Barrio viejo


Jamás hubiese creído que después de haber vivido una vida a tanta velocidad y vértigo, sentiría este raro placer de viajar en un automóvil tan lentamente. Hasta me cae bien el chofer, aunque solo vea sus ojos reflejados en el espejo. Hacía mucho tiempo, quizás desde las épocas de mi padre y su Plymouth 39, que no recorría el barrio al ritmo de los paseantes domingueros. Se me llenan de aire los pulmones al mirar el techo verde que construyeron los árboles a uno y otro lado de una de mis calles preferidas para encontrarse en un abrazo de ramas que apenas permite el paso de unos pocos rayos de sol.

La plaza y la iglesia. La plaza donde jugué en la infancia y enfrente la iglesia donde se casaron mis padres y mis hermanos. Yo no quise. Después que Inés se casara aquí con mi hermano, sin remordimientos por sus años de noviazgo conmigo, no pude venir ni al casamiento de mis dos mejores amigos. Aquella noche pude haberme matado pero no tuve valor.

La casa del Tala. Cómo se fue viniendo abajo desde su partida a Canadá. Noches enteras de caña y pase inglés se esfumaron como los paquetes de cigarrillos que comenzábamos a consumir. Nunca le dije al Tala cuánto me había dolido su partida. Jamás hablamos de la noche que trajimos engañada a Estercita y la emborrachamos. Como lloró. Y nosotros, borrachos como ella, no pudimos hacer nada.

La casa de la vieja Emilia. Siempre creimos que era una bruja y le hacíamos maldades para esconder el miedo que nos inspiraba. Y ahora me saluda desde la vereda. No me guarda rencor, pese a que sabía que el cerebro de la pandilla, la piel de judas, el más canalla de todos era yo. Pobre vieja.

El barrio está como lo recuerdo desde siempre. En cada regreso alguna que otra novedad chiquita. La bicicletería del tano que cerró, la vieja heladería que hoy es un lavadero, la casa de Inés que nunca recuperó el cerco de ligustrina que se llevó el incendio. La cuadra de mis amigos, el azote del diablo. Pensar que el único que no se enderezó con los años fue el Hormiga. Y nunca, ninguno de nosotros tuvo el valor de ir a visitarlo en prisión. Queda lejos, decíamos. Ni una carta le mandamos al Hormiga.

El barrio y los amigos de siempre, que me acompañaron desde la infancia. Aquí están, siguiéndome en caravana en mi último paseo.