Llegó a casa de mis padres adoptada en una veterinaria con tres meses
de edad en brazos de mi hermana. Y fue
mi viejo el encargado de cuidarla en sus primeros días en su nuevo hogar. Creo
yo que en gratitud a ese gesto, cuando mi viejo enfermó y había que curarle las
heridas de la pierna, ella abrazaba la pierna enferma de mi padre y le daba su calor.
Dicen que los gatos nos acompañan a atravesar portales de otras
dimensiones y nos ayudan a regresar de ellos ilesos. Por algo los egipcios lo
consideraban un animal sagrado.
Parió cuatro hijos y el único macho fue envenenado cuando creció por
una de esas almas oscuras que habitan cualquier barrio y que ocupan los
primeros bancos en las misas a las que nunca faltan.
Tenía tanta personalidad como para atravesar el patio trasero donde
están los perros y beber el agua del balde destinado a ellos.
Cuando yo iba de visita los fines de semana era la primera en salir a
saludarme y luego de comer y sin aviso se subía a mis piernas para dormirse una
siesta.
Pude comprobar que no hay que cuidarse de los gatos negros. Son los
humanos los verdaderamente siniestros y portan consigo muchos años de mala
suerte y calamidades.
Mi hermana la llevó a la veterinaria hace unos días. La habían
envenenado. El veterinario le confesó que mucha gente entraba a su consultorio
pidiendo veneno para gatos. “Yo estudié para curar, no para matar”-les
respondía. También existen quienes ofrecen una recompensa a los guardias de la
zona por cada gato muerto. Si hay un dinero sucio seguramente será ése.
Partió al cielo de los gatos. Ese cielo al que no se reza, no se
miente, no se asciende como bienaventurado. El infierno sigue acá abajo.