Escuché el aplauso, preciso como siempre a pocos segundos del
punto final del último parlamento. Fue un aplauso cálido, prolongado,
afectuoso... Los actores que tenemos muchos años de oficio sabemos interpretar
cual es el mensaje del público, cuando nos aprueba con cariño y cuando nos
reprueba con desdén. Allí estaban mis colegas, los críticos, mi familia, de pie
y emocionados. Nos pasamos la vida ensayando y pocas veces recibimos el halago
que corresponda a tanto esfuerzo.
En los últimos años interpreté papeles menores. Reconocían mi
arte pero me metían en la piel de algún
anciano, un médico que da una mala noticia, papeles breves, de pocas líneas.
Por suerte conté siempre con mi familia, preocupada porque me deprimiera
comprobando que ya no me convocaban para los
clásicos como en los años de gloria, que ya no me reconocieran en la
calle, que tomara el callejón del olvido.
Se van a apagar las luces y quedaremos a solas con los colegas
del elenco. Me están esperando para la vieja y maravillosa liturgia de ir a
comer, repasar algunos detalles de las escenas; sobre todo los risueños, algún
error, un olvido. Tienen una edad cercana a la mía y los lugares donde íbamos a
comer años atrás ya no existen.
Se baja el telón y no hay saludo ni gratitud por haber venido y
por las flores. El panteón de actores se parece a los teatros vacíos.