Los dedos son gráciles, livianos y precisos. Saltan sobre las teclas
ejecutando una danza rítmica, esparciendo en el aire una sucesión de notas
creada hace siglos. El pianista se concentra, no escucha el murmullo a su
alrededor; se sumerge en la oscuridad más profunda, sabiendo que verá la luz en
algún acorde dominante.
Mientras navega en el concierto, repasa mentalmente otras noches
memorables en distintas salas, no todas ellas del prestigio y esplendor de las
europeas que lo recibieron como a una figura consagrada. Algo lo transporta a
aquella modesta escuela de Tucumán, un piano desafinado y herido y una noche
calurosa donde descubrió el amor en un claro de luna. Las preguntas vuelven
pero él sigue interpretando el quinto movimiento.
Lleva el nombre de otro artista de magníficas manos: Miguel Angel. Un
hilo invisible une las vidas de quienes conmueven con su obra.
Las manos sobre el teclado y los pies en los pedales del piano crean
colores y matices en contrapunto con el monocorde sonido de las preguntas que
apenas puede escuchar, ahogadas en el repiqueteo de los bajos.
Entonces el sueño vívido se desvanece y se esfuman con él los
conciertos, las marquesinas y las tardes pueblerinas en Tucumán. Vuelve su
cuerpo a la sala, siente que le atan las manos a la espalda, encienden una
sierra eléctrica y amenazan con cortarle los dedos si no dice lo que sabe.
Saben sus esbirros que no es fácil. Miguel Ángel Estrella es un hombre
de fé y siempre encuentra un mágica escapatoria para no responder a los
interrogatorios.