El complot de los cerrojos

 


Perdí la cuenta de los días en que se desató la catástrofe. Recuerdo que aquella mañana me desperté como siempre, encendí la cafetera y fui al baño. Bebí el primer café de la mañana observando la calle por la ventana del living. Vi salir al cerrajero de su negocio ubicado en la vereda de enfrente con su valija de metal en la mano y cierta prisa. Tocó el timbre en la casa de al lado y entró. Unos segundos después un hombre se apoyaba en la puerta de vidrio de la cerrajería y rodeaba con sus manos la cara para evitar la luz ambiente que le impedía ver el interior del negocio. Golpeó la puerta con los nudillos, retrocedió y miró su reloj. Una mujer se acercó y por los gestos supuse que venía por la misma razón. Pensé que el cerrajero perdía clientes y dinero por no dejar una nota simple en el vidrio anunciando: “Estoy en la casa de al lado” u otra ya armada: “Regreso en media hora”. Me llamó la atención la llegada de un tercer cliente, víctima de la misma frustración que los anteriores. Un taxi se detuvo y descendió de él un hombre con gestos de apuro, golpeó el vidrio e igual que el primero intentó encontrar al cerrajero en el interior del negocio. Tuve la intención de abrir la ventana y gritar que estaba en la casa de al lado. El frío me hizo desistir. El hombre volvió al taxi y se fue. Cinco ventas perdidas, pensé. Era media mañana y supuse que por el frío la calle se iba despoblando y el tráfico mermaba su densidad de siempre. Dejé la taza en la bacha de la cocina, doblé la lista de las compras y la metí en el bolsillo, me coloqué un abrigo y me dispuse a salir. Quise abrir la puerta de entrada y me sorprendí de encontrarla cerrada con llave. La cerradura hizo dos giros y cuando tiré del picaporte seguía cerrada. Volví a hacerla girar y la llave hizo una vuelta como si virara en falso. Fui hasta la cocina e intenté salir por allí para ir directamente a la casa donde se encontraba el cerrajero. Volvió a suceder lo mismo y comencé a golpear la pared que comparto con el vecino. Del otro lado me gritó que se encontraba encerrado como yo desde hacía horas, que había estado golpeando la pared contigua durante minutos sin que yo le respondiese. Al notar la desesperación en su voz le pedí que se calmara.

Levanté el auricular del teléfono para llamar al portero y pedir ayuda. No tenía tono. Mi celular era la puerta de emergencia. La clave que digité para desbloquearlo era incorrecta y con los dos intentos posteriores quedó bloqueado definitivamente. Comencé a sentirme nervioso, desorientado por la serie de contratiempos. Encendí la computadora y mientras esperaba que se configurara puse en mi boca el primer cigarrillo de la mañana, un par de horas antes de lo habitual. La laptop me anunciaba, como antes el celular, que la contraseña era inválida. Me dejé caer sobre el sillón. Decidido, abrí la ventana y salí al balcón para pedir ayuda. Muchos vecinos vivían la misma situación que yo y con la misma angustia. La calle estaba desierta. En pocos minutos fueron cientos de personas en balcones y ventanas pidiendo ayuda.

Me propuse no perder la calma, respirar profundamente, sentarme en el sillón del living y pensar para encontrar con lógica una solución al problema Me angustiaba saber que no era el único que vivía la misma situación. Pensé en la policía, en los bomberos y en el ejército. Ellos estaban en condiciones de salir a la calle y socorrer a los encerrados. Supuse que ya habían comenzado, que era cuestión de horas para que ampliaran el radio entre los más cercanos a cada repartición y que en poco tiempo estaríamos libres. No entendía cómo había podido sucedernos esto a todos en el mismo momento. ¿Qué similitudes compartían las cerraduras y las claves de los celulares y las computadoras? La radio y la televisión emitían un sonido agudo muy parecido al de los equipos de audio cuando acoplan. Fui hasta la cocina, abrí la alacena y luego la heladera. Las provisiones eran como las de cada sábado antes de salir por carne, fruta, vino y algún artículo de limpieza. ¿Qué estaría sucediendo en la casa de mis hermanos con hijos pequeños, angustiados por esta situación? Yo vivía solo desde hacía años desde que me divorcié. Pensé en mis amigos. Un ruido sordo me devolvió al living. Alguien intentaba derribar una puerta, misión imposible en mi casa. El dueño anterior blindó las dos únicas entradas y el balcón con siete pisos de altura no era una opción posible de escape.

Las horas transcurrieron sin otras novedades que algunos gritos de desesperación inútiles. Comencé a escribir en un cuaderno un detalle de mis estados de ánimo para recordar dentro de unos años las sensaciones que experimenté en el día más extraño que me tocó vivir. Quise distraerme con la lectura pero me detenía en cada párrafo para comprobar si en el exterior ocurría algo que indicara que pronto se solucionaría esta situación. De vez en cuando dormitaba unos segundos para despertar en la misma realidad.

Corté el último tomate que quedaba en la heladera y me preparé un huevo duro para hacer una ensalada agregándole arroz. Los gritos provenientes del exterior se sucedían esporádicamente. Alrededor de las cinco de la tarde merendé y fumé el último cigarrillo del paquete. Cuando oscureció puse un disco para que la música cambiara mi estado de ánimo. El recurso había sido infalible hasta ese día. Calenté agua para preparar un café y noté que la presión del agua había disminuído y me di cuenta que aunque tuviésemos energía eléctrica era probable que la bomba que alimentaba los tanques no se hubiera encendido. Esa deducción me hizo pensar en aprovisionarme con distintos recipientes que fui acomodando en la heladera. Sin quitarme la ropa me acosté y me cubrí con un edredón. Las estufas funcionaban y con la caída del sol el frío era más intenso.

