La radio


Me había llamado la atención la vidriera, repleta de objetos viejos y extraños. Eché un vistazo por el único hueco que permitía observar el  interior del  local y alcancé a ver un hombre de barba, de unos setenta años. Llevaba puesto un delantal azul y estaba concentrado en la  reparación de un artefacto con un destornillador en la mano. Me decidí y entré.
—Buenas tardes —saludé en un tono bajo, como para evitar interrumpirlo en su concentración.
—Buenas tardes, pase, mire tranquilo —me contestó con amabilidad y echándome una mirada rápida.
En aparadores, repisas, muebles, cajas, había una cantidad enorme de objetos de otros tiempos, desordenados pero limpios, arañas de bronce, mosquiteros de cama, ábacos, alhajeros, pastilleros, lámparas a kerosene. Donde detenía la mirada encontraba algo que había visto hace unos años en la casa de mis abuelos y que ya formaba parte de la historia.
La encontré sobre una repisa, así como estaba, sin la funda de cuero con la que la usaba mi abuelo para escuchar el fútbol los domingos a la tarde. Era una radio Spica. La tomé y comencé a observarla. Me gustó para llevarla como adorno para un rincón de la casa. Sentía que el anciano me observaba cada tanto. Me acerqué con la radio en la mano hasta el mostrador donde él seguía concentrado con sus herramientas.
—Hace mucho que no veo una de éstas… ¿Cuánto cuesta?
—Ah, sí, la gran Spica…—dijo con una sonrisa que disparó luego de suspirar—. Ésa es la joya del local y no está en venta.
—Qué pena. Me impactó cuando la vi y pensé en llevarla.
—Sí, me imagino, pero esa radio está esperando su dueño y no es usted —dijo mirándome y luego volvió a su trabajo.
Después de una frase semejante es difícil digerir el silencio, es difícil masticarlo. Creo que percibió que el ambiente había cambiado y que yo esperaba que el diálogo continuara.
—Está allí desde que la encontré, pero llevo años esperando a la persona que quiera comprarla —me dijo clavándome los ojos claros y enormes a través de los anteojos que de vez en cuando acomodaba en la nariz con el índice.
—Yo había pensado en llevarla para un rincón de mi casa donde tengo un montón de cosas viejas: planchas de hierro, planchas a carbón que me quedaron de la casa de mis abuelos…
—Entiendo —dijo y quedó en silencio unos instantes. Pero esa radio funciona todavía…
¡No me diga! Es increíble que un aparato así siga  andando…
—Enciéndala, dese el gusto y escuche —me invitó, esbozando una sonrisa.
La encendí. Escuchamos el click de la ruedita de arriba que controla el volumen y de la radio salió la voz de un famoso relator de fútbol, muerto hace ya varios años, describiendo una jugada de un partido entre San Lorenzo y Atlanta. No toqué el dial esperando que apareciera la voz del conductor aclarando que ese recuerdo era un homenaje al relator o al autor del gol que seguramente escucharíamos o a alguna personalidad que en ese momento estaba en el programa. Pero el relato siguió como si nada y yo levanté la vista para darme cuenta que el viejo me estaba mirando y midiendo mi grado de sorpresa.
—Dele una vuelta al dial —me sugirió
Cambié el dial y escuchamos la propaganda de un producto que ya no existe. Volví a hacer  girar el dial y por su precario parlante apareció un tramo de un discurso del general Onganía, un militar que dio un golpe de estado que terminó con el gobierno de Illia el 27 de junio de 1966.
—Apáguela, por favor —me dijo el anciano apoyando las dos manos en el mostrador. Esa radio no está en venta porque ha quedado anclada en el pasado. Todo lo que emite son noticias viejas, tristes, malas, alegres, buenas, pero viejas al fin. Uno la enciende y no sabe  que va a escuchar, puede ser un tango, un tema de los Beatles, un discurso de Eva Perón, el Mundial 78, la caída de Irigoyen, sin orden cronológico alguno, como si se disparara el ayer al azar y se hiciera presente hoy. Es un misterio que no quiero descubrir ni resolver ni dar a conocer ni hacer público porque estoy seguro que se perdería irremediablemente el encanto que ese aparato ahora tiene. Pero no está en venta. Está esperando a su dueño para que yo se la regale.
—¿Conoce usted a esa persona?
—Jamás la he visto —me respondió con resignación.
—¿Cómo va a saber que la ha encontrado?
—Tengo la intuición que me daré cuenta ni bien entre al negocio. El dueño de esa radio es una persona que necesita imperiosamente vivir del pasado. Y al verlo entrar, supe que usted no era.