Cerró su agenda y la colocó a un costado de la silla, sobre las rodillas apoyó la cartera mientras le echaba un vistazo rápido a la bolsa del suero y a la ventana que daba a la calle, miró el reloj de pulsera y abrió el espejo, partido en dos, la cicatriz en la imagen era la mejor prueba que los siete años de desgracia eran falsos y que al abrirlo ya no recordaba como al principio la causa del accidente, la razón principal por la que decidió conservarlo, comprobó que no debía retocar el maquillaje de los ojos pero si el rubor, ceremonia que precedía al cambio de identidad ocasional y al gesto automático de tomar el dinero que habían dejado para ella sobre el mueble que oficiaba de mesa de noche. Levantó la vista y se persignó mirando al crucifijo que colgaba sobre un clavo contra la pared donde se apoyaba el respaldar de la cama, repasó nuevamente la agenda para comprobar el piso, la sala, la habitación, el nombre del cliente y la que a partir de unos minutos sería su historia personal.
Sería Gladis durante los segundos que duraría el ascenso de los veinticuatro escalones hasta el próximo piso y al cruzar el pasillo que la condujera hasta la habitación de Fermín, donde comenzaría a ser Esther, madre de dos hijos a los que no ve desde hace un año, el mayor que reside en Canadá como biólogo y el mas chico y el más disloco, que nunca aceptó la segundas nupcias de su padre, pintor de profesión, rebelde de vocación. Sabía que Fermín no abriría los ojos durante la hora y media que duraba su trabajo, que encontraría como siempre un cheque debajo del florero, que el álbum de fotos familiares y las referencias de lugares y personas estaría en orden y escrito con la letra minúscula de la hermana de Fermín y que podría demandarle algún esfuerzo extra leerla, sobre todo cuando la luz de la sala se volvía tan débil como la respiración de su cliente.
Entró por primera vez al hospital una tormentosa noche de invierno siete años atrás después de permanecer cuarenta minutos abandonada en el pavimento hasta que la rescató una ambulancia, ese viaje inconsciente, la sensación de parálisis, esas voces extrañas que murmuraban a su alrededor cuestiones sin importancia, el golpe de suerte de quedar tendida boca arriba, porque la calle era un río caudaloso y a esa hora la tormenta arreciaba. La hemorragia fue disimulada por la correntada pero llegó al hospital demasiado débil como para considerarla fuera de peligro.
En el cuarto le habían dejado una porción de torta y un ramillete de fresias que oficiarán de tema central de conversación en los primeros minutos del encuentro. Sabía por la agenda, que hoy era su cumpleaños. Cerca de la porción de torta varias esquelas escritas y dibujadas por niños a quienes conocía a través de fotos y algunas voces reconocibles que una Nochebuena escuchó en su teléfono celular y cierta tarde de otoño de una grabación que le dejaron a su mejor cliente.
Había llorado. Al principio con tristeza y luego con angustia, esa sorda, aguda y profunda angustia que produce espasmos. Había recogido los billetes del último cliente, había calculado que sería imposible reunir el dinero que necesitaba, pensó en sus tres hijos, sintiendo a la vez la necesidad del abrazo protector de un hombre y no los que padeció durante media hora, desprovistos de ternura, contaminados de lascivia, infectados por la obligación de cumplir con una simple y acordada transacción comercial.
No era de beber y había bebido. Sostenía que el alcohol era un enemigo mortal de la belleza que siempre hay que estirar lo más posible, porque los años pasan rápido, una necesidad biológica la impulsó al licor para aliviar el temblor del pulso, a dejar de arrastrar los pies por el salón para recuperar el porte, a seguir el consejo siempre sospechoso de Nina de pasar por el baño y darse una lavada de cara, porque con esa estaba para un baile de disfraces y no para un sauna de nivel. Y apenas escuchó las órdenes del negro, que ya vino el cuervo con guita fresca y quiere fiesta con vos y la turca, que va a haber un par de líneas de frula, algunos chiches para jugar y llamá a la colo que viene con gente a festejar y ojo con retobarte si ves alguna jeringuita, que vos cobrás por lo que te pidan estos monos, que gracias a ellos vivís.
