Una pequeña cicatriz arriba de la ceja izquierda es el recuerdo de una
pelea entre presos. Le asignaron la tarea por el rigor con el que seguía el
protocolo del servicio penitenciario. Mantenía con los reos la distancia que le
dictaba el reglamento y su prudencia. Era extremadamente puntual con los
horarios establecidos y nunca puso en duda la determinación de un juez para la
condena. Todos eran iguales y a todos brindaba el mismo trato.
El respeto que le inspiraba el último preso lo hizo dudar de su ecuanimidad.
Cada ingreso a la celda estaba impregnado de detalles propios de una ceremonia
religiosa.
Jamás habló en familia sobre su trabajo y menos en el último tiempo en
que notaba entre los suyos una expectativa diferente sobre los minutos en que
cumplía su labor en la cárcel más observada del país.
Mientras viajaba rumbo al trabajo se preguntaba si el cambio en su
relacionamiento con el reo se debía a la atención que al caso le brindaba la
prensa, a la presencia de tantos manifestantes rodeando el presidio, a la
presión de cometer un error, al respeto que le infundía cada gesto señorial del
condenado, a su carácter de ex presidente o a reconocer que debido a las
políticas de ese hombre allí encerrado, y bajo su custodia, su hijo mayor hoy
es médico.