Pasajero



Después de casi treinta años volví a subir a un avión. No se parecía en nada esta moderna aeronave a aquel Hércules en el que nos embarcaron rumbo a Malvinas.

Despegamos de Buenos Aires en un día nublado y al cruzar el Río de la Plata el avión se sacudió unos minutos debido a la turbulencia. Cuando tomó altura y se estabilizó me empecé a relajar y me quedé dormido.

Me despertó el ruido del carro donde transporta el servicio de abordo. La azafata, con una sonrisa celestial, depositó un par de sandwiches triples de jamón y queso y unas galletitas dulces sobre mi mesa rebatible. Acompañé la vianda con un café corto y un jugo de fruta.

Intenté leer la revista que colocan en los sobres del respaldo de los asientos anteriores cuando un dolor agudo me desgarró la boca del estómago. Fue tan punzante como inesperado. A los pocos segundos comencé a sudar y a sentir espasmos y burbujas en todo el aparato digestivo. Me avergoncé pensando que esos ruidos que provenían de mis tripas fueran escuchados pero los dos hombres que compartían conmigo sus lugares en la misma fila de asientos dormían sin enterarse. Observé que un hombre salía del baño ubicado en la parte delantera del avión. Me aflojé el cinturón de seguridad con la secreta esperanza que eso me aliviara, pero lejos de disminuir su intensidad el dolor me hacía dudar si luego de incorporarme podría llegar hasta el baño sin que una catástrofe intestinal me dejara en ridículo con todos los pasajeros. Me incorporé con mucho esfuerzo y apoyándome en los asientos me dirigí por el pasillo hasta el baño y entré con tanta prisa como decisión. Me aflojé el cinturón, bajé mis pantalones y me senté en el inodoro con el vientre totalmente inflamado. Despedí una catarata líquida mientras pensaba en cómo iba a dejar el lugar en las mejores condiciones posibles. Sentí un vacío en el estómago y una sensación de vértigo que me obligó a aferrarme de las paredes de la cabina del baño. Si había sido un pozo de aire debe haber asustado a todo el mundo. Noté que todo se estaba moviendo frenéticamente y escuché algunos ruidos de cosas que chocaban en el pasillo. Luego comenzaron los gritos mientras yo trataba de sujetarme de donde podía ante las sacudidas cada vez más intensas. Las luces del baño se apagaban y encendían. Escuché gritos de espanto y un zumbido agudo mezclado con la voz del comandante cuyas palabras no alcanzaba a entender. En medio de los sacudones me incorporé y me higienicé, tratando de volver a mi asiento lo más pronto posible. Las luces del baño se apagaron y tardé en hacer girar el picaporte para salir. Afuera del baño todo estaba en completa oscuridad y en silencio. Las sacudidas de la nave terminaron pero no podía precisar dónde se encontraba mi asiento. La gente conversaba sobre los minutos de terror que habían pasado y volvieron a encenderse las luces que identifican los lugares. Llegué a mi asiento, me ajusté el cinturón y no sé cuánto tiempo pasó hasta que me dormí nuevamente.

Me despertó la voz de la azafata anunciando que estábamos a punto de aterrizar y el consejo de mantener los cinturones abrochados. Bajé del avión con mi bolso de mano y en la caminata hasta el hall pude ver a los que vinieron a esperarme. Estaban mis padres, mis abuelos, dos amigos y los compañeros que había dejado en Malvinas.