Soñé con mis padres en uno de esos fines de semana familiares en una isla que tenía uno de mis tíos en el Tigre. Soñé con aquel domingo en que mi padre bebió más de la cuenta y mis hermanos y yo escuchamos los gritos de una discusión que tenían con mi madre en el interior de la casa desde el jardín donde jugábamos. Mi madre sollozaba y amenazaba con irse. Oímos ruidos de vidrios rotos y un golpe grave y seco. Miré a mis hermanos que se mantenían en ronda, inmóviles, con la mirada fija en el suelo. Clara, la menor de todos, lloraba en silencio. Vimos salir de la casa a mi padre llevando en brazos a mi madre inconsciente. Mi madre tenía sangre en la frente y en los brazos. Mi padre la llevó hasta el muelle y la cargó en la lancha. Puso en marcha el motor y salió gritándonos frases incomprensibles. Nos quedamos los cuatro solos hasta que en la noche llegaron mis tíos a recogernos. Cada uno de nosotros tiene una visión distinta de lo que sucedió esa tarde. Ninguno de los varones recuerda el velorio de mi madre y Clara no volvió a hablar desde ese día.

El tanque de agua se agotó ayer a la tarde. Tuve que recurrir al algodón para no escuchar el llanto de los niños ni los gritos de desesperación de la gente. Un olor putrefacto invade todos los ambientes de mi casa. En la calle solo se ven los pájaros. Se terminaron mis provisiones y el vecino hace dos días que no responde a mis llamados. Algunos vecinos desesperados se arrojaron a la calle y los perros hambrientos destrozaron sus cuerpos. Nadie sabe si esto que está ocurriendo es mundial. Tengo la esperanza de que alguien venga a rescatarnos cuando note que no hay comunicación con nuestro país.

Comencé a escribir este diario por inercia, intentando mantener la mente ocupada. Duermo por momentos y me despierto sobresaltado esperando que esto sea una pesadilla y que las cosas recobren las formas que siempre conocí.

 

Los vecinos de los pisos inferiores que mediante sábanas descendieron a la calle para ir en busca de ayuda jamás regresaron. Puede ser una ilusión óptica producto de la debilidad pero cada día que pasa hay menos pájaros cruzando el cielo.

El niño del cuarto piso dejó de llorar, igual que dejó de gritar la anciana del séptimo.

No hay horror más grande que el que crea nuestra imaginación y cada uno de ellos nos hunde en la zozobra. Dejamos de pensar y de buscar otros caminos y entre la resignación y la esperanza aguardamos que  alguien nos rescate y nos ponga a salvo de una muerte segura.

En la desesperación a la que me condujeron esas escenas he vuelto a rezar como cuando era niño, implorando a Dios, al Cielo y al universo por ayuda. Pasaron muchos años de aquellos días en que para orar me arrodillaba al costado de la cama con las manos entrelazadas y la mirada fija en el crucifijo, unos minutos antes de dormir, pidiendo protección ante las tentaciones del Diablo. El mismo Diablo debió percibir mi silencio y ahora está a mi lado. Cuando me despierto sobresaltado presiento que me observa agazapado en un rincón a la espera de mi rendición incondicional, a que admita: Dios me ha abandonado y estoy a su merced.

Me ha costado mucho lograr que me responda. Creo que su silencio es parte de una estrategia depurada con los años. En la noche sus ojos se enrojecen y juraría que cuando me escucha sollozar se frota las manos palpitando su inminente victoria. ¿A cuántos habrá tentado y reclutado con su infinita paciencia? Sin darme cuenta comencé a hablar con él como con un amigo entrañable. Le fui contando momentos de mi vida que pocos conocían en un relato inconexo que se parece más a una confesión. Me observaba con atención, arqueaba las cejas y me interrogaba de una manera en que me obligaba a pensar si mi manera de obrar en algunas situaciones me acercaban a él. Intuía que él percibía mis dudas y sonreía. Muchas veces asentía con un movimiento de cabeza sin decir una palabra. Si despertaba y no lo veía cerca lo buscaba por la casa. Aparecía sin anuncios. Abría los ojos y allí estaba. Nunca lo vi dormirse. Nunca lo vi marcharse. Aparecía y desaparecía a voluntad.

Desperté una noche por un estrépito en el pasillo del edificio y las luces de colores rojo y azul que recorrían las paredes de mi casa filtrándose por las ventanas que daban a la calle. No tenía fuerzas para ponerme de pie y grité de manera gutural pidiendo ayuda cuando escuché que intentaban abrir la puerta de mi casa. Yo estaba sentado en el piso con la espalda apoyada contra la pared cuando tres hombres y una mujer ingresaron. Pude ver la luz de una linterna sobre mis ojos. Me colocaron en una camilla y me ataron. La mujer me colocó en el brazo una sonda con suero mientras trataba de calmarme. No entendía lo que conversaban entre ellos pero me sentía a salvo. Me trasladaron en la camilla por el pasillo y pude ver en las puertas abiertas de los departamentos de mis vecinos sus caras observándome horrorizados.