A la vuelta de la casa de mis padres habìa uno. Era màgico. Allì introducìamos las cartas que en algùn momento viajaban al otro lado del mundo, por ejemplo, a Australia, donde vivìa mi tìa Rosa.
El buzón era un milagro de la tecnología. El barrio entero dejaba sus cartas y en el horario que anunciaba un cartel colocado en la portezuela del medio pasaba la camioneta que retiraba las bolsas y las llevaba al correo para que sean despachadas.
Escribir cartas forma parte de un ritual que conservo hasta hoy. Algunas personas pueden dar fe que sigo enviándolas aunque los destinatarios vivan a menos de cien metros de mi casa.
Enviarlas fue siempre todo un proceso.
Cada tanto había que comprar papel para Vía Aérea para las cartas a otros países o común para cartas de destino nacional. Cada tanto había que comprar estampillas para pegarlas personalmente en el margen superior derecho del sobre.
Empecé a mandarlas de puño y letra desde chico y luego, con la llegada a casa de mi Olivetti Lettera 32 que aún conservo aunque utilice con poca frecuencia, las tipeaba con el mismo énfasis y emoción que las manuscritas.
Cualquier mensaje tiene una trascendencia única. Es la prueba física de que alguien estuvo pensando en nosotros mientras la escribió, cuando dobló el sobre y colocó el remitente, cuando la transportó hasta el correo y cuando esperó una señal que confirmara que ya estaba en manos de la persona que la había inspirado.
Ese rito es sagrado.
Hoy el correo electrónico nos impulsa a la inmediatez, al llega en dos segundos, no hay espera, no hay pausa, no hay demora, no hay ansiedad.
Los buzones han ido desapareciendo a la misma velocidad que cientos de empleados de correo que hoy no tienen que transportar porque la gente no escribe ni ensobra: manda mails o mensajes de texto, como se desvanece el uso de la estilográfica, pieza de lujo indispensable para tener verdadera dimensión de lo que significa escribir de puño y letra.
Cuando dos amigos partieron a encontrarse con su destino en otras tierras, la correspondencia epistolar fue el único puente de comunicación posible. Adriana viajó a Italia. Las cartas que nos enviamos durante 10 años terminaron recopiladas en una novela "Arezzo-Buenos Aires, 10 años" que resume un poco la vida de ambos en dos lugares tan diferentes.
Ariel y su familia viajaron a Estados Unidos. Cuando Ariel partía para dar clases en la universidad, antes de salir, revisaba el buzón del correo. Si encontraba una de mis cartas, la guardaba en la agenda para leerla a la noche, en la cama, antes de conciliar el sueño, porque decía que le causaba mucho placer, que era una conexión particular, un momento parecido al de tomar un café en un bar con un amigo, esos cafés que tanto disfrutamos los dos cuando vuelve por unos días a Buenos Aires.
Los buzones se fueron retirando de las esquinas. Yo creo que en una clara expresión de perfidia.