Siempre provocadora y bien dispuesta, fatal, deslumbrante, en las sombras y bajo las luces, siempre en los detalles del maquillaje y la lencería, con gestos insinuantes que sabía eficaces a la hora de deslumbrar y ser primera línea, pero no tenía voluntad de llevar encima la carga y el dolor, no estaba de ánimo para dejar el cigarrillo y tomar aire, recuperar la sonrisa junto a la compostura y encender el rostro, sonreírle a alguien que en la intimidad le provocaba asco, cosa rara, la nuestra, comentaron una vez en la cocina del sauna, somos como las enfermeras limpiando la mierda de gente que no conocemos, enjuagándonos la boca por alguien que en la calle no tocaríamos ni con un palo.
Le habló pausadamente, en un susurro y sintió por primera vez que le tomaba tímidamente la mano, y cuanta juventud, cuantos días por vivir, sin tanto vértigo propio de la edad, de esa fiebre por devorarse el mundo, cuantos tropiezos naturales, esa hermosura aún floreciente en el rostro, la costumbre de acariciarle con ternura la frente, abrazando la esperanza de que ese brillo en los ojos fijos en el techo, sean señal de gratitud o de emoción, un poco menos rebelde, con menos euforia y más candor que aquella que lo impulsó a acelerar a fondo aquella noche, la curva interminable hacia otra de la que todos dudan que regrese. Le dijo mi amor, le regaló un guiño y con delicadeza, sin quitarle los ojos de los suyos, comenzó a hacer círculos con la brocha espumosa para afeitarlo y pasaron ante ella los segundos que separan una decisión correcta de una que no lo es, y volvió a vencer el impulso de besarlo en la boca.
Dos días después supo lo que sucedió esa noche, de boca del Pitufo, que se animó a venir, porque no le hizo caso al rumor que no salía, que de esta no se salvaba. Con el cuerpo dolorido y rota el alma, escuchó lo que le contó in que ella preguntara, aturdida aún por tantos flashes que la memoria no conseguía ordenar con precisión y hasta dudó por su natural y muchas veces sabia desconfianza, que esa historia hubiese sido armada por el negro para librarse de sospechas y preguntas policiales, aunque acompañando el ritmo del relato, las imágenes que prefería no volver a ver se presentasen ante ella tan reales como ese frasco de suero, esas flores y el crucifijo sobre la cabecera de la cama que miró con mucho esfuerzo la segunda noche de internación.
Empujó con los pulgares el maxilar inferior y ajustó la venda con un nudo en la parte superior de la cabeza, un procedimiento al que no estaba acostumbrada, pero como tantas cosas a las que una se acostumbra. Pensó en un mensaje de texto pero primó la sensación de la frialdad de las palabras en la pantalla de un celular y llamó. Lo dijo con voz pausada, sin ese engolamiento falso de los que atienden el teléfono de las funerarias. Nunca supo si rezar o agradecer o ambas cosas. Estiró las sábanas, acomodó algunas pocas pertenencias y guardó el reloj para alejarlo de imprudentes tentaciones. Los gestos involuntarios no espantaban la tristeza que sentía cuando la luz del sol envolvía la habitación con una atmósfera rojiza. Rezó en silencio. No confiaba demasiado en su memoria pero sabía que algunas fobias se iban enterrando lentamente en el olvido, y que las noches dejaron de ser ajenas para que ella decidiera elegir sobre lo que nunca hizo.
