La libreta de ideas


Miró el reloj de pared y se incorporó de un salto. Se había hecho tarde. Se colocó el abrigo y salió a paso rápido con rumbo a la estación de trenes. En el viaje ordenó mentalmente su agenda para aprovechar al máximo el tiempo en la ciudad. Retiraría las órdenes para los lentes y aprovecharía la hora libre para buscar un libro en las librerías de avenida Corrientes. Después de pasar por el dentista se encontraría con Víctor en el café de siempre. Le contaría el sueño que tuvo dos noches antes. Víctor ya no era su psicoanalista. Se lo contaría como a un amigo. Recordó el consultorio que había abandonado cinco años atrás y tuvo una idea. La perfección de la organización le produjo la misma alegría que la consumación íntegra del plan. Abrió el morral y comprobó, luego de hurgar en todos los compartimentos y bolsillos, que la libretita donde registraba las ideas para su posterior desarrollo no estaba. Se propuso memorizar la escena que había imaginado como un mantra para retenerla y la tarea le consumió el tiempo de viaje.

Cuando llegó a la estación terminal se detuvo en un kiosco y compró un paquete de pastillas de  menta. Disfrutó tomar el subte en un horario donde el flujo de pasajeros es  menor. Observó a la  gente a su alrededor, escuchó las bondades de un producto en la  voz de un vendedor ambulante y cuando quiso volver a la idea que se le había  ocurrido en el tren, ésta se había esfumado. Sintió un poco de rabia. La misma rabia que lo acometía cuando componía mentalmente una melodía y al pasar por un negocio con la música a alto volumen la estructura armónica se desmoronaba como un castillo de naipes. Cuando eso le sucedía recordaba el pizarrón repleto de la clase de matemáticas y el profesor borrando la deducción de las fórmulas  cuando él no había alcanzado a copiarlas. Para darle una solución a estos imponderables estaba la libretita que había olvidado en su casa.

Cumplió rigurosamente con el plan que se había trazado y con una diferencia de quince minutos al horario acordado llegó al bar donde se encontraría  con Víctor y pidió un café. Cuando estaba a punto de  comenzar a leer el libro que había comprado una hora antes llegó Víctor. Se abrazaron y saludaron con las frases de rigor. Traje algo para vos, dijo su ex psicoanalista.

-Hace cinco años, cuando dejamos tu terapia, dejaste en mi consultorio tu libreta de apuntes. Nunca recordé  traerla hasta hoy que la separé especialmente a la mañana antes de  salir.
Y allí estaba, intacta, con su tapa amarilla, como él creyó que la había olvidado en la mesa del living de su casa, con catorce frases que  contenían distintas ideas y el párrafo inicial de la novela con la que  ganaría ese año el primer premio internacional de su carrera.