuando llega al año 82 y vuelve vestirme en su imaginario de conscripto.
Hace preguntas.
Es una foto triste, de color sepia, como los rotograbados de La Prensa de los 70 en su edición del domingo. Como aquellas imágenes que permanecen inalterables en un papel y que inmortalizaron a los que ya no están con nosotros.
Las historias que cuenta y que nosotros no conocemos son ciertas, como seguramente es cierto su diagnóstico: No estoy loca.
Tuvo una vida dura que carece de álbumes de fotos felices, esas que parecen publicidades, familias sonrientes, escenas eternas. Sus recuerdos se salpican, se funden, se entremezclan. Nos sumerge en sorpresa a veces, otras en desconcierto.
El divague muchas veces funciona como un escape, una salida de emergencia en el incendio. Los protagonistas de una tragedia llevada a cuestas eligen otro mundo donde anclar, aunque pueda ser más cruel que éste, aunque rompan el silencio voces que ya no existen.
Asusta mucho. Asusta tener a la vista un futuro que pueda repetirse y que seamos nosotros los que recibamos la visita de nuestros hijos en semejante desamparo. Asusta tanto o más no descubrir el final del túnel, no distinguir la velocidad con que viajamos al otro extremo.
La psiquiatra se confunde y cree que el pedido de ayuda de sus hijos esconde la intención de internarla. A veces saben muy poco los psiquiatras. Ellos ponen a nuestro alcance las pastillitas milagrosas, esas que te fijan al suelo con tanta fuerza que hasta la lengua termina pesando el doble de su versión original, libre de químicos.
Las pastillas la sedan un poco para que podamos hacerle otros estudios. Le quitan los picos de euforia y los de depresión, le extirpan los deseos de cantar todo el tiempo, de recitar, de unir frases con letras de tango.
Las pastillas cumplen una función parecida a la de aquellos fotógrafos de los 60 que en las plazas te tomaban fotos en blanco y negro y ellos le ponían color pintándolas  a mano.