El rosario

 


Era un hombre mayor, de unos setenta años, con lentes de cristales gruesos y estaba sentado en el último asiento doble antes de la puerta de descenso del colectivo. Creí que hablaba solo pero viendo correr impulsadas por su dedo pulgar las cuentas del rosario que tenía enrollado en su mano izquierda supe que rezaba. Rezaba con una expresión que no correspondía a una súplica sino a una exigencia. Dios lo debía estar ignorando en esos días, pensé, mientras él reclamaba con energía por el cese de esa perfidia. Quizás esté demandando por la situación de un ser cercano a quien Dios desconsideraba en su sufrimiento. Levantó la vista como si escuchase una advertencia y fijó su mirada en mí, vigilante, poniéndose en guardia ante un ataque. Giré la cabeza y escuché un reclamo que pareció dirigido a mí por fisgonear. Increpaba a otro pasajero que lo rozó con una bolsa de compras reclamándole de manera airada que tuviese más cuidado. El hombre se sorprendió con el tono de la queja y le respondió en voz baja mientras se aprontaba para descender. El que rezaba volvió hacia él una mirada cargada de ira y se puso de pie. Mientras con la mano derecha se aferraba del pasamanos con la izquierda, la del rosario, lanzó un golpe preciso, demoledor que hizo impacto directo en el rostro del que llevaba las bolsas de las compras derribándolo. Cayó de espaldas inconsciente, con los ojos abiertos. Un hilo de sangre corría desde la mejilla marcando la huella del corte que hicieron las cuentas del rosario. El agresor descendió del colectivo en medio del alboroto de los pasajeros. Cuando pisó la vereda se persignó dos veces.