Necrológicas


Entró al bar y se dirigió a la mesa de siempre. Dobló el diario en dos y lo colocó en la mesa, buscando al mozo con la mirada apoyó el perramus en una de las sillas. Pidió un cortado como todas las mañanas y una medialuna de grasa. Levantó la vista hacia la calle para quedarse con la imagen de la gente en el crudo invierno de Buenos Aires. Abrió el periódico y leyó los copetes de las noticias en la información general, luego, como todos los días desde hacía treinta años, saltó a las necrológicas.
La lectura de los avisos fúnebres formaba parte de su rutina por tradición familiar. Allí se enteraban, con un mensaje escueto, telegráfico, preciso, del fallecimiento de algún pariente, de un vecino o de un amigo de la infancia. Mientras comenzaba su recorrido por orden alfabético de la lista del obituario, el mozo le sirvió el café y a un costado de la taza la cuenta sin interrumpirlo. Abel, Alaiz, Alonso. Hizo memoria. Era un apellido común pero no conocía a ningún Alonso. Últimamente se había vuelto habitual encontrar a un viejo conocido. El paso de los años, como para él, llegaba para todos y tarde o temprano hijos, sobrinos, amigos y hermanos publicaban la última noticia de los que ya no tendría que llamar para enterarse como estaban.

Maroni, Mizzone, Muriatti. Se detuvo con un sobresalto. Sus primos vivían en La Pampa y hacía rato que no tenía noticias de ellos. Siguió sobre el artículo. Muriatti Ramón, sus hijos Alejandro, Marcelo, Mauricio, nietos, bisnietos y demás familiares participan con profundo dolor… Volvió sobre la lectura. Al principio, encontrar un homónimo fue un impacto, pero leer el nombre de sus hijos, nietos y bisnietos lo encerró en un desconcierto. Se sintió mareado y cerró el diario. ¿Sería una broma macabra? No tenía enemigos y sus amigos eran incapaces de publicar algo así. Bebió el café tratando de recobrarse de la desagradable sorpresa. Le pareció que estaba frío pero antes de llamar al mozo volvió a abrir el diario asustado para comprobar si esto podía ser una señal de alguna enfermedad senil hereditaria. El aviso estaba ahí, como él lo había leído segundos antes.

Ramón Muriatti llamó al mozo sin dominar el temblor en su mano derecha. El mozo continuaba acodado a la barra sin prestarle atención. Insistió levantando la voz y tampoco tuvo señal que lo escuchara. Se puso de pie y gritó pidiendo ayuda. Los parroquianos continuaron en sus conversaciones sin registrar su desesperado llamado de socorro. Tomó el abrigo para salir del bar y sorprendido vio la calle reflejando el aplastante calor del verano.