Como los barcos que comandaron, corrieron distinta suerte. Algunos
presidieron embarcaciones modestas y no por eso menos emocionantes. Después de
miles de millas y de olas que azotaron sus cuerpos, descansaban apoyados en una
pared y esperaban la noche para recordar en la intimidad de la sala sus
historias de travesías.
Alguien recordó a aquel marinero que se negaba a desembarcar porque
sentía mareos en tierra firme. Una noche sus compañeros lo llevaron a puerto
por la fuerza. Unas horas después yacía boca abajo acuchillado, en un charco de
sangre, luego de una pelea entre borrachos.
Una dama recordó que originalmente su mirada estaba dirigida al agua
pero quedó con la vista al cielo de tanto suplicarle al Dios de los mares
clemencia en una tormenta que por milagro no se convirtió en naufragio.
O aquella otra, secreta confidente de las cartas de amor de un
tripulante a su amada esposa. No sabía el pobre que su hermano ocupaba durante
sus ausencias su lugar en la cama conyugal. Después del último viaje no volvió
a embarcar.
El pintoresco hombrecillo con acento italiano que trajo del otro lado
del océano familias que escapaban de la hambruna europea y se volvieron
prósperas en estas tierras.
El más triste y golpeado de todos fue rescatado del fondo del mar
medio siglo después y por las noches no duerme, perseguido por los gritos
desesperados de los pasajeros.