Réquiem para mi cámara Canon



En la categoría de objetos existen instrumentos que a mi entender escapan a la lista de inanimados. Los relojes, las brújulas, la pluma estilográfica con la que escribo en este momento y que de acuerdo al día y a su propio carácter, puede ser dócil y sumisa o arisca como un caballo chúcaro.

El gran BB King había bautizado con un bello nombre de mujer, Lucille, a su amada guitarra Gibson. Sus buenas razones tendría.

Las máquinas fotográficas también tienen su magia. Por ellas pasaron momentos que quisimos registrar, preservar, documentar por su trascendencia o valor sentimental.

Ésta máquina de fotos, por primera y única vez fotografiada, viajó a Buenos Aires en manos de mis amigos Ariel y Mirna y desde su llegada a mi casa no ha faltado a ningún compromiso importante. Entre sus mecanismos se han transmutado con fidelidad escenas magníficas.

Dejó de funcionar hace dos meses, después de quince años de odisea. No podía arrojarla a la basura como un trasto viejo, una lamparita quemada, un tubo de rollo de papel higiénico. Fui a la oficina oficial de Canon y le dije a la mujer que me atendió:
“No puedo tirarla a la basura. Dispongan ustedes de este cuerpo y tomen lo que les sirva”

La empleada, al principio, no entendía claramente el porqué de mi visita, pero luego, con mucha delicadeza, la extrajo del estuche, la encendió (y encendió efectivamente, como negándose a su jubilación obligatoria) pero no logró disparar una foto.

Me devolvió las pilas recargables y el estuche de cuero.

Allí la dejé, con miles de horas y kilómetros recorridos, con miles de recuerdos aún latentes.