Leyó el asunto y cientos de aguijones comenzaron a
perforar su espalda, un remolino en la boca del estómago y una puntada
fueron las señales que precedían al sudor en las manos y las palpitaciones.
En un tono impersonal, frío, sin que mediaran
frases reparadoras, le anunciaban que ya no pertenecía al estudio y que su
liquidación final estaba lista para que pasara a retirarla por la
administración.
Esta semana en su vida acompañó al clima en Buenos
Aires y la lluvia anticipó el llanto de Paula, los truenos, sus errores en
evidencia en la oficina de su jefe y el mismo granizo que decoró su auto
asemejándolo a un papel húmedo y arrugado, las discusiones en casa, y ese
discurso cruel, escuchado en la entrada de la cocina que narraba la película de
sus últimos tiempos y el no puedo seguirte en esta locura porque dejaste de ser
el tipo de quien me enamoré.
No era consciente de la lluvia que lo empapaba y
opacaba la pantalla del celular, que ahora indicaba la recepción de un mensaje
de texto, mientras él, como una isla, parado en la esquina, inmóvil, volvía a
entrar en otro cono de sombra y angustia, pensando que las desgracias no vienen
solas, oprimiendo el ícono de abrir con vértigo, intuyendo que las primeras palabras
que leería serían huérfanas de emoción y sentimiento, de los gestos amorosos de
otros tiempos, cuando dio el paso hacia la acera.
Las lágrimas se mezclaban y confundían con la
lluvia, los sonidos de la calle venían de otro mundo.
Fue un ruido seco al que le siguieron algunos
gritos de espanto. Quedó tendido a varios metros de la senda peatonal, con los
ojos abiertos y las piernas contraídas hacia un costado. Su celular aún encendido
voló a algunos metros con el mensaje de texto abierto cuando alguien lo recogió
del pavimento.
Nadie supo si había alcanzado a leer el texto
completo, hasta las palabras te amo.