El volúmen de la música aturdía, dos veces dijo que no con la cabeza cuando le ofrecieron cocaína de la mejor, de la pura, de la que no vas a inhalar en tu puta vida, pero ya el ambiente era de una euforia intensa, desmedida, y ya intuía que de ese coctail no iba a salir otra cosa que sexo y violencia. No supo quien ni como la tomó de los brazos, pero volvió a ver al doctor repitiendo su escena preferida, y el pañuelo de seda rodeando el cuello, el ahogo, los golpes que escuchaba alrededor y los gritos desesperados de la turca, todo se nublaba y solo atinó a tirar con fuerza de los extremos del pañuelo, los ojos desorbitados del doctor, alguno de los cuatro que la tomaba del pelo y la insultaba, largá perra, largá que lo vas a matar, aquella puntada sorda en las costillas y el ruido de huesos, otra andanada de golpes y puntapies cuando estaba en el suelo, la sangre que le brotaba de la nariz, el tabique partido, la tomaban de los pies y de las muñecas, la llevaban con la cabeza colgando mientras la sangre se atoraba en la garganta, el sonido de la puerta de auto, el chillido de las gomas, la tormenta.
Abrió el espejo y se colocó rubor suavemente en las dos mejillas. Todas las camas y los clientes se parecen. En la desnudez somos iguales, aunque cerca del lugar donde se confunden los cuerpos, a nuestro alcance, estén aquellas cosas que marcan las diferencias, el reloj, la billetera, las pequeñas fotos familiares. Caminó por el pasillo para llegar al hall donde están los ascensores, cuando se cruzaba con algún camillero, volvía a ella el recuerdo de la primera noche, el dolor que se fue transformando en otro dolor cuando pasaron los días y veía a su alrededor a los que tenían visita y a los que no, a los que apenas dialogaban, a los que una sábana invisible los iba sepultando poco a poco. Demasiada vida para morir tan solos. Y quizás se apiadó, o fue la fuerza milagrosa de los rezos o la reconversión del alma de los que tocaron fondo, pero apenas pudo ponerse de pie, visitó a la mas solitaria de sus vecinas de sala, una mujer no muy mayor que en la primera noche le pidió que le leyera una revista de chismes. Y leyendo la encontraron los familiares de la enferma el primer domingo, leyendo en voz baja a una mujer que disfrutaba mas de sus comentarios que de la lectura. Sintió una mano que le tocaba el hombro y al girar encontró una sonrisa. Muchas gracias por esto que hace, nosotros no podemos venir a verla. Y la pregunta tantas veces escuchada sonó distinta. Ya no pensaba en los siete años de desgracia a los que la había sentenciado el espejo roto. Y esa pregunta que le hicieron tantas veces, ahora le señalaba otro destino. De boca de ese perfecto desconocido emergió la estrella que señalaba otro camino, y no supo que decir porque no lo había pensado, como no había imaginado que existía también esta necesidad humana de compañía, y el olvido que con el tiempo sepulta todo, para darse cuenta que fue allí la primera vez que le preguntaron cuánto cobraba por una hora.
Sería Gladis durante los segundos que duraría el ascenso de los veinticuatro escalones hasta el próximo piso y al cruzar el pasillo que la condujera hasta la habitación de Fermín, donde comenzaría a ser Esther, madre de dos hijos a los que no ve desde hace un año, el mayor que reside en Canadá como biólogo y el mas chico y el más disloco, que nunca aceptó la segundas nupcias de su padre, pintor de profesión, rebelde de vocación. Sabía que Fermín no abriría los ojos durante la hora y media que duraba su trabajo, que encontraría como siempre un cheque debajo del florero, que el álbum de fotos familiares y las referencias de lugares y personas estaría en orden y escrito con la letra minúscula de la hermana de Fermín y que podría demandarle algún esfuerzo extra leerla, sobre todo cuando la luz de la sala se volvía tan débil como la respiración de su cliente.
Entró por primera vez al hospital una tormentosa noche de invierno siete años atrás después de permanecer cuarenta minutos abandonada en el pavimento hasta que la rescató una ambulancia, ese viaje inconsciente, la sensación de parálisis, esas voces extrañas que murmuraban a su alrededor cuestiones sin importancia, el golpe de suerte de quedar tendida boca arriba, porque la calle era un río caudaloso y a esa hora la tormenta arreciaba. La hemorragia fue disimulada por la correntada pero llegó al hospital demasiado débil como para considerarla fuera de peligro.
