La última pelea de la noche

 

Un gesto casi imperceptible de su entrenador hizo que todo el mundo abandonase el vestuario para que se quedaran a solas. Sentado en la camilla vio como su mentor, maestro y escudero de toda la vida apoyaba los brazos a sus costados y lo miraba en silencio. Por arriba del hombro pudo ver la imagen que le devolvía el espejo. El ojo derecho totalmente cerrado por una inflamación escalofriante. La cara desfigurada por distintos hematomas, el labio partido y la sensación de haber envejecido diez años en pocas horas. Se preparó para escuchar el sermón que le faltó en la niñez, para el parecer justo, equilibrado y certero con el que siempre contó desde los dieciséis años cuando se conocieron en el gimnasio.

Fue un campeón sudamericano muy joven y a los veintiséis años se calzó el cinturón de campeón del mundo. La fama, la cima y la larga lista de invitados nuevos a su fiesta lo marearon más que algunos golpes recibidos. Romances de farándula, vida nocturna y amistades interesadas se esfumaron cuando su carrera comenzó a ir cuesta abajo. No solo perdió lo que había ganado. Con el ocaso deportivo terminó en escándalo un matrimonio, se salvó de ser encarcelado por malos tratos, dejó de ver a sus hijos y acabó enemistándose con quien ahora se encontraba a su lado.

Lo fue a buscar cuando surgió la posibilidad de la pelea. Su entrenador le dijo que no sin enojo ni reproches. La charla duró desde la medianoche a la madrugada y sabía que lo que escuchaba era cierto. Diez años lo separaban de su oponente, una carrera metódica y otra de descontrol, un estado físico óptimo y otro a alcanzar con un sacrificio que no estaba seguro de sostener en los meses que faltaban para el combate. No era solo la bolsa que podría cobrar lo que lo impulsaba al desafío. Era también volver a escuchar el clamor de la gente, a superarse a sí mismo y a cerrar una carrera de manera digna. Cuando escuchó que su oportunidad estaría solo en los tres primeros rounds porque allí iba a tener su máxima potencia, supo que contaba con él. Luego comenzaría un combate tan duro como desigual. Para cerrar el pacto que acaban de celebrar le pidió que jurara que por ningún motivo tirase la toalla si la pelea se ponía dura. Quería caer como un gladiador luchando y no por abandono. Se abrazaron y al día siguiente volvieron a trabajar como hacía unos años.

La pelea se planteó como lo había adelantado su entrenador. En los primeros tres rounds desarrolló su pico de energía y dominio. El centro del ring le pertenecía y buscaba a su rival para acorralarlo contra las cuerdas y descargar los mejores golpes. Dos derechazos precisos hicieron tambalear a su rival diez años menor, con menos oficio pero de mejor condición física que él. A partir del cuarto ya no tuvo el oxígeno de las vueltas anteriores y perdió el control del combate.

Comprobó en carne propia la potencia de la pegada de su oponente. Un gancho al hígado lo obligó a trabarlo para ganar el tiempo necesario para recuperarse. Desde el quinto al noveno round de una pelea pactada a diez recibió y soportó una andanada de golpes que hubiesen derribado a cualquiera con menos temperamento. Las tarjetas del jurado expresaban una diferencia notoria y el público, al ver la sangre que manchaba hasta la camisa del árbitro, empezó a desear que se terminara de una vez para que esa paliza no tuviese destino de hospital.

En dos ocasiones subió al cuadrilátero el médico para revisar el corte del pómulo y las compresas para hacer bajar la hinchazón no conseguían otro resultado que provocarle un dolor agudo. Volvía al centro del ring en cada toque de campana sabiendo lo que le costaba levantar los brazos. Cuando se tiraba contra las cuerdas se preocupaba tanto de cubrirse como de la falta de respuesta de las rodillas o los quiebres de cintura. Ya casi no respondía a los golpes recibidos. Cuando lanzaba un golpe sentía algo similar a cuando en la adolescencia levantaba la carretilla repleta de ladrillos.

Un relator que acompañó y vibró con su gloria de otros tiempos decía que era momento de parar la pelea, que estaba todo dicho, que no hacía falta seguir soportando tanto castigo. Quebró la cintura para evitar un derechazo que venía como un tren y desde abajo catapultó, girando la cintura, un uppercut con el pequeño resto que le quedaba de fuerza que hizo impacto en el mentón de su adversario. Vio girar al rival con los brazos caídos a los costados del cuerpo. No pudo ver que se desmoronaba con los ojos en blanco como fulminado por un rayo. Se desplomó contra la lona con un ruido que dejó en silencio a la platea. Entonces se fue, con paso zigzagueante hacia su rincón mientras el árbitro contaba.