El pintor de moradas


El pintor desciende a la bóveda llevando al hombro una escalera tijera. Al llegar al subsuelo observa las telarañas en los rincones y el polvo del lijado previo diseminado por el piso. Unas telas manchadas cubren la fila de ataúdes. Por la claraboya baja la luz de una mañana soleada y primaveral. Calcula mirando su reloj de pulsera que a mediodía habrá terminado de darle la primera mano. Escucha la voz del capataz que se acerca a la puerta para saludarlo y le responde. Vuelve a ascender en busca de los tachos y su pincel de cerda más ancho. Cuelga el tacho de pintura en el gancho de la escalera y asciende decidido sobre cuál será su comienzo. Introduce el pincel en el tacho hasta la mitad y en el borde escurre parte de la pintura. El pincel sale con la carga justa y se desliza sin chorrear por la pared. En el ritmo de los movimientos se destaca su oficio. Recuerda que tomó el trabajo dos semanas atrás y que no le dijo a su mujer. Para ella él sigue pintando la mansión de los Ezcurra. Dos generaciones de la familia descansan en esta morada.

Lleva una hora pintando y su mano derecha se encuentra apenas salpicada de pintura blanca. Un alboroto lo sorprende. Una pequeña bandada de pájaros ingresa a la bóveda aturdiéndolo con su trino y frenético aleteo. No comprende lo que sucede en el estrépito y pierde el equilibrio cuando su pie derecho resbala del peldaño que le sirvió de apoyo. Instintivamente trata de detener la caída con su mano libre y empuja el cajón ubicado en el nivel superior. Cuando su espalda choca contra el suelo el cajón cae golpeando contra las ménsulas y se abre. Los pájaros aún desorientados chocan contra las paredes de la bóveda buscando la salida. Sobre el pintor está la escalera, el tacho de pintura y los restos de un Ezcurra. Desesperado se quita como puede los trastos y el esqueleto de encima y corre gritando hacia la puerta. El pintor corre y grita presa del espanto. Grita y no se detiene en su loca carrera. Sigue corriendo por los pasillos y por las calles que rodean el cementerio, con los ojos fuera de sus órbitas, como si detrás de él corriera el mismo diablo.

Pocos le darán trabajo a partir de ahora. Dicen que tiembla, que habla entrecortado y que parece un loco.