La carta quemada

 

Recordó el reflejo del brillo de la tinta sobre el papel, el flujo constante de la pluma deslizándose y aquella lágrima que cayó sobre la hoja y deformó la palabra hijos como una señal involuntaria del destino. Desplegó la hoja para poder leerla en voz alta preguntándose a sí misma si iba a poder contener el llanto en algunos párrafos que al escribirlos lo habían provocado. 

Había creído con religioso fervor en el consejo de una amiga cuando le contó sobre el poder sanador de una carta y lo mucho que la había ayudado a superar y cerrar las dolorosas cicatrices de la vida. Siguió al pie de la letra las indicaciones haciendo un pormenorizado inventario de aquellas tristezas nunca confesadas. 

Con nadie había hablado del descubrimiento temprano, siendo una niña, de los hematomas en el cuerpo de su madre, del horrible olor que exhalaba a veces su padre y la furia que lo enceguecía cuando ella se negaba a acercarse y abrazarlo como él deseaba. 

Con voz temblorosa recorrió cada párrafo como le había sido indicado. Siempre había creído que solo Dios era capaz de perdonar. En un par de renglones viajó al momento de aquel dolor intenso y la sangre tibia corriendo entre las piernas. La imagen que no termina de borrarse, pese al esfuerzo, de aquel consultorio médico clandestino, su amiga que la esperaba en un pasillo y a la que nunca, después de aquella tarde, volvió a ver.

La caligrafía minuciosa unía con un hilo invisible momentos aislados a la realidad actual de las palabras. La cola de la letra a en cursiva sobre el final de un vocablo era el anzuelo que arrastraba a la superficie del presente alguna imagen del fondo del olvido.

Fue conmovedor escribir esos recuerdos y volver a experimentar las sensaciones de cada momento. El ahogo por una opresión en la garganta cuando peleó con su hermano mayor por la herencia de la casa familiar. Su arrepentimiento a tantas cosas dichas y a tantas escuchadas, y entre ellas, haber señalado a su cuñada como instigadora en un pleito que dividiría las aguas para siempre. 

El último párrafo fue para el día en que llevó a su padre a un asilo para ancianos, el saludo final de la primera despedida y de todas las que le seguirían cada domingo durante años. 

Había terminado de leer la carta en voz alta. La mano temblorosa acercó el fuego del encendedor al vértice de papel. La pequeña llama no tardó en comenzar a devorar la superficie y las palabras. Un humo azul se elevó al cielo y sintió que junto con él viajaba todo el peso que en su alma estuvo cargando durante años. Suspiró aliviada.


Libre de virus. www.avast.com