En el cuarto le habían dejado una porción de torta y un ramillete de fresias que oficiarán de tema central de conversación en los primeros minutos del encuentro. Sabía por la agenda, que hoy era su cumpleaños. Cerca de la porción de torta varias esquelas escritas y dibujadas por niños a quienes conocía a través de fotos y algunas voces reconocibles que una Nochebuena escuchó en su teléfono celular y cierta tarde de otoño de una grabación que le dejaron a su mejor cliente.
Había llorado. Al principio con tristeza y luego con angustia, esa sorda, aguda y profunda angustia que produce espasmos. Había recogido los billetes del último cliente, había calculado que sería imposible reunir el dinero que necesitaba, pensó en sus tres hijos, sintiendo a la vez la necesidad del abrazo protector de un hombre y no los que padeció durante media hora, desprovistos de ternura, contaminados de lascivia, infectados por la obligación de cumplir con una simple y acordada transacción comercial.
No era de beber y había bebido. Sostenía que el alcohol era un enemigo mortal de la belleza que siempre hay que estirar lo más posible, porque los años pasan rápido, una necesidad biológica la impulsó al licor para aliviar el temblor del pulso, a dejar de arrastrar los pies por el salón para recuperar el porte, a seguir el consejo siempre sospechoso de Nina de pasar por el baño y darse una lavada de cara, porque con esa estaba para un baile de disfraces y no para un sauna de nivel. Y apenas escuchó las órdenes del negro, que ya vino el cuervo con guita fresca y quiere fiesta con vos y la turca, que va a haber un par de líneas de frula, algunos chiches para jugar y llamá a la colo que viene con gente a festejar y ojo con retobarte si ves alguna jeringuita, que vos cobrás por lo que te pidan estos monos, que gracias a ellos vivís.
Siempre provocadora y bien dispuesta, fatal, deslumbrante, en las sombras y bajo las luces, siempre en los detalles del maquillaje y la lencería, con gestos insinuantes que sabía eficaces a la hora de deslumbrar y ser primera línea, pero no tenía voluntad de llevar encima la carga y el dolor, no estaba de ánimo para dejar el cigarrillo y tomar aire, recuperar la sonrisa junto a la compostura y encender el rostro, sonreírle a alguien que en la intimidad le provocaba asco, cosa rara, la nuestra, comentaron una vez en la cocina del sauna, somos como las enfermeras limpiando la mierda de gente que no conocemos, enjuagándonos la boca por alguien que en la calle no tocaríamos ni con un palo.
Le habló pausadamente, en un susurro y sintió por primera vez que le tomaba tímidamente la mano, y cuanta juventud, cuantos días por vivir, sin tanto vértigo propio de la edad, de esa fiebre por devorarse el mundo, cuantos tropiezos naturales, esa hermosura aún floreciente en el rostro, la costumbre de acariciarle con ternura la frente, abrazando la esperanza de que ese brillo en los ojos fijos en el techo, sean señal de gratitud o de emoción, un poco menos rebelde, con menos euforia y más candor que aquella que lo impulsó a acelerar a fondo aquella noche, la curva interminable hacia otra de la que todos dudan que regrese. Le dijo mi amor, le regaló un guiño y con delicadeza, sin quitarle los ojos de los suyos, comenzó a hacer círculos con la brocha espumosa para afeitarlo y pasaron ante ella los segundos que separan una decisión correcta de una que no lo es, y volvió a vencer el impulso de besarlo en la boca.
Dos días después supo lo que sucedió esa noche, de boca del Pitufo, que se animó a venir, porque no le hizo caso al rumor que no salía, que de esta no se salvaba. Con el cuerpo dolorido y rota el alma, escuchó lo que le contó in que ella preguntara, aturdida aún por tantos flashes que la memoria no conseguía ordenar con precisión y hasta dudó por su natural y muchas veces sabia desconfianza, que esa historia hubiese sido armada por el negro para librarse de sospechas y preguntas policiales, aunque acompañando el ritmo del relato, las imágenes que prefería no volver a ver se presentasen ante ella tan reales como ese frasco de suero, esas flores y el crucifijo sobre la cabecera de la cama que miró con mucho esfuerzo la segunda noche de internación.
Empujó con los pulgares el maxilar inferior y ajustó la venda con un nudo en la parte superior de la cabeza, un procedimiento al que no estaba acostumbrada, pero como tantas cosas a las que una se acostumbra. Pensó en un mensaje de texto pero primó la sensación de la frialdad de las palabras en la pantalla de un celular y llamó. Lo dijo con voz pausada, sin ese engolamiento falso de los que atienden el teléfono de las funerarias. Nunca supo si rezar o agradecer o ambas cosas. Estiró las sábanas, acomodó algunas pocas pertenencias y guardó el reloj para alejarlo de imprudentes tentaciones. Los gestos involuntarios no espantaban la tristeza que sentía cuando la luz del sol envolvía la habitación con una atmósfera rojiza. Rezó en silencio. No confiaba demasiado en su memoria pero sabía que algunas fobias se iban enterrando lentamente en el olvido, y que las noches dejaron de ser ajenas para que ella decidiera elegir sobre lo que nunca hizo.
El volúmen de la música aturdía, dos veces dijo que no con la cabeza cuando le ofrecieron cocaína de la mejor, de la pura, de la que no vas a inhalar en tu puta vida, pero ya el ambiente era de una euforia intensa, desmedida, y ya intuía que de ese coctail no iba a salir otra cosa que sexo y violencia. No supo quien ni como la tomó de los brazos, pero volvió a ver al doctor repitiendo su escena preferida, y el pañuelo de seda rodeando el cuello, el ahogo, los golpes que escuchaba alrededor y los gritos desesperados de la turca, todo se nublaba y solo atinó a tirar con fuerza de los extremos del pañuelo, los ojos desorbitados del doctor, alguno de los cuatro que la tomaba del pelo y la insultaba, largá perra, largá que lo vas a matar, aquella puntada sorda en las costillas y el ruido de huesos, otra andanada de golpes y puntapies cuando estaba en el suelo, la sangre que le brotaba de la nariz, el tabique partido, la tomaban de los pies y de las muñecas, la llevaban con la cabeza colgando mientras la sangre se atoraba en la garganta, el sonido de la puerta de auto, el chillido de las gomas, la tormenta.
Abrió el espejo y se colocó rubor suavemente en las dos mejillas. Todas las camas y los clientes se parecen. En la desnudez somos iguales, aunque cerca del lugar donde se confunden los cuerpos, a nuestro alcance, estén aquellas cosas que marcan las diferencias, el reloj, la billetera, las pequeñas fotos familiares. Caminó por el pasillo para llegar al hall donde están los ascensores, cuando se cruzaba con algún camillero, volvía a ella el recuerdo de la primera noche, el dolor que se fue transformando en otro dolor cuando pasaron los días y veía a su alrededor a los que tenían visita y a los que no, a los que apenas dialogaban, a los que una sábana invisible los iba sepultando poco a poco. Demasiada vida para morir tan solos. Y quizás se apiadó, o fue la fuerza milagrosa de los rezos o la reconversión del alma de los que tocaron fondo, pero apenas pudo ponerse de pie, visitó a la mas solitaria de sus vecinas de sala, una mujer no muy mayor que en la primera noche le pidió que le leyera una revista de chismes. Y leyendo la encontraron los familiares de la enferma el primer domingo, leyendo en voz baja a una mujer que disfrutaba mas de sus comentarios que de la lectura. Sintió una mano que le tocaba el hombro y al girar encontró una sonrisa. Muchas gracias por esto que hace, nosotros no podemos venir a verla. Y la pregunta tantas veces escuchada sonó distinta. Ya no pensaba en los siete años de desgracia a los que la había sentenciado el espejo roto. Y esa pregunta que le hicieron tantas veces, ahora le señalaba otro destino. De boca de ese perfecto desconocido emergió la estrella que señalaba otro camino, y no supo que decir porque no lo había pensado, como no había imaginado que existía también esta necesidad humana de compañía, y el olvido que con el tiempo sepulta todo, para darse cuenta que fue allí la primera vez que le preguntaron cuánto cobraba por una hora.