El cielo es
plomizo, gris; tan gris que puede confundirnos sobre cuál es la hora real:
estamos en el mediodía y la luminosidad es idéntica a la de las seis de la
tarde. Algunos asientos detrás de mí del colectivo en el que viajo, la
conversación que escucho se mimetiza con el paisaje que veo del otro lado
de la ventanilla. Un hombre se queja, a su compañera de viaje, de cuánto es
menospreciado su talento, de todas las cosas que cambiará para ganarse el
respeto de sus mediocres colegas, de lo bien que hablan de sus cuentos
encumbrados escritores, de los talleres que es capaz de organizar para un
alumnado ávido de su luz. La mujer escucha y sobre el final de cada párrafo
estimula con pocas palabras su verborragia, su catarsis, su sermón. El hombre
habla en voz alta y cada tanto se enoja con el universo que conspira en su
contra. El cielo, mientras tanto, se vuelve ceniza.
Sentí que el
hombre tocó el timbre solicitando detenerse en la próxima parada. No pude dominar
mi curiosidad por observar sus rasgos, intentando comprobar si su voz
correspondía con la imagen que me formé de él sin haberlo mirado una sola vez.
Descendió antes que la mujer; iba envuelto en una nube densa que impedía
escudriñar sus rasgos. Allí quedó, dentro de la borrasca donde solo se distinguía
una mano de la mujer. Miré hacia atrás y vi la nube. En la calle, el día
resplandecía majestuoso.