Mi tía Clara era monja. Una decisión tomada desde muy joven que sigue siendo un misterio familiar. Digo misterio porque fue hija de Pedro, un hombre que afirmaba no creer en ningún ritual creado por el hombre y dentro de esas invenciones, encuadraban perfectamente los religiosos. Mi abuelo sostenía, no sin razón, que un Dios tan bueno y poderoso no podía permitir que uno de sus hijos sufriera como entonces sufrían las monjas de clausura. La rebeldía de aquella novicia le costó que durante siete años su padre no le dirigiera la palabra. La visitó solamente la primera vez y cuando vio que solo podía hablarle a través de un tapiz dijo que a partir de ése día solo tenía tres hijos varones.
Clara fue una monja de película. Se movilizaba en moto. Primero en una Siambretta de dos tiempos y tres velocidades con cambio en el manubrio y luego en una Vespa. En la parte trasera de la moto instaló un canasto. En él guardaba facturas y pan que recogía en el trayecto desde la
casa de mis abuelos hasta el convento. Luego lo repartía en una zona humilde cercana a Villa Adelina.
Le gustaba hacer travesuras impropias para una religiosa.
En tiempos de la dictadura, tomó un acelerador inútil de una máquina de coser, lo envolvió en un paquete hecho con papel madera cuidando que los dos cables que salían del metal quedasen fuera del envoltorio. Viajó con él hasta el centro, lo colocó en una vidriera y llamó al comando radioeléctrico denunciando que había un artefacto extraño en la calle. Luego compró un pote de helado y sentó enfrente a ver como se acordonaba la zona, el despliegue de la brigada de explosivos y la tensión de la gente.
Eduardo, un vecino y amigo daba clases de trompeta frente de casa. Uno de sus alumnos trajo una máscara de Estados Unidos con una expresión siniestra pero no exagerada. Un rostro que infundía terror, con una cicatriz en la mejilla, barba y pelo tupido, enrulado y blanco en la parte superior de la cabeza. El hueco de las órbitas estaban perfectamente ajustados para que los ojos fueran los de quien se la calzaba y los labios se adherían a los de la boca del impostor. Se podía hablar y fumar con ella. Esa máscara estuvo un tiempo en casa y sembró el espanto de más de un desprevenido. Mi tía la tomó y la llevó al convento. Se puso las ropas del jardinero y la máscara una noche. Se asomó a la cocina donde estaban conversando otras tres monjas. La que la vió asomarse se desmayó.
Una tarde que no conseguía flete para llevar unos muebles hasta el convento, paró a un botellero y le preguntó cuánto le cobraba por llevar algunas cosas unas cincuenta cuadras. Acordaron y ni bien pusieron las cosas arriba del carro, ella se sentó en el pescante y tomó las riendas de los caballos. Se fue conduciendo.
La operaron de un cáncer de intestino. Le pidieron reposo. Quisiera ver la cara del médico cirujano que la operó, cuando una semana después de haberle dado el alta, la cruzó montada en su moto en el puente de Paraná y Panamericana.
Siempre alentaba el aprendizaje de nuevas habilidades. A mi hermana Ana y a mí nos anotó en un curso de cerámica donde pudimos hacer algunas cosas que hoy perduran.
Fue ella la que me regaló la Olivetti sobre la que escribo ahora. Fue ella la que alentó junto a mis padres la insana costumbre de ordenar palabras y transmitir historias.
Hice el servicio militar en la época de la guerra de Malvinas en el Batallón de Arsenales 601 Esteban de Luca. En épocas de guerra salíamos vestidos de combate ante la posibilidad de una convocatoria de emergencia.
Se que rezaba para que no me pasara nada y ante tres convocatorias de traslado al sur, con despedida mediante, regresé. La última porque la guerra ya estaba en su último tramo. Quiero creer que a su Dios le caía simpática esta monja y le concedió el deseo.