Memorias de una vedette

Nosotras no sabíamos nada. Éramos las mujeres top de la televisión y los teatros de revistas. Estábamos en nuestro mejor momento. Aprovechamos que en esos tiempos nuestros cuerpos eran perfectos y todos los hombres del país soñaban con cogernos. En el teatro, cuando nos sentábamos en las rodillas de algún hombre y lo franeleábamos un poquito, pensábamos cuántas pajas se haría o cuanto se beneficiaría su mujer aquella  noche. Rajábamos la tierra y lo único que lamento es haberme subido al tren de la cocaína. No me bajé más. Y en aquella época nos llenaban las carteras, hoy la mendigo.

Ni me acuerdo cuántas fiestas fueron, qué se yo, fueron varias. Entrábamos en coches oficiales con custodia, como unas reinas. Y ellos al entrar al salón nos hacían la  venia. Me acuerdo que a Eduardo lo calentaba mucho verme en bolas con la gorra de almirante en la cabeza. Se ponía loco, me rociaba con champán y me pasaba la lengua por todo el cuerpo. Yo no podía creer que ese tipo serio que veía en los discursos fuese el descontrolado que conocía en la intimidad. 

A Alfredo, pese que era un churro bárbaro, le teníamos miedo. Nos mordía y dejaba las marcas. Era medio sádico y tenía una mirada de hielo.

Trabajábamos todas con el ruso y él se llevaba una parte de nuestro cachet. Eran noches de descontrol pero pagaban muy bien y nos divertíamos. Laburar y divertirse, ¿qué más querés?

Todo se supo después, por lo menos yo. Nunca vimos nada raro. Si lo dijera mentiría. Ellos también estaban en la cresta de la ola y nadie, salvo nosotras, les tocaba el culo.

¿Qué podría saber yo de todo eso? Para nosotros era solo la ESMA.