Los
papeles en el caos que presagia la tormenta. Estuve toda la tarde repasando
borradores sin encontrar una idea que pudiese continuarlos. Sentía correr por
el cuerpo esa ansiedad que no se calma con pastillas. Me propuse trabajar hasta
que algo surgiese, leyendo y releyendo, con la paciencia del pescador, con la
voluntad de la hormiga. Tenía una canción que nació en el 86 y quedó
inconclusa. Contaba con palabras como Austral que ya nadie recuerda como
moneda. La había pensado como introducción para un espectáculo que nunca
presenté. Otras canciones a medio tejer contaban con un par de estrofas de
cuatro versos, algunos cuentos, un par de poemas a media luz.
De
pronto sopló el viento sobre las velas y las palabras se fueron ordenando
solas. Desempolvé mi querida Olivetti Lettera 32 y hacerla sonar un poco
después de meses silenciosos, para quitarle los celos hacia la laptop y volver
a sentir el golpe de los tipos contra la hoja en blanco y el rodillo. Pequeños
vicios de escritor que siempre vuelve con nostalgia a los puertos conocidos.
Pensé en un borrador sobre el humor, en la tasa de desempleo con culpa,
en Clarice Lispector escribiendo con su máquina sobre la falda y en la muerte
de los oficios ante el avance tecnológico y quién reparará mi querida máquina
de escribir.
Para
la canción no necesité la guitarra. La melodía repiqueteaba en mi cabeza desde
hacía días. Encendí un cigarrillo, me serví un café con azúcar. Entendí que el
pequeño velero se movía. Escribí una estrofa nueva y me quedé mirando el papel
con los ojos fijos sin dirección firme. Anoté lo que quería decir en la canción
para ver si me ayudaba a quitar el ancla. Entonces enderecé la proa de manera
firme hasta el final. Tengo una canción sobre la inspiración que debería volver
a cantar y que quedó afuera de la lista de buena fe que conformaron el disco.
Me
planteé y me reproché que las publicaciones diarias en las redes me quitaban
tiempo y vigor para sentarme a escribir como me gusta, que quizás esta
obligación de publicar y que nació por un desafío y una invitación de un colega
a escribir humor de una línea, simple, directo, irónico, sarcástico, fiel a mi
estilo, se estaba transformando en vicio y el ocio creativo se estaba
resumiendo a mirar por la ventana que da a la calle.
Pero
fue a la noche cuando se destapó la chimenea. Bajo la luz de la lámpara que
compré especialmente para estos momentos escribí lo que faltaba y un poema
sobre los cambios en quienes unos atrás fueron nuestros héroes.
Tomé
una foto. No sabía entonces que el primer audio de la mañana siguiente no sería
con buenas noticias.
Repasé
la lista de cosas que me hacen falta para tener la energía y el valor
indispensables para escribir, actividades simples como caminar o andar en
bicicleta. Volví a pensar en Clarice Lispector y cuánto me ayudaba leer las
crónicas que publicó durante seis años en el Journal do Brasil. Sin dudas,
leyendo a Saramago, aparecieron otros cuentos que nada tienen que ver con el
portugués y su magnífica prosa. Con Murakami otro tanto. Leer ayuda a escribir,
no importa qué, aunque sea el periódico, huir de los zócalos televisivos y los
títulos relámpago de las últimas noticias, casi siempre mal redactadas, casi
siempre mentirosas.
Puse punto final al texto y al trabajo diario. Apagué la luz y me fui a dormir tranquilo.