Mientras acomodaba en bolsas de
plástico hileras de libros para protegerlos del polvo pensó que pintar su
departamento se parecía a una mudanza. Fue inevitable viajar montado en los
recuerdos a sitios donde lo transportaron mágica y sabiamente durante días José
Saramago, William Faulkner, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Haruki
Murakami, Humberto Costantini, Jack London, Abelardo Castillo, Rodolfo Walsh y
otros tantos que ahora formaban una fila involuntaria como en la escuela
primaria a la hora de izar la bandera. En uno de los anaqueles, tapado por
otros ejemplares, encontró, para su sorpresa, un diario pequeño con tapas de
cuero y cierre de metal que su madre le había regalado en la adolescencia.
Estaba cerrado y el botón para abrirlo exigía el uso de una llave pequeña que
se perdió como se pierden los objetos pequeños e indispensables. Lo separó para
repasarlo más tarde. Ya llevaba mucho tiempo de distracciones inesperadas. Las
tareas mecánicas y rutinarias como limpiar la casa, lavar la ropa o los platos
o poner un orden mínimo siempre le disparaban ideas que de vez en cuando
anotaba para no perderlas. El diario quedó separado de los libros y lo colocó
en la mesa del comedor.
Unas horas después, con una taza de
café humeante y un cigarrillo recién encendido, forzó el botón que impedía el
acceso a extraños que no contaran con la llave. Se encontró con una letra de
tiempos de escuela primaria, escrita con tinta estilográfica, la única que
permite certificar la edad de cualquier texto. Frente a sus ojos desfilaron
episodios que en otros tiempos fueron importantes y el abrazo invisible de la
nostalgia.
La lectura trajo escenas de un pasado
lejano que sobrevolaron la habitación como gaviotas siguiendo a un barco. No
eran sus autores preferidos los que registraron esos detalles de manera
cronológica. Era él mismo desde los doce a los dieciséis años, desde el
guardapolvo blanco al bléiser azul y la corbata, desde la inocencia de la
pubertad al momento de aventurarse en terrenos prohibidos o al menos secretos
como ese diario.
Lo cerró con cuidado y lo separó junto a papeles, borradores, cuadernos que en el fin de semana quemaría. Una sensación desconocida lo condujo misteriosamente al colegio parroquial, a la confesión de los pecados, a la ruptura de leyes y códigos inquebrantables. Había violado una cerradura para fisgonear la vida privada de una persona que ya